(Basado en una leyenda colombiana)
Mi abuelo cuenta que su bisabuelo le contó, que hace mucho tiempo, cuando todavía las carreteras eran caminos de herradura, los campesinos recorrían los montes con miedo de toparse con algún ser misterioso.
Él contaba que en un caserío vivían dos compadres llamados Juan y Pedro, que cada semana subían al bosque a buscar leña para hacer carbón. Juan amaba la naturaleza y prefería recoger las ramas secas del suelo para no hacerles daño a los árboles; mientras que a Pedro le encantaba tumbar el monte, aunque ya tuviera leña suficiente para sus labores.
Un día, Pedro se enfermó y no pudo salir de su casa. Y, aunque a Juan le daba miedo ir al monte sin compañía, pensó en su familia y decidió ir a buscar la leña de todos modos. Esa mañana en particular, le pareció que el ambiente estaba más agitado que de costumbre.
Con decisión, Juan empezó a caminar. Momentos después, divisó a lo lejos un guayacán amarillo que se erguía majestuoso sobre el dosel del bosque. Se dio cuenta de que nunca lo había visto y sintió una fuerza extraña que lo atraía al árbol.
Entonces, se encaminó hacia él y vio una bandada de loros que volaba sobre la copa del guayacán. De un momento a otro, un ventarrón helado se le vino encima a Juan y sus manos y piernas se entumecieron. Volvió a mirar hacia el guayacán y le pareció ver que el árbol estaba caminando.
—¡No es posible, los árboles no caminan! Debo estar alucinando —pensó Juan entre asustado y maravillado.
Se frotó los ojos creyendo que era un espejismo, pero cuando los abrió, vio al árbol marchando directo hacia él.
El pobre Juan no sabía qué hacer. Quería huir, pero también quería ver. Sus piernas no le respondían. En cuestión de segundos el árbol estaba parado frente a él. El guayacán miró a Juan y le dijo con voz ronca:
—Hombre, ¿tienes tabaco?
—¿Ta… ta… tabaco? —alcanzó a responder Juan.
—¡Necesito tabaco! —gritó el árbol.
Juan asintió. Sacó su atado del bolsillo y se lo entregó temblando, sin pronunciar palabra. El árbol agarró el tabaco con una de sus ramas, sonrió, y se fue caminando pesadamente, seguido por cientos de loros.
Juan tardó más de una hora en salir de su asombro. Dudaba de su cordura y revisó una y otra vez el interior de sus bolsillos para comprobar que ya no tenía tabaco. Cuando caía la tarde, recordó que necesitaba leña para el carbón, así que reanudó su tarea.
Esa tarde, para su sorpresa, encontró los mejores troncos de madera regados por el suelo del bosque. Los había de los más finos árboles, y parecían haber sido cortados con sierra. Juan cargó todo lo que pudo y, contento, emprendió el camino de regreso a casa.
Cuando llegó al caserío se encontró con su compadre Pedro, quien al verlo con tan buena leña, le dijo:
—¡Eso amigo! ¡Hasta que por fin entendió que era mejor cortar árboles que andar por ahí recogiendo palos secos! Esa leña está buenísima, ¿en dónde la cortó?
Al principio Juan tenía dudas acerca de relatar lo que había pasado, pero su compadre fue tan insistente que terminó contándole absolutamente todo. Incluso le dijo:
—Compadre, yo creo que ese era el Hojarasquín del Monte, pero vaya uno a saber…
Pedro gritó emocionado:
—¡Ajáaa! ¿Así que al Hojarasquín le gusta la hoja de tabaco y a cambio deja esa madera tan buena? Ya sé qué voy a hacer. Voy a llevarle del mejor tabaco. ¡Ay compadre, a mí como que me van a dar más leña que a usted!
Al día siguiente, Pedro se levantó antes del amanecer para ir al monte. Agarró su mochila, metió en ella un gran atado de buen tabaco y se dirigió al lugar que Juan le había indicado. Al llegar allí, el árbol estaba inmóvil. Los loros gritaban y revoloteaban en su copa y muchas flores amarillas caían lentamente, parecían flotar.
Como el Hojarasquín no reaccionaba con su presencia, Pedro quiso aprovechar para cortar un árbol que estaba cerca. No acababa de dar el primer hachazo, cuando la enorme figura se despertó, abrió los ojos y, dando un alarido, lo agarró del cuello con una de sus ramas.
Apenas sintió esas garras de palo, Pedro se estremeció. Al contacto con el Hojarasquín, sus huesos comenzaron a convertirse en madera y su sangre se volvió clara como la savia. Poco a poco, la piel del hombre se fue cubriendo de algo rígido y agrietado, como corteza de árbol. Sintió cómo sus pies se volvieron raíces, y luego cómo sus piernas se fusionaron en un solo tronco. Los dedos de sus manos comenzaron a estirarse, y sus brazos a engrosarse, hasta convertirse en un extraño árbol con el gesto de una persona que intenta huir. Había quedado condenado a permanecer para siempre en un solo sitio.