Fundación Secretos para contar | Los monstruos del Atrato

Los monstruos del Atrato

(Basado en una leyenda colombiana)

El Atrato es un río inmenso que atraviesa las selvas misteriosas del Chocó y desemboca en el golfo de Urabá. Sus aguas se ven calmadas desde la superficie, fluyendo a un ritmo lento, pero bajo esta apariencia se esconde un caudal capaz de arrasar cualquier obstáculo que encuentre a su paso. Este río es el hogar de unos temibles monstruos que han aterrorizado por siglos a los pobladores que viven en sus orillas. La mayoría de las personas evita nombrarlos, pero cuando se les pregunta, unos dicen que son como grandes serpientes. Otros cuentan que son caimanes gigantescos, cuyas fauces pueden tragarse a un ser humano entero. Y otros más relatan que parecen sábalos, dotados de una fuerza descomunal. Aunque nadie asegura haberlos visto con sus propios ojos, todos saben que cuando repentinamente el cauce del río se ensancha y se vuelve del doble de su tamaño normal, es porque muy cerca están los monstruos del Atrato, que con su fuerza han ido tumbando barrancos y haciendo que el río sea más grande. En estos lugares las personas evitan hablar, apagan los motores de sus lanchas y cruzan las aguas a remo, temerosas de enfurecer a los monstruos y de que estos les vuelquen las lanchas o canoas y, así, las arrojen al agua para devorarlas. En un pueblo a orillas del Atrato vivía un hombre llamado Arquímides. Había nacido allí y se había criado en las aguas del río. Vivía de la pesca y de transportar gente en su canoa. 16 En una ocasión, una familia le pidió que la llevara río abajo, hasta otro pueblo. Ese día, atormentado por una pena de amor, Arquímides decidió comprar una botella de aguardiente, que fue bebiendo con disimulo, y sin importarle que con ello ponía en peligro su vida y la de sus pasajeros. Cayó la noche mientras se escuchaban el zumbido del motor y el sonido del agua golpeando con suavidad la proa de la embarcación. Arquímides se puso parlanchín y empezó a hablar casi a gritos con sus pasajeros; pero cuando llegaron a uno de esos lugares en donde se ensancha el río, le pidieron con señas que se callara. Pero Arquímides, que ya estaba borracho, respondió levantando aún más la voz: —Yo no le tengo miedo a las mentiras de la gente… eso de los monstruos son puros embelecos, puros embustes. —Cuide la lengua, Arquímides, no vaya a ser que lo castigue. Y, además, permítanos disfrutar del silencio de la noche. El alcohol es mal consejero —le respondió una de las pasajeras.

 

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La mujer no había terminado de decir aquello cuando se apagó el motor. Arquímides se puso de pie para encenderlo mientras susurraba maldiciones y, en ese momento, sintieron que la canoa se sacudió y se escuchó que el lanchero cayó al río. —¡Ayyyyyyy! —gritó Arquímides desde el agua. El río se agitó alrededor de la canoa y se oyeron fuertes chapoteos, como si enormes y hambrientos animales estuvieran dándose un banquete justo debajo de la superficie del agua. Los pasajeros, espantados, no vieron al motorista por ningún lado y permanecieron en silencio: nadie quería ser la próxima víctima de los monstruos del Atrato. Tan súbitamente como inició, terminó el chapoteo alrededor de la canoa. Alguien prendió una linterna y pudieron ver cómo el sombrero de Arquímides se balanceaba flotando sobre el agua. —Arquímides, Arquímides —llamó en voz baja una pasajera sin obtener respuesta. Durante unos segundos reinaron el terror y el silencio, hasta que apareció la mano de Arquímides que se asomaba a la superficie.

 

Aunque se había criado en esas aguas y era un experto nadador, parecía incapaz de dar una brazada para salir a flote. Un valiente estiró su mano y lo agarró. Con dificultad lograron ayudarlo a subir de nuevo a la canoa. Lucía atontado y tenía la mirada perdida. En los músculos tensos de su rostro se reflejaba el miedo más atroz, su ropa estaba hecha jirones, destruida por completo, y en su piel se podían ver rasguños por todas partes. —Arquímides, ¿qué le pasó?, ¿qué fue eso? —le preguntaron impacientes, pero el motorista parecía no escuchar. Miraba a todos lados sin ver, respiraba con agitación… era como si quisiera escapar de aquella embarcación que quedó a la deriva durante varios minutos. Cuando el cauce del río recuperó su tamaño normal, uno de los pasajeros se armó de coraje, pasó por encima del barquero y encendió el motor, impaciente por llegar al pueblo. Al fin arribaron y se sintieron a salvo. Entonces le preguntaron: —¿Se siente bien, Arquímides?, ¿quiere que vayamos al hospital a que le revisen esas heridas? —pero el lanchero no dijo nada y los pasajeros se fueron sin respuesta. El hombre seguía con el miedo en los ojos y la mirada perdida. En silencio, Arquímides amarró la canoa en el puerto, sacó el motor y se lo llevó a su casa, donde se lavó las heridas y se encerró por varios días. Desde entonces no volvió a emborracharse, ni a navegar por las aguas del Atrato. Tampoco habla. Todos creen que vio algo tan terrible en el río que tiene miedo de mencionarlo. Sospechan que es el único que ha visto cara a cara a los monstruos del Atrato y ha vivido, aunque no para contarlo.

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