Los animales
domésticos, como su nombre lo indica, son aquellos que el hombre ha logrado
adaptar,
criar,
reproducir e, incluso,
cambiar genéticamente para beneficiarse de ellos, ya sea como fuente de
alimento (gallinas, pollos, vacas, cerdos, cabras, conejos y patos), como
defensa y
compañía (perros y gatos), como
transporte (caballos, mulas, burros y llamas), como
abrigo (ovejas, alpacas y vicuñas) y como un
lujo ornamental (pericos australianos, canarios, pavos reales y faisanes).
Un animal
silvestre es aquel que
no ha sido domesticado, que vive en
libertad y es capaz de desarrollarse y sobrevivir en su propio hábitat, conseguir alimento, reproducirse y defenderse. Hay animales silvestres tan pequeños como la hormiga y la pulga, y otros grandísimos como la ballena y la jirafa.
La vida silvestre está en todas partes y, aunque muchas veces no la vemos ni oímos, existe cerca de nosotros: microorganismos como ácaros y parásitos viven en nuestra piel y en el interior de nuestros cuerpos; en nuestros hogares, en el lugar de estudio y en nuestro trabajo hay hormigas, moscas, cucarachas y arañas. Los seres humanos nunca estamos solos en el ambiente, siempre tenemos vida silvestre a nuestro alrededor. Si vivimos en el campo, tenemos el
privilegio de estar en contacto con una gran variedad de plantas y animales silvestres, podemos observarlos, conocerlos, entender cómo se relacionan, aprender de ellos,
valorarlos y
conservarlos.
Los animales, tanto silvestres como domésticos, merecen todo nuestro respeto. Bien sea que nos beneficiemos de ellos o que tengamos el privilegio de observarlos en su estado silvestre, el trato que les demos debe ser el que se merece cualquier ser vivo que tiene la capacidad de sentir dolor como nosotros.
