Este cuento nos habla de la importancia de estar atentos a los comportamientos de nuestros hijos, de brindarles cariño y generar lazos de confianza para poder detectar señales que nos ayuden a prevenir sucesos desafortunados. También nos habla de la solidaridad y de cómo todos podemos aportar al cuidado de las personas más cercanas a nosotros.
Amparito vendía bolis en su casa, que quedaba al frente de la escuela de la vereda. Sus clientes eran los niños de primaria, que se arrimaban a pedir “uno de maracuyá” o “uno de limón” mientras estiraban sus manos pequeñas y sucias después de jugar fútbol y le entregaban una moneda. También acudían a su ventana los muchachos y muchachas del bachillerato rural, que le compraban bombones, paquetes de mecato, refrescos o alguna hebilla o chulito para el pelo. Amparito los conocía a todos, e incluso a sus familias, porque la vereda no era muy grande y porque ella siempre había vivido allí.
Le decían Amparito porque era muy bajita. No estaba joven, pero tampoco vieja. Era una señora madura, que se pasaba los días atendiendo por su ventana a los estudiantes y hablando con los padres y madres de familia que pasaban a recoger a sus hijos en las tardes o los dejaban en la escuela en la mañana. Mantenía muy buenas relaciones con todas las personas de la comunidad, quienes le tenían mucho cariño y confianza. A raíz de esto, en algunas ocasiones se podía ver a los profesores sentados en su tienda, conversando con ella sobre el comportamiento de este o aquel estudiante que les daba problemas en el aula. Con mucha prudencia para no parecer chismosa, ella les explicaba las situaciones particulares de algunas familias, lo que permitía a los docentes entender desde otro punto de vista el comportamiento de los estudiantes y reflexionar sobre su proceder como maestros. Llevaba tantos años con su pequeña tienda que había visto pasar por allí a varios profesores de primaria y bachillerato y a varias generaciones de estudiantes.
Aquí hay gato encerrado
Un día cualquiera, Juana se sentó al lado de su ventana después de que terminaron la jornada los niños de primaria. Amparito no le vio nada de raro a eso, porque Juana todos los días se sentaba a esperar a su primo, que estaba en el bachillerato y que salía de estudiar un poco más tarde. Se iban siempre juntos para la casa, que quedaba a media hora de camino de la escuela, atravesando potreros, bosques y quebradas. El primo vivía en la casa de los padres de Juana desde hacía algún tiempo, después de haber estado en varios hogares de paso e internados. Había perdido a su familia en tiempos de violencia y los padres de Juana le habían ofrecido posada.
Pero algo sí le pareció extraño a Amparito: a pesar de que Juana tenía ya diez años y era una niña muy alegre y cordial, al sentarse no saludó y se quedó mirando a lo lejos, como perdida en sus pensamientos. De pronto se llevó la mano a la boca y empezó a chupar dedo. Amparito la conocía desde que era un bebé y hacía mucho tiempo no la veía hacer eso. Le dijo:
—Juanita, ¿y usted por qué está chupando dedo como un bebé?
Juana pareció regresar de un lugar lejano, allá en su pensamiento. Miró a Amparito y, mostrando en el rostro un enojo que la tendera no le conocía, le gritó:
—¡A usted qué le importa! Déjeme en paz.
Enseguida se paró, caminó hacia la escuela y se sentó a esperar a su primo, recostada contra un muro. Volvió a clavar sus ojos en la lejanía, perdida en sus pensamientos. En ese momento, Amparito se percató de que desde una ventana de la escuela también la estaba mirando la maestra de Juana y entendió que ella había visto la escena.
Amparito estuvo un rato vendiendo bolis y dulces a los niños de primaria que aún no habían emprendido el camino hacia sus casas. Cada tanto le echaba una mirada a Juana, y siempre la vio en la misma posición, con la mirada perdida en el horizonte y chupándose el dedo pulgar. Le extrañó mucho que Juana no estuviera jugando con las compañeras con las que siempre jugaba mientras esperaba a su primo, que no les hablara y que ni siquiera las mirara.
Por fin las clases del bachillerato terminaron y el profesor encendió su moto y se fue para el pueblo. El primo salió y llamó a Juana para emprender el camino a casa. Ella se puso de pie sin mirarlo. Intercambiaron un par de palabras que Amparito no alcanzó a escuchar y empezaron a caminar en la dirección en que siempre lo hacían. Había algo diferente. Ellos normalmente caminaban juntos, conversando y riendo, pero no esta vez: el primo emprendió el camino y Juana lo siguió, un par de metros atrás, tratando de estar lejos de él, con los ojos clavados en el suelo.
La escena se repitió durante los días siguientes y Amparito empezó a pensar que algo malo había sucedido. En tanto tiempo que llevaba con su tienda al frente de la escuela había visto comportamientos similares y siempre habían sido señal de que algo muy grave había pasado.
Mirando con lupa
La maestra también comenzó a preocuparse porque algo no andaba bien con Juana. De un día para otro la niña dejó de participar en clase y de hacer las tareas. Sus dibujos se llenaron de tristeza y de personajes oscuros, cuando antes estaban repletos de flores, pájaros y vida. Algo en la forma de relacionarse con los otros había aparecido: cierta altanería, mezclada con tristeza y a la vez desinterés. Respondía con tres piedras en la mano a la menor confrontación, rompía en llanto con frecuencia en los pocos juegos que se animaba a jugar con los otros niños. Ante tantos signos alarmantes, la maestra intentó hablar con Juana, indagar qué le pasaba, pero la niña se tornó evasiva, parecía esconder algo, pero al mismo tiempo querer decirlo y tener miedo de hacerlo.
Entonces la maestra citó a Azucena, la madre de Juana, a una reunión en la escuela. Dejó a los niños algunos quehaceres y se sentó con ella en una banca retirada donde no las escucharan. Allí le contó todos los cambios que estaba percibiendo en su hija. Pero Azucena no supo qué decirle porque todo en la casa había estado relativamente normal. La verdad es que ella sí había notado a Juana un poco rara y le había preguntado qué le pasaba, pero la niña le había dicho que había peleado con los amiguitos de la escuela, así que Azucena no le había prestado mucha atención al asunto, y había pensado que seguro eran cambios debidos a la edad, por lo que continuó tranquila con sus ocupaciones.
La maestra le dijo a Azucena que Juana no había tenido ningún tipo de confrontación inusual en la escuela y que el cambio había sido repentino. Los otros niños también estaban extrañados por su forma de actuar. La maestra le pidió a Azucena que intentara averiguar qué le pasaba a Juana, porque a ella le parecía muy preocupante su comportamiento y las veces que había observado en otros niños cambios repentinos tan drásticos, siempre habían sido a causa de situaciones muy delicadas, que comprometían su integridad.
Sin saber cómo tomar las palabras de la profesora, al terminar la reunión, Azucena se acercó a la ventana de Amparito mientras pensaba que hacía muchos días no hablaba con su hija y que, por estar trabajando tanto en la casa y los cultivos, no le había prestado la suficiente atención. Consideró que había descuidado mucho a Juana y sintió remordimiento.
Pidió un refresco y empezó a conversar con la tendera, como siempre lo había hecho. Le preguntó por sus hijos, por su esposo y por su padre. Se notaba inquieta. Amparito le preguntó:
—¿Y qué la trajo por aquí, Azucena?
—La profesora me mandó a llamar para hablar conmigo de Juana, que anda rara —contestó.
—Y con toda razón, Azucena —replicó Amparito.
—¿Por qué lo dice, Amparito?
—Pues porque la niña ha estado muy cambiada últimamente. No saluda, ella como había sido siempre de formal. También se enoja y responde feo. Ella que ha sido tan amable y alegre.
Azucena se quedó pensando y, como hablando sola, dijo en voz baja:
—¿Qué será lo que le pasa a la niña?
—Azucena, permítame la indiscreción: ¿ese primo de ella cómo se comporta?, ¿cómo se la lleva con ella? —preguntó Amparito.
—Él es muy colaborador en la finca y nos ayuda con muchas cosas. Lleva casi un año con nosotros. Este año termina el bachillerato y va a cumplir diecinueve años. Yo veo que ellos se la llevan bien, aunque él es muy callado en la casa.
—¿Y usted no ha notado nada raro en Juana en estos días?
—Yo sí me he dado cuenta de que, todos los días, aplaza la ida a dormir hasta que ya nosotros también nos vamos a acostar.
—¿Y ella duerme sola? —preguntó Amparito.
—El primo tiene una cama en esa pieza y duerme ahí —contestó Azucena.
—¿Sabe qué, Azucena?… yo le tengo el ojo puesto a ese muchacho. Para mí que ahí hay gato encerrado. Hace días que se comportan diferente. Es como si la niña le tuviera miedo a él —dijo Amparito con aire de preocupación. Y remató—: casos se han visto, Azucena, casos se han visto. Hay que estar pendiente. En todos estos años he visto muchas cosas y esto huele mal.
Camino a casa
Azucena decidió esperar a que se terminara la jornada escolar para irse con Juana, mientras Amparito le contaba lo que había visto en los últimos días y cómo había percibido una tensión inusual entre Juana y su primo.
Al fin llegó la hora de la salida. Juana se alegró mucho de que su mamá la esperara.
—Deberías venir todos los días por mí —le dijo la niña cuando emprendieron el camino a casa.
—A mí me gustaría, hija, pero no puedo —le dijo Azucena—. Yo siempre tengo mucho qué hacer. Además, ahí está su primo para que la acompañe.
A Juana se le borró la sonrisa del rostro, pero no dijo nada. Azucena notó el cambio y recordó las palabras de Amparito. Entonces empezó a preguntarle cómo le iba últimamente con él. Juana se limitó a dar respuestas cortas, evasivas. Azucena se esforzó aún más, le preguntó si era buena compañía en el camino, si la trataba bien, si le molestaba que durmiera en su habitación, y le dijo varias veces que hablara con tranquilidad, pues era su madre y siempre podía contar con ella. Insistió en que si algo estaba mal con el primo, le debía contar porque ella siempre estaría allí para protegerla y ayudarla, hasta el último día de su vida.
En ese momento estaban llegando a la quebrada que debían pasar. Juana se detuvo, mirando fijamente hacia la cima de una pequeña colina, al otro lado de la quebrada.
—¿Qué pasó, hija? —preguntó Azucena, alarmada por la actitud de la niña.
—Él me dijo que no le podía contar a nadie —respondió Juana con voz débil, casi un susurro que se confundía con el sonido de la quebrada.
—¿Quién le dijo?, ¿qué es lo que no me puede contar?
—Él me dijo que si contaba me iba a… a… —entonces la niña rompió en llanto. Su madre se le acercó, la abrazó y se sentó con ella en el pasto a conversar.
La verdad sale a la luz
Azucena llegó corriendo a la casa, con la niña tomada de la mano, llamando a gritos a su esposo:
—Urieeeel… Urieeeeel.
Uriel salió de entre los cultivos, alarmado por los gritos de su esposa. Juana lloraba sin poder contenerse. Azucena también. Cuando logró calmarse le dijo a Uriel, sin preámbulos:
—Está abusando de la niña. El sinvergüenza ese se está aprovechando de nuestra hospitalidad y confianza y está abusando de la niña.
El esposo de Azucena se quedó de una pieza. Pidió explicaciones y Azucena le contó todo lo que Juana le había dicho: que en el camino a la escuela el primo la había obligado a hacer cosas, escondidos en unos matorrales, debajo del palo de mangos que queda arriba del cruce de la quebrada. La había amenazado si contaba. También le contó de las advertencias que le había hecho Amparito y de la reunión que tuvo con la maestra y todo lo que ella le dijo. Uriel se enfureció. Mandó su mano al cinto, donde tenía el machete y, con el rostro enrojecido, exclamó:
—Ahora va a ver lo que le espera a ese mugroso por meterse con mi niña.
Azucena, al ver la furia que tenía, lo detuvo. No quería que su esposo hiciera algo de lo cual después pudiera arrepentirse, y le dijo:
—No empeoremos el problema. Usted no le va a hacer nada a ese muchacho. Mejor lleve a Juana al pueblo. Hay que poner una denuncia. Yo me encargo de él: que sepa que sabemos todo y que se prepare porque lo vamos a denunciar.
El esposo reflexionó y se dio cuenta de que Azucena tenía razón. Si le hacía algo al muchacho podía ir él a la cárcel y dejaría sola a su familia. Era mejor que la justicia se encargara de eso. Así que se fue con Juana para el pueblo y puso una denuncia contra su sobrino en la Inspección de Policía. Todo el resto de la tarde y parte de la noche estuvo haciendo el trámite y llevando a Juana a que le realizaran diversos exámenes médicos.
Mientras tanto, Azucena se paró en la puerta de la casa. Cuando vio aparecer al muchacho, que subía tranquilamente por el camino, le gritó:
—No vaya a poner un pie en esta casa. ¡Se va! Ya sabemos lo que le hizo a la niña.
Sin chistar, el muchacho emprendió carrera y se internó en el bosque, abriéndose paso entre los matorrales.
Nuevo comienzo
El asunto se manejó abiertamente en la vereda y se discutió en la Junta de Acción Comunal. Los padres de Juana, aunque querían que no sufriera más, pensaban que lo que le había sucedido a su hija no le debía suceder a nadie y les contaron a todos los adultos sobre los signos de alerta para que estuvieran pendientes de sus hijos. Estos, a su vez, hablaron con los menores y les pidieron que si algo sucedía, tenían que confiar en los mayores para que pudieran ayudarles.
Desde entonces, Azucena acompañaba a Juana todos los días a la escuela y la recogía en las tardes. En casa le prodigaron mucho amor y comprensión. Cuando Azucena no podía, Uriel la acompañaba al pueblo a las citas con la psicóloga que le ayudó a superar aquel horroroso acontecimiento.
Aunque le tomó tiempo, poco a poco Juana fue recuperando la alegría y volviendo a ser una buena estudiante. Como sus compañeritos supieron lo que le había pasado, la apoyaron mucho y le brindaron todo su cariño.
Amparito, desde su ventana, la vio crecer feliz, sobreponiéndose a la adversidad y nunca dejó de sentir un fresquito por haber notado lo que estaba pasando y poner al tanto de esto a Azucena.
El primo fue a parar a la cárcel, sin derecho a rebaja de penas, por lo que pasó muchos años encerrado. Uriel y Azucena pensaban con frecuencia en aquel joven que arruinó su vida por un mal proceder y no podían evitar sentir cierta conmiseración por sus desgracias.
(Ilustraciones: Ana María López)