Melchor de Santa Cruz y Dueñas (España)
En ciertas épocas del año, a los frailes de las órdenes mendicantes se les prohibía comer carne en sus conventos. Pero si viajaban, como vivían de la limosna, tenían la dispensa para comer lo que les sirvieran. Sucedió un día que dos de estos frailes llegaron a una pobre hostería, donde se alojaron y compartieron la mesa con un mercader que se encontraba allí de paso.
Como la posadera era muy pobre, sirvió solo un pollo para todos, pues no tenía más comida. El mercader, que tenía mucha hambre y quería comerse todo el pollo, se dirigió a los frailes y les dijo:
—Si no estoy mal, por estos días ustedes no deben comer carne de ninguna clase.
A lo que los hermanos, forzados por la regla de su orden, no tuvieron más remedio que decir que sí, que era cierto que por aquellos días no podían comer carne en sus conventos. Con esta treta, el mercader se pudo comer todo el pollo, mientras los frailes tuvieron que resignarse a pasar la noche con hambre.
Cuando el mercader terminó de comer, él y los frailes volvieron a emprender juntos el camino. Los tres viajeros hacían el trayecto caminando: los primeros, por sus votos de pobreza, y el segundo, por su avaricia. Un tiempo después de estar caminando encontraron un río muy ancho y profundo. Como todos iban a pie —los frailes por pobreza y el mercader por avaricia—, uno de aquellos, por no faltar a las prácticas de su orden, tomó sobre sus hombros al mercader, en cuyas manos puso antes sus sandalias.
Cuando estaban en medio del río, el fraile recordó de pronto una norma de su comunidad, por lo que se detuvo, volvió la cabeza hacia el mercader y le dijo:
—¿Lleva acaso algún dinero encima?
—¿Cómo supone usted que un mercader como yo viaje desprovisto de dinero? —repuso el comerciante con arrogancia.
—¡Pobre de mí! —exclamó el fraile—. Debe saber que tenemos una norma que nos prohíbe llevar dinero encima. —Y apenas pronunció estas palabras, lanzó el mercader al río.
El mercader, viendo que el fraile se había desquitado con tanta gracia de la treta que les había jugado en el albergue, aceptó la humillación con resignación, aunque un poco molesto por haber sido superado.
(Ilustración: Carolina Bernal C.)