Este cuento pone en evidencia que las emociones pueden ser el mayor obstáculo para solucionar un problema si no sabemos manejarlas.
Todos los jueves, Beatriz se arreglaba juiciosamente y bajaba desde su vereda hasta la plaza de mercado del pueblo, donde compraba un bulto de mazorcas de maíz blanco. Luego lo llevaba en el camión de escalera hasta su casa, lo desgranaba y lo ponía a remojar. El viernes cocinaba el maíz y se pasaba toda la tarde moliéndolo. El sábado temprano visitaba a un vecino que tenía vacas, le compraba queso y mantequilla, y después del medio día bajaba al pueblo con todo. Sacaba su asador de carbón y se instalaba en una esquina del parque, al lado de la iglesia, a vender arepas con queso. La clientela abundaba sábados y domingos, sobre todo al final de la tarde.
Un sábado, mientras hacía rodar su asador hacia la esquina en donde había vendido arepas durante los últimos cinco años con permiso de la alcaldía, Beatriz se percató de que una mujer que nunca había visto estaba prendiendo un asador en la otra esquina de la iglesia. No le preguntó nada, pero una idea punzante le pasó por la cabeza: “¿Será que también va a vender arepas?”, sin embargo, se tranquilizó pensando que la otra iba a vender algo diferente y que por eso le habían dado permiso, porque no a todos se lo daban.
Con el correr de las horas, los temores de Beatriz se hicieron realidad cuando un niño le contó que la otra mujer estaba vendiendo arepas iguales a las de ella y un poco más baratas. La clientela había estado escasa porque, ante la novedad, los antojados habían ido a probar las arepas de la nueva vendedora. El domingo se repitió la historia y Beatriz, triste y preocupada, se fue para su casa con la mitad de la masa que había llevado para vender.
Esa semana, uno de sus vecinos le comentó a Beatriz que él le había comprado a la nueva vendedora y que ella, que se llamaba Sandra, decía que Beatriz no cumplía con las normas de higiene, y que eso mismo se lo había dicho a varios clientes mientras esperaban sus pedidos.
Beatriz se puso colorada de la furia y se fue para su casa pensando en cómo cerrarle la boca a su competidora. El jueves madrugó más de lo normal y bajó al pueblo, compró delantal nuevo, gorro para el pelo y unos guantes para manipular el dinero. Cuando fue a la plaza a comprar el maíz, se dio cuenta de una situación que le pareció afortunada: en toda la plaza había escasez de maíz y solo en un puesto había dos bultos de mazorca. Sin dudarlo llegó a un acuerdo con el dueño del puesto, compró ambos bultos y se fue para su casa. Su idea no era gastarse los dos, sino dejar a su competidora sin materia prima para el fin de semana.
Cuando el sábado sacó su asador y se dirigió a la esquina de siempre, se percató de que la competencia no estaba. Prendió el fuego, siempre pendiente de la otra esquina, pero la tal Sandra no apareció. Enfundada en su nuevo delantal, con el cabello cubierto por el gorro, el guante para manipular dinero y con las uñas bien arregladas, Beatriz vendió arepas a toda máquina. Estaba contentísima pensando que se había quitado el problema de encima.
Se desata una tormenta
El domingo, cuando Beatriz llegó a la esquina habitual carreteando su asador, se encontró con un arrume de bolsas de basura en donde ella se ubicaba. El olor era insoportable. Le pareció que, con toda seguridad, era un sabotaje de Sandra para que no pudiera trabajar. Pensó en mover las bolsas de basura, pero no sabía para dónde, porque el carro que las recogía había pasado el día anterior. Así que arrastró su carrito hasta la esquina opuesta, al otro lado de la iglesia, donde encontró a Sandra echándole carbón al asador. Sin mediar palabra se instaló a su lado, mientras la otra la miraba sorprendida y enojada. Los dos asadores soltaron sendas humaredas que se fueron trenzando, como en una batalla, en su camino hacia un cielo encapotado.
Los problemas empezaron cuando llegaron los primeros clientes, pues al estar los dos puestos juntos, muchos dudaban si pedirle a Beatriz o a Sandra. Ambas, ansiosas por atraer clientela, empezaron a ofrecer sus arepas a precios cada vez más bajos. También decían cosas malas sobre la calidad del producto que ofrecía la otra y ponían en tela de juicio las condiciones de higiene o las cualidades morales de la vendedora rival. Desde los dos puestos comenzaron a salir disparadas palabras vulgares como dardos envenenados y no fueron pocos los clientes que, al ver tan desagradable confrontación, prefirieron no comprar arepas, a pesar de los precios bajos, y se fueron a buscar empanadas o pasteles.
Llegó la hora de cerrar y tanto Beatriz como Sandra comprobaron que les había quedado mucha masa hecha y que los bolsillos estaban casi vacíos. Sin parar de refunfuñar, recogieron todo y se fueron.
Beatriz hizo cuentas y se percató de que la guerra que entabló con Sandra por los precios le había dejado pérdidas. Sandra también se fue triste para la pieza que alquilaba en una casa de familia y donde vivía con su hijita de dos años. Se preguntaba si había sido buena idea venirse de su vereda, buscando mejores oportunidades, a ese pueblo donde parecía no haber espacio para ella y su hija. Ambas mujeres derramaron aquella noche gruesos lagrimones, unidas, sin saberlo, por un sentimiento de zozobra y de temor por el futuro. Trataron de imaginar opciones para conseguir el sustento, pero ninguna idea salvadora llegó para aliviarles la angustia.
Una calma chicha
Durante la siguiente semana Beatriz y Sandra se encontraron un par de veces en el pueblo. En ninguna de las dos ocasiones se saludaron o se hablaron, pero dejaron notar en sus rostros el desagrado que sentían la una por la otra. Cuando llegó el sábado, Beatriz se acomodó en su esquina antes de lo acostumbrado pensando que al que madruga Dios le ayuda, pero pronto sus ilusiones se vinieron al suelo cuando vio a Sandra arrastrando su asador y acomodándose a su lado. Muy molesta le preguntó qué hacía allí, a lo que Sandra contestó:
—Me mandaron unos policías a acomodarme acá, dizque porque no se puede llenar el parque de puestos de comida por ahí dispersos. Así que corra un poquito ese asador para que quepamos las dos, porque todos tenemos derecho al trabajo y yo también tengo permiso de la alcaldía para vender.
Sandra y Beatriz pasaron un día tranquilo, vendiendo en silencio, sin acosar a los clientes y sin competir con los precios. Y aunque al final de la jornada se dieron cuenta de que no tenían mucho dinero, por lo menos les había ido mejor que el domingo anterior. Mientras limpiaban los asadores y recogían sus cosas, a Sandra se le ocurrió decirle a Beatriz:
—Le tengo una propuesta.
—La escucho —respondió Beatriz, incrédula.
—Así no nos está yendo bien a ninguna de las dos. Yo sé que usted vende arepas hace años y que yo soy la recién llegada, pero ha sido la única manera que he encontrado para buscarme el sustento. La propuesta es que siga usted trabajando los fines de semana y yo vengo en semana.
—Pues por mí, muy bien. Intente a ver cómo le va —respondió Beatriz con tono de burla. Y no quiso decirle que ella había tratado de vender en semana, pero era más el carbón que gastaba que las arepas que vendía.
Al día siguiente Sandra no se apareció y Beatriz pensó, con alivio, que por fin se había librado de su tormentosa competencia. Pero como durante toda la semana Sandra quemó y quemó carbón sin lograr vender las arepas necesarias para cubrir sus gastos, el sábado se apareció empujando su asador y se instaló al lado de Beatriz, quien la recibió haciendo mala cara.
Consejos inesperados
Como el experimento de Sandra no dio resultado, los ánimos de ambas quedaron aún más agitados y durante toda la tarde y parte de la noche, los transeúntes pudieron ver a dos mujeres, la una al lado de la otra, con los rostros colorados y los ojos furibundos que pregonaban su producto y desacreditaban el de la competencia, con ademanes bruscos y groseros.
A eso de las ocho de la noche, justo en medio de los dos puestos, se detuvo doña Julia, una señora de edad, muy conocida en el pueblo por haberse desempeñado en diferentes trabajos con la comunidad. Con su cabeza llena de canas y sus ojos opacados por tantos años y tantas cosas vistas, permaneció quieta y en silencio cuando las dos vendedoras quisieron convencerla de comprar arepas. Movía la cabeza y miraba a Beatriz cuando esta le hablaba y hacía lo mismo cuando la que le hablaba era Sandra… pero parecía no escuchar o no entender razones. Varios minutos después, cuando las dos vendedoras creyeron que no valía la pena insistir pues seguramente no iba a comprar, a Beatriz se le ocurrió una idea y le dijo a doña Julia:
—Doña Julia, aquí tenemos un problema serio, y creo que usted nos puede colaborar. Esta señora y yo no nos podemos hablar sin ponernos a pelear —dijo Beatriz señalando a Sandra—. Se me ocurre que tal vez usted, que siempre ha sido una mujer tan justa, nos puede ayudar a encontrar una solución.
Doña Julia miró a Sandra en silencio, como preguntándole con la mirada si ella estaba de acuerdo. Sandra asintió con la cabeza, dando a entender que el problema era real y que también ella consideraba que un poco de ayuda podría caer bien. Doña Julia les dijo:
—Si siguen así, peleando como locas por vender arepas, se van a quebrar las dos.
Las dos quedaron confundidas y en silencio. Doña Julia continuó hablando.
—Es de locos, o de bobos, hacer siempre lo mismo y esperar a que las cosas cambien. Tienen que hacer algo diferente, ponerse de acuerdo entre las dos si no se quieren quebrar.
—¿Cómo así, doña Julia? —preguntó Beatriz.
—Así como lo oye. En este momento ustedes dos están peleando una batalla innecesaria.
—¿Cómo va a ser innecesaria —intervino Sandra— si aquí la señora está empeñada en que es la dueña de la venta de arepas y nadie más puede vender?
—Mijita —dijo la anciana—, la clientela la están perdiendo las dos. La están espantando con esa peleadera. La gente del pueblo habla mucho de ustedes y no precisamente cosas buenas. A mí me da mucha tristeza ver a dos mujeres hechas y derechas que no son capaces de arreglar sus problemas.
—¿Y qué cree usted, doña Julia, que podemos hacer? —preguntó Beatriz.
—Yo no sé. Es algo que deben hablar entre ustedes y buscar una solución que les sirva a ambas. Pero hay dos cosas: la primera es que uno no debe esperar a que los otros le solucionen sus problemas; y la segunda, es que si uno no se quita la armadura y no baja las armas, nunca va a poder hablar con franqueza con el otro y, por lo tanto, nunca va a encontrar una solución.
—Es que a ella no le importan sino sus arepas —dijo Sandra—. Qué le va a importar que yo tenga una hija por la que luchar y que sea una madre cabeza de familia.
—¿Yo qué iba a saber?, ¿cuándo me contó usted eso? —respondió Beatriz–. Pero usted tampoco sabe que en mi casa dependemos de lo que yo vendo en los fines de semana porque mi marido está mal de salud y casi no puede trabajar, y que además tenemos hijos estudiando, que necesitan ropa, útiles, comida y tantas otras cosas.
—Es muy importante que cada una sepa quién es la otra y cuáles son sus necesidades e intereses —dijo doña Julia—. Por ahí se empieza: reconociendo en el otro a un semejante, no a un enemigo. Todos tenemos que luchar por nuestro sustento y esforzarnos día a día, y todos queremos ser felices y tenemos seres queridos por los que preocuparnos.
Sandra y Beatriz se miraron. Por primera vez se vieron como seres humanos con necesidades particulares. Ninguna sabía nada de la otra y eso las sorprendía, y se les hacía incómodo recordar tantas injurias y maltratos que se habían dirigido.
—Pero también tienen que pensar cómo podrían vender más y mejorar el negocio —continuó doña Julia—. Acuérdense que la clientela para las arepas tiene un límite y ese es un asunto que necesita mucha atención a la hora de buscar una solución.
Tampoco se les habían ocurrido alternativas diferentes para sus negocios. Ambas comprendieron que doña Julia podía ayudarlas y se pusieron a conversar las tres.
Después de la tormenta, viene la calma
Al principio doña Julia les preguntó sobre sus vidas personales, los tiempos de la escuela, los primeros suspiros de amor, para que fueran soltando la lengua y deponiendo las armas. Ella escuchaba sonriente. Luego empezaron a hablar del trabajo, a explicar cada una su punto de vista de lo que acontecía. Cuando explicando todo se empezaban a enojar y amenazaban con retornar a los gritos y a las acusaciones, doña Julia las calmaba y les decía que no se podían olvidar de que lo más importante era encontrar una solución a todo aquel lío.
Ya tarde, se les ocurrió que lo que deberían hacer era diversificar el negocio: además de arepas, cada una podía vender un producto diferente que les sirviera para atraer más clientela y para vender algo que les dejara más ganancia. Entonces doña Julia les preguntó sobre aquellas cosas que les gustaba comer, las que les gustaba cocinar y las que más les alababan cuando las cocinaban. Fue como si se les hubiera prendido el bombillo.
Sandra propuso que ella vendería arepas y carne asada; y Beatriz, arepas y chorizo. Parecía una buena solución que, además, podría mejorar la rentabilidad. Beatriz tenía una vecina que hacía unos chorizos deliciosos y Sandra conocía una buena carnicería en la que el carnicero era muy amable con ella y vendía carne de buena calidad. Así que ambas quedaron satisfechas con la solución que se les ocurrió.
Antes de retirarse a descansar y de dejar a las dos mujeres con sus preparativos, doña Julia las invitó a redactar en una hoja un acuerdo donde quedara consignado, no solo qué vendería cada una de ellas, sino también un compromiso de buen trato y sana convivencia. Ella se ofrecía a acompañarlas.
El domingo en la mañana, las tres se reunieron para redactar un acuerdo, tal y como sugirió doña Julia. Mientras lo hacían, se sorprendieron de la facilidad con la que habían encontrado la solución, y se percataron de que el principal obstáculo que habían enfrentado era la falta de comunicación y la poca disposición que habían tenido para comprender la situación de la otra. También les había faltado chispa para encontrar otras opciones diferentes a pelearse. Se habían enfrascado en una batalla innecesaria, enceguecidas por sus temores. Le agradecieron a doña Julia por haberlas ayudado a quitarse las gafas del enojo y por acercarlas; también por invitarlas a trabajar mancomunadamente.
Desde aquel día los dos puestos están juntos en la plaza del pueblo y perfuman el ambiente de tal forma que al que pasa, le da hambre. Nació una amistad entre las dos mujeres. Se volvieron solidarias la una con la otra y, cuando a una le falta masa para hacer arepas, la otra le presta, y se recomiendan mutuamente a la clientela cuando algún indeciso se para frente a los puestos sin saber si quiere la arepa con carne o con chorizo.
(Ilustraciones: Ana María López)