Fundación Secretos para contar | Los tesoros de María Centeno

Los tesoros de María Centeno

(Basado en una leyenda colombiana)

Hace 450 años nació, en Santa Fe de Antioquia, María de Zafra y Centeno, también conocida en algunos lugares como María Centeno, y en otros como María del Pardo. Fue una mujer rica y ambiciosa. Su riqueza se empezó a formar cuando recibió como herencia de su padre una mina de oro en Buriticá. Luego se casó y enviudó en cuatro ocasiones. La ambición de María Centeno parecía no tener límites: allí donde hubiera noticias de oro, aparecía ella. Llegaba con su recua de mulas y su ejército de esclavos, que se metían en los socavones a arrancarle las vetas de oro a la montaña, o a arañar las riberas de los ríos para encontrar el metal escondido entre las arenas y las piedras. Dicen que fundó Sabanalarga y construyó la iglesia en una noche, que se robó las campanas de la iglesia de San Carlos, que atravesó el Cauca volando sobre su mula, que su huella quedó estampada en varios lugares y que su mula negra dejó su herradura marcada para siempre en una quebrada. También dicen que encerró a una hija dentro de una piedra y que enterró muchos de sus tesoros en diferentes partes del territorio antioqueño. Abriaquí, dicen, tiene ese nombre porque María Centeno, para enterrar un cajón lleno de oro, le dijo a uno de sus esclavos: “Abrí un hoyo aquí”.

 

Dicen muchas cosas de María Centeno y aún hoy se habla de ella. A más de uno le brillan los ojos pensando en el oro que dejó escondido. Los viejos se espantan al mencionar ciertos lugares. Aseguran que hay encantamientos y que es mejor no arrimarse, si uno no quiere que le pase lo que le pasó a una muchacha que vivió hace no mucho entre las empinadas montañas de Antioquia. Esta es su historia: Desde muy pequeña, la muchacha escuchó fascinada los relatos que le contaban sus mayores sobre una mujer ambiciosa y cruel que se llamaba María Centeno.

 

—Por acá en esta cañada —le contaba su abuelo—, en ciertas épocas del año, dicen que se aparece un ternero de oro y quien lo siga puede encontrar la entrada a un tesoro escondido por la Centeno. La muchacha, que deseaba con todo su ser convertirse en una mujer rica y poderosa, esperó que llegara la época indicada (que es mejor no mencionar acá para no despertar codicias) y un día, al atardecer, se dirigió a la cañada y empezó a caminar por ella con un costal en la mano. No había pasado mucho tiempo cuando escuchó un susurro, un vientecillo le silbó en la oreja y un escalofrío le recorrió la espalda. Entonces fue cuando vio al ternero dorado saltando sobre las piedras. Con agilidad corrió tras él, pero el ternero no se dejaba alcanzar. Cuando al fin estuvo cerca, vio cómo el animal se metió a toda prisa por un túnel estrecho que había entre las piedras y que ella no había visto.

 

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Miró el túnel un momento, pensó en los tesoros que tanto había imaginado, se agachó y empezó a gatear túnel adentro. Se sumergió en una oscuridad profunda. Al cabo de unos minutos, algo empezó a brillar en la oscuridad. Era un destello muy suave, tenue. La muchacha se dirigió hacia él con determinación. Estaba asustada, le faltaba el aire, pero aquel reflejo la atraía. A medida que se acercaba, se fue haciendo más claro, hasta que vio el oro brillar por todas partes. Había copas, coronas, anillos, cadenas y monedas; pájaros dorados con plumas de plata; jaguares con manchas de platino; y una gran estatua de mujer, de oro macizo y con ojos de esmeraldas, que parecía cuidar todo aquel tesoro. La muchacha supo que esa estatua era María Centeno que, con sus ojos verdes, la seguía a donde ella se moviera.

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Perturbada por la mirada de la estatua, rápidamente echó en sus bolsillos lo que encontró. Luego llenó el costal de objetos preciosos y quiso devolverse. Al final del túnel se veía la salida, pero cuando la muchacha comenzó a arrastrarse, se dio cuenta de que los tesoros que llevaba no le permitían avanzar y una fuerza parecía aprisionarle los pies. Así que soltó el costal, pero ni aun así cabía. La luz de la salida se hacía cada vez más tenue hasta que ya no se vio. La muchacha comprendió que la puerta se había cerrado y gritó presa del pánico: —¡Ayudaaaa… alguien que me ayudeeee! —pero la única respuesta a su grito fue el eco burlón de sus palabras, que rebotaban contra los muros del túnel. Entonces retornó a la bóveda repleta de oro y miró con espanto la estatua de la Centeno, que parecía burlarse de ella con una sonrisa maligna. La muchacha estuvo largo tiempo llorando en la oscuridad hasta que vio el resplandor que indicaba que la puerta estaba abierta nuevamente. Entonces decidió despojarse de todo lo que había recogido y sacó los anillos y las cadenas que había guardado en los bolsillos. Se arrastró y logró llegar a la luz del sol. Respiró profundamente, feliz de haber vuelto a la superficie. Sin tener conciencia de lo que hacía, metió la mano en uno de sus bolsillos y encontró una moneda de oro, pero la volvió a guardar en él sin prestarle mucha atención. Se fue para su casa corriendo, sintiéndose afortunada por haber escapado con vida de aquella oscuridad sofocante y maligna que la había tenido atrapada. Cuando llegó, casi no reconoce su casa: “¿Pero qué pasó aquí?, ¿por qué mi casa está en ruinas y por qué hay malezas por todas partes?, ¿quién será esa señora que está sentada en el corredor?”, pensó la muchacha mientras miraba con asombro su hogar, que apenas reconocía. Había una vieja en una mecedora recibiendo el sol. Como no supo quién era, se acercó a ella despacio, con cautela. La vieja abrió los ojos y la muchacha dio un grito de espanto cuando reconoció a la anciana.

 

—Hija, volviste —le dijo—. Yo sabía que estabas viva y por eso te he esperado todos estos años. 31 —Mamá, ¿qué le pasó a usted?, ¿qué le pasó a la casa?, ¿dónde están todos? Poco a poco la muchacha se enteró de que habían pasado muchos años desde aquella tarde en que se topó con el tesoro de María Centeno. Sin que ella se percatara, su cuerpo se había transformado en el de una mujer mayor, su cabello estaba lleno de canas y muchos de sus conocidos o allegados habían muerto o se habían ido a vivir a otras partes. Solo su madre se había quedado allí, esperándola, convencida de que estaba viva y volvería a casa. ¿Y la moneda que la muchacha sacó de la cueva? La moneda ha pasado de mano en mano, junto con la historia, para prevenir a las almas ambiciosas y advertirles que por buscar tesoros pueden perder la mayor riqueza: el tiempo.

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