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Café entre amigos

Café entre amigos

Este cuento trata sobre el valor de la amistad, y sobre la importancia de reconocer en un problema los diferentes puntos de vista y los intereses de cada uno.

 

En un pueblo empotrado sobre montañas escarpadas y fértiles, vivían tres amigos llamados Carlos, Gabriel y Antonio. Habían estudiado juntos en el colegio y desde entonces eran inseparables. Les gustaba sentarse a tomar tinto en el parque del pueblo y ver cómo pasaban las nubes por el cielo y la gente por las calles, mientras conversaban de los tiempos idos y los por venir.

Cierto día, mientras una brisa suave les acariciaba los rostros y les enfriaba los tintos, animados por los buenos precios del café y por las ansias de un mejor futuro para los suyos, decidieron asociarse y sembrar un cafetal. El negocio que se plantearon fue el siguiente:

Carlos aportaría tres hectáreas de tierra de su finca de ganado lechero. Gabriel, que tenía una panadería en el parque principal, contribuiría con dinero contante y sonante para construir el beneficiadero y comprar los insumos esenciales para empezar. También, en calidad de préstamo, pagaría los jornales necesarios para realizar la siembra de las plantas. Y Antonio sería el encargado de elaborar los abonos, cuidar los cultivos y aportaría sus manos acostumbradas al trabajo duro del campo y su conocimiento, adquirido durante muchos años, sobre el cultivo orgánico del café. Con el dinero de las ventas se le pagaría a Gabriel lo invertido en jornales. Las ganancias obtenidas se dividirían entre los tres por partes iguales, pues habían calculado que el valor de lo que cada uno aportaba en un año era equivalente.

Por sugerencia de Antonio, que era el más entendido en temas cafeteros, escogieron un lote de tres hectáreas de la finca de Carlos, en el que había nogales y guamos que servirían de sombrío. Contrataron algunos trabajadores y, con mucho empeño y dedicación, sembraron quince mil palos de café. Luego construyeron el beneficiadero y se dedicaron a esperar la primera cosecha.

Casi un año después, las nacientes flores de los cafetales los llenaron de alegría. Después vinieron los frutos, que de verde fueron pasando a rojo esperanza. Con presteza consiguieron un puñado de trabajadores que se dedicaron a recoger los granos maduros bajo la lluvia y el sol. Y aunque la primera cosecha no fue muy grande y los precios del café ya no estaban tan altos, tras pagar a los jornaleros lograron quedar con una considerable suma de dinero. En este punto comenzó el problema entre los tres amigos, pues cada uno empezó a hacer sus cuentas.

 

Surge la discordia

A Carlos le pareció que por año y medio que se había demorado la primera cosecha, y por tres hectáreas, era muy poco el dinero que iba a recibir a cambio de la tierra. Gabriel pensó que, dada su inversión, prácticamente no tenía ganancias y más si tenía que pagar los insumos necesarios para mantener el cafetal saludable y productivo; y Antonio hizo cuentas de cuánto tiempo, esfuerzo y saber había invertido y se percató de que su trabajo no resultaba bien remunerado.

Como era habitual, estaban en el parque del pueblo, tomando tinto. Empezaron a conversar calmadamente sobre sus preocupaciones, sobre la poca rentabilidad, cada uno explicando lo mejor que podía su punto de vista, pero ese diálogo de amigos duró poco y el volumen de las voces comenzó a subir. Los tres estaban insatisfechos y querían algo más de dinero en la repartición. Aparecieron las palabras agrias y soeces, surgieron las acusaciones. Se tildaron los unos a los otros de aprovechados, ventajosos, usureros y hasta de malos amigos. Aquella discusión llegó a un punto tan tenso que, como si se hubieran puesto de acuerdo, los tres se pararon al tiempo y se fueron a paso rápido y firme, llenos de enojo. Don Tulio, el señor de la tienda, se quedó sobándose el bigote mientras los veía irse, cada uno por su lado, preguntándose quién le iba a pagar los tintos y rogando al cielo que esa gran amistad no se fuera a dañar por temas de plata.

Cada uno se fue a su casa y se acostó temprano. Ninguno pudo conciliar el sueño hasta bien entrada la noche y todos dieron muchas vueltas en la cama mientras pensaban por qué tenían la razón en todo aquel embrollo.

Al día siguiente, por la tarde, movidos por su viejo hábito, y como si no hubiera nada más para hacer en aquel pueblo apacible, llegaron los tres a la tienda de don Tulio. Se lanzaron miradas cargadas de enojo y resentimiento y se sentaron en mesas diferentes. Pidieron sus tintos y los fueron sorbiendo en silencio, sin dirigirse la palabra y evitando encontrarse con la mirada de los otros. Luego se fueron para sus casas, en silencio y después de pagar el tinto de ese día y el del día anterior, que don Tulio les cobró.

 

Todo depende del cristal con que se mire

Al otro día despertaron temprano, unos con los cantos de los gallos, otro con las campanas de la iglesia. Carlos ensilló el caballo y salió rumbo al pueblo mientras el alba se insinuaba detrás de las montañas y el sol todavía no se animaba a asomarse. Entrando al pueblo dejó su caballo donde un amigo que se lo cuidaba y se encaminó hacia la panadería de Gabriel, que abría temprano. Se sorprendió un poco al encontrar allí mismo a Antonio y se sentó en su mesa, sonriendo tímidamente. Desde el mostrador y con una sonrisa apenas dibujada en su boca, Gabriel les hizo una seña a ambos para que lo esperaran un momento. Cuando se desocupó, sirvió tres tintos y se sentó con ellos en la mesa.

—Tenemos que hablar, muchachos —dijo Gabriel, el panadero, mientras ponía los tintos en la mesa. Sus dos amigos asintieron con la cabeza, dando a entender que así era, pero ninguno dijo nada. Parecían estar avergonzados por lo sucedido en los últimos días. Se tomaron varios sorbos de tinto, mirando hacia la plaza del pueblo, contemplando un amanecer radiante y escuchando los trinos de los pájaros.

—Si me permiten, yo quiero empezar —dijo Antonio y los otros le hicieron señas para que procediera—. Ustedes saben que yo nunca he tenido ni plata, ni tierra. Me he pasado la vida trabajando en las fincas de otros y la única herencia que me dejaron mis papás cuando murieron fue la verraquera y el empuje para el trabajo. A eso yo le sumé curiosidad y con los años he aprendido muchas cosas del cultivo del café. Desde que estamos en este negocio he tenido que trabajar muchísimo: he cuidado el cafetal durante año y medio, le metí el hombro a la siembra, a la preparación de abonos con los insumos que compró Gabriel, a la recolección de la cosecha y ayudé con la construcción del beneficiadero. Además de eso, he tenido que jornalear en la finca de los Arango para poder comprar la comida para mi familia y para mí. Debo plata en varias tiendas y estoy atrasado en el pago del arriendo de mi casa.

—Eso lo comprendo bien, Toño —dijo Gabriel—. Pero permítame yo le explico mi caso. Para embarcarme en este negocio y poner mi parte, yo saqué los ahorritos que tenía y me quedé sin un peso guardado. Reconozco que de la panadería yo tengo ganancias y con eso he podido vivir con relativa normalidad, pero ha habido días en que no tengo para comprar los ingredientes o que a duras penas puedo pagarle a la muchacha que me atiende el mostrador. Además, ustedes saben que yo vivo con mi tía, que está muy viejita y enferma, y he tenido más gastos de lo normal porque la he llevado varias veces a unas citas médicas en la ciudad y le han recetado medicamentos costosos.

—Ay, Gabo. Es que como dicen por ahí, cada cabeza es un mundo —intervino Carlos—. Yo puedo comprender la situación de ambos, pero a mí también me pasan cosas. Hasta ahora no he recibido nada por esas tres hectáreas que estamos utilizando para el cafetal y esas son de las mejores tierras que tengo. El negocio ha estado duro: se me han enfermado varias vacas y la producción ha estado mala. Además he tenido dificultades para vender la leche. Necesito ingresos para comprar unas terneras bien buenas y sostener el negocio, porque si no me quiebro.

Los tres se quedaron pensativos mirando a los parroquianos salir de la misa de seis. Cada uno pensaba en los inconvenientes y necesidades de los otros y se daba cuenta de que el embrollo no era tan fácil de resolver de una manera en la que todos quedaran satisfechos. Después de un largo silencio apenas turbado por el rumor de las personas que conversaban a su alrededor, Antonio dijo:

—Muchachos, tenemos que ser realistas. ¿Quién dijo que el café era un negocio fácil? Empezar es muy difícil porque hay muchos gastos, pero varios de esos gastos después no son necesarios. El año entrante nos toca la traviesa entre marzo y mayo y la cosecha entre septiembre y noviembre y vamos a recoger mucho más café. Además, la primera cosecha es pequeña y, de ahí para adelante, los arbolitos dan más y mejor, y con la pulpa y los deshierbes podemos hacer abonos y ahorrarnos plata. Hay que aguantar como mejor se pueda y les aseguro que el año entrante nos va a ir bien.

—En eso tiene razón Toño —intervino Gabriel—. Yo el año entrante no voy a tener que sacar plata para comprar el almácigo, ni para construir el beneficiadero. Solo tendré que poner algunos insumos. Tampoco vamos a necesitar pagar jornales para hacer las siembras, únicamente para recoger la cosecha.

—Yo también he estado pensando algo —dijo Carlos— y es que aunque considero que voy a recibir poco por las tres hectáreas, tengo que ser consciente de que mi tierra ahora vale más por tener ese cafetal sembrado y, además, por tener el beneficiadero. Eso no es plata que a mí me entre, pero sin lugar a dudas es una ganancia para mí.

 

Al pan, pan y al vino, vino

Los tres se quedaron pensando un rato, mirándose entre sí. Antonio tenía una expresión seria en el rostro. Le preguntaron qué pasaba:

—Sencillo, muchachos —les dijo con tono calmado—. Gabo, vos en el futuro ya no vas a tener que poner tanto capital y vas a recibir una tercera parte de las ganancias; Caliche, ahora tu tierra vale más y, sin tener que hacer nada, vas a recibir tu tercera parte. A mí, en cambio, el trabajo no se me disminuye porque tengo que seguir abonando el cultivo con regularidad y aplicando purines para combatir insectos y hongos. Yo tengo que estar ahí, día a día, pendiente de todo, analizando, consultando, investigando para mejorar la productividad. Yo sé que sin tierra y sin capital no hubiéramos podido hacer nada, pero sin el saber que yo he puesto al servicio de este negocio y sin el cuidado que le he brindado al sembrado, pues tampoco.

Los otros dos se miraron un momento y Gabriel habló:

—La verdad, Toño, yo no lo había mirado de esa manera, y lo entiendo. Siendo así la cosa, yo estaría dispuesto a ceder una parte de mi ganancia para que a usted se le retribuyan todos los esfuerzos diarios.

—Ahora que lo conversamos —dijo Carlos—, yo también estaría dispuesto a cederle algo de mi ganancia a Toño, para que el cafetal sea productivo y el negocio nos resulte bueno. Yo reconozco que de café orgánico sé poco y se necesita un conocedor y un buen trabajador para que funcione.

Gabriel tomó un papel del mostrador de la panadería y, con un lápiz, dibujó un círculo que dividió en diez partes. Luego se lo mostró a Antonio y a Carlos, y dijo:

—¿Qué tal si dividimos toda la ganancia en diez partes y cuatro partes se le dan a Toño, para hacer más justo el valor del trabajo y del conocimiento? Caliche y yo nos quedamos con tres partes cada uno y así completamos las diez.

Carlos estuvo de acuerdo.

Conmovido por la actitud de sus socios, a Antonio se le chocolatearon los ojos. Se levantó y abrazó a sus amigos de toda la vida, que también se sintieron conmovidos y se alegraron profundamente por haber encontrado una solución justa para todos.

—El año entrante nos va a ir mucho mejor —dijo Antonio—. Se los garantizo. Yo me comprometo a hacer todo lo necesario para que certifiquemos este café como orgánico y podamos obtener mejor precio por cada carga.

Los otros celebraron sus palabras. Las risas y las bromas volvieron a la mesa de los tres amigos.

—Muchachos, pero esta situación no se puede repetir —dijo Carlos—. Necesitamos dejar algo por escrito, en donde quede constancia de lo que acordamos aquí hoy, para que en el futuro no nos enemistemos. Cometimos el error de no hacer bien las cuentas desde el principio y de no dejar los compromisos por escrito.

A los otros dos les pareció una buena idea y decidieron redactar un acuerdo entre los tres. Con mucha calma, durante el resto de la mañana, estuvieron escribiendo el acuerdo, con porcentajes, funciones y responsabilidades de cada uno. Firmaron el documento en señal de aceptación y se dedicaron a tomar tinto y a hablar de los tiempos idos y de los por venir, mientras el sol del mediodía bañaba los cafetales que parecían extender sus ramas y estremecerse de alegría.

 

(Ilustraciones: Ana María López)

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