Este cuento nos habla sobre la importancia de tratar de solucionar un problema de una forma tranquila y justa, y de lo valioso que puede resultar tener amigos en quienes confiar.
A don Norberto sus amigos lo llamaban Roble Viejo, porque a sus noventa años todavía era fuerte y lozano, y siempre tenía una sonrisa en la boca o un chiste en la punta de la lengua. Había quedado viudo hacía muchos años.
El viejo, tal vez a causa de esa salud que parecía no desgastarse nunca, hizo que su muerte tomara a todos por sorpresa pues no expresó su última voluntad en un testamento.
El día en que murió, las calles del pueblo, habitualmente solitarias y tranquilas, se llenaron de personas que querían darle el último adiós a don Norberto. Él había sido muy trabajador y había ayudado mucho, y de muy diversas maneras, a los pobladores de aquel terruño.
Encabezando el cortejo fúnebre venían sus hijas Judith y Evelia, tristes pero serenas, tomadas de la mano ofreciéndose consuelo mutuo; a ambos lados de ellas, sus esposos, con camisas bien planchadas y cabellos canos. En los ojos de estos últimos, más que tristeza, se notaba un aire de preocupación y es que desde el momento mismo de la muerte de don Norberto se habían preguntado qué pasaría con las propiedades del viejo: una casa en el pueblo, pequeña pero bien tenida, y una finca muy buena y productiva que administró hasta el último día de su vida.
Enterraron a don Norberto en medio de oraciones y pésames.
Choque de trenes
Al cuarto día de la novena de difuntos, empezaron los disgustos entre los dos yernos de don Norberto a causa de la herencia. Al principio solo fueron discusiones murmuradas en la cocina mientras tomaban café y los demás miembros de la familia y algunos amigos rezaban el rosario. Pero al pasar los días comenzaron a subir el tono y, el último día de la novena ya el volumen de su disputa interrumpió las oraciones de los otros.
Judith y Evelia fueron a la cocina a ver qué pasaba y encontraron a los dos hombres con los rostros descompuestos por el enojo y a punto de irse a las manos. Tras preguntar el motivo de tan desagradable escena, se enteraron de que se peleaban por quién debía quedarse con la finca. El enojo que sentían los dos hombres se transformó en vergüenza cuando sus esposas les cantaron la tabla por su falta de respeto con el difunto y la familia, pues no era el momento para discutir el asunto y tampoco eran ellos los llamados a solucionarlo, sino ellas, las herederas. Así que los hombres tuvieron que calmarse y unirse a las oraciones.
Durante varios días ambos concuñados no se dirigieron la palabra. Aunque la casa del pueblo era bonita y estaba en muy buen estado, no era tan atractiva a sus ojos como la finca, que tenía tierras fértiles y con cultivos variados, una docena de vacas y algunos caballos, nacimientos de agua y bosques nativos desde donde bajaban pequeñas quebradas cristalinas, que irrigaban los campos y potreros. La finca, además, tenía una casa grande, de tapia, en la que había nacido el propio don Norberto. Su valor superaba de sobra el de la casita del pueblo.
Decisión femenina
Judith y Evelia, con calma, examinaron durante toda la semana las opciones que tenían. Acordaron hacerlo solamente entre ellas porque sus esposos no habían mostrado la madurez suficiente para tratar con cabeza fría un tema tan delicado, que involucraba no solo su futuro, sino también el de sus hijos y futuros nietos. Consultaron a los amigos cercanos que habían hecho recientemente negocios con propiedades, y sabían cuánto estaba valiendo más o menos el metro cuadrado en el pueblo y cuánto la hectárea en las veredas. También examinaron con atención las vocaciones laborales de sus respectivas familias para saber quién le sacaría más provecho a la finca y para quién podría ser más conveniente la casa. Así llegaron a una conclusión: ya que el esposo de Judith había sido siempre hombre de campo y uno de sus hijos estudiaba agronomía, ellos se quedarían con la finca. Evelia recibiría la casa del pueblo, porque tenía con su esposo un almacén de ropa y variedades en la zona urbana y vivían del comercio; además sus hijos todavía estaban en el colegio y no mostraban vocación agrícola.
Sin embargo, al ser tan desigual el precio de ambas propiedades, lo que consideraron más conveniente fue que Judith le diera un dinero a Evelia para tratar de igualar el valor de lo que cada una heredaría de don Norberto. ¿De cuánto estaban hablando? De eso no estaban muy seguras y decidieron que lo mejor era que sus esposos expresaran sus puntos de vista.
Al son de los cubiertos
Se sentaron los cuatro en un restaurante y pidieron el almuerzo. Los hombres no sabían muy bien por qué estaban allí, pero Judith y Evelia sí. Ellas se lanzaban miradas maliciosas mientras esperaban la comida y se sonreían viendo a sus maridos inquietos, mutuamente avergonzados y, también, por qué no decirlo, con algo de desconfianza. Cuando llegaron los platos, y empezaron a comer, Evelia habló:
—Bueno, llegó la hora de que sepan lo que hemos decidido sobre las propiedades que dejó mi papá tras su muerte.
Por un momento las cucharas se detuvieron entre los platos y las bocas. Los dos hombres se movieron inquietos en sus sillas. Evelia continuó:
—Ustedes se van a quedar con la finca y nosotros con la casa del pueblo.
Al instante, el esposo de Evelia dejó caer la cuchara sobre la sopa y corrió la silla hacia atrás para ponerse de pie, pero Evelia lo tomó del brazo para que no se parara. Judith dijo:
—Como todos sabemos que la finca vale mucho más que la casa del pueblo, nosotros vamos a darles un dinero para compensar la diferencia.
El esposo de Judith, que estaba sonriendo porque ya se imaginaba recorriendo a caballo los cultivos y potreros de la finca de su suegro, pero con ojo de dueño, se atragantó con la sopa al escuchar lo que dijo su mujer. Cuando pudo parar de toser, y sin salir del asombro, exclamó:
—¿Cómo así?, ¿cuánta plata?, ¿de dónde la vamos a sacar?
—Cuánta es algo que todavía no hemos decidido y por eso están ustedes acá, para que pensemos entre todos cuál debería ser el monto.
Con paciencia, las dos mujeres les explicaron lo que habían averiguado sobre los costos de la tierra en las veredas y en la zona urbana, y más o menos cuánto valía cada una de las propiedades. Los hombres se mostraron en desacuerdo con los precios. El esposo de Evelia dijo que la casa del pueblo valía mucho menos de lo que estaban diciendo y que la finca valía muchísimo más. El esposo de Judith dijo exactamente lo contrario. Ante esta nueva discrepancia, las dos mujeres decidieron retirarse y dejaron a sus hombres comiendo solos. Antes de irse, Evelia dijo:
—Ustedes definitivamente no nos han ayudado a solucionar este tema. Qué falta de solidaridad… ¿no les da pena?
—Esto lo arreglaremos nosotras, como gente civilizada —remató Judith, al tiempo que cogía del brazo a su hermana y juntas se iban caminando.
Los dos hombres quedaron con los ojos bien abiertos y paralizados en sus sillas.
Ante los problemas, los amigos
Les resultó fácil a las dos hermanas decidir qué hacer. Se encaminaron a la casa de don Saúl, un gran amigo de don Norberto, que era buen negociante y siempre había sido muy cercano a la familia. Le explicaron toda la situación, incluyendo los detalles de las averiguaciones que hicieron sobre los valores de las propiedades y la decisión que entre ellas habían tomado acerca de quién se quedaría con qué. Entonces le pidieron un favor: en vista de que ellas confiaban en su criterio como negociante y como persona, pues sabían que actuaría con justicia y equidad, querían que él decidiera cuál debía ser la suma de dinero que la familia de Judith le debía entregar a la de Evelia para balancear el valor de las dos propiedades.
Don Saúl aceptó. En realidad le parecía un tema delicado, pero lo hizo pensando que era un último favor que le hacía a un gran amigo. Él conocía ambas propiedades, pero aun así las hermanas le llevaron unas copias de las escrituras para que las estudiara y tuviera herramientas suficientes para determinar una solución justa y equilibrada. Judith y Evelia, con plena confianza, dejaron el asunto en sus manos y se garantizaron mutuamente que, dijera lo que dijera don Saúl, ambas estarían dispuestas a acatar su decisión, sin chistar, sin regatear, sin intentar poner o quitar un cero a la cifra que él estimara como la más justa para ambas.
Unas por otras
Esa misma noche, en la intimidad, las dos hermanas tuvieron largas y profundas conversaciones con sus cónyuges. Ambos habían tenido tiempo suficiente para reflexionar sobre las actitudes que habían asumido en relación con la herencia de don Norberto y podían comprender bien que las hermanas estaban interesadas en obtener lo mejor para las dos familias, no para una sola de ellas, porque se querían y respetaban y se sentían unidas por toda una vida compartida. Judith y Evelia les contaron a sus esposos en qué consistía el acuerdo al que habían llegado y el papel que jugaría don Saúl.
El esposo de Evelia no mostró preocupación alguna, porque no tendría que hacer nada y su familia recibiría una casa y dinero en efectivo, fuera la suma que fuera; pero Judith sí tuvo algunos problemas para arreglar las cosas con su marido. Casi a la medianoche concluyeron que la finca era demasiado buena y productiva y que bien valía la pena hacer ciertos sacrificios para poder sacar provecho de ella, así que resolvieron que, para conseguir el dinero que les haría falta, venderían una pequeña finca que tenían más lejos y que en su momento habían comprado a buen precio.
La hora de la verdad
Esa mañana don Saúl se presentó muy bien vestido en la antigua casa de don Norberto, donde lo esperaban Evelia, Judith y sus dos esposos. Había una mesa cubierta con un mantel y todos se sentaron a su alrededor. Don Saúl sacó las copias de las escrituras que le habían entregado las dos hermanas y las puso sobre la mesa. También sacó unas hojas atiborradas de números y operaciones matemáticas (después se enteraron de que las había utilizado para realizar los cálculos de los precios de ambas propiedades y de cuánto debía ser la transferencia en efectivo que se debía efectuar). Todos permanecieron en silencio, hasta que don Saúl habló:
—Primero quiero decirles que esta ha sido una de las situaciones más difíciles con las que me he topado en la vida. He intentado resolver todo de la mejor manera para honrar la memoria de mi gran amigo Roble Viejo. También, para evitar disputas en el seno de una familia que se ha caracterizado por su unión y mutua solidaridad y de la cual, de alguna forma, me siento parte. Entonces, después de averiguar mucho y hacer varios análisis, este es el monto de dinero que considero justo que debe transferir la familia de Judith a la de Evelia para que ambas reciban una herencia proporcionada, justa y equitativa.
Y acto seguido les pasó un papelito escrito a lápiz en el que figuraba una cifra con bastantes ceros. Todos, curiosos, se acercaron para leer. Don Saúl continuó:
—Llegué a esa cifra tras realizar un estudio juicioso de las escrituras, de los valores comerciales de la propiedad raíz en este momento y de las diferencias entre la finca y la casa del pueblo.
Entonces les pasó las hojas donde pudieron ver los avalúos que había hecho don Saúl, a quien el silencio prolongado hizo poner un poco nervioso. Pensó que tal vez el criterio que había utilizado no era el más adecuado. Pero no tardaron las sonrisas en aparecer en los rostros de las dos hermanas y sus dos esposos. Todos estaban conformes. Evelia y su esposo consideraron que la suma era suficiente, y Judith y el suyo pensaron que era justa.
Don Saúl, haciendo gala de ecuanimidad y buen juicio, había logrado lo que al principio parecía imposible: un acuerdo que dejaba a todos contentos. Así que lo que propuso, se hizo.
Desde entonces la familia se unió mucho más que antes y siempre le agradecieron a ese viejo amigo por haber zanjado la situación con sabiduría. Incluso lo invitaban a la finca en diciembre a celebrar en familia y a comer sancocho.
(Ilustraciones: Ana María López)