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Ejemplo de Juan de la Miseria

Ejemplo de Juan de la Miseria

Agustín Jaramillo L. (Colombia)

Este era un hombre muy pobre, qu’el apelativo d’el era Juan de la Miseria. No trabajaba. Él no sabía ningún arte y no encontraba destino.

Tenía familia. Una obligación. Y la única renta era una gallinita que no faltaba con el güevito diario. El güevito se vendía y de ai tenía que salir la mantención pa todos… Un día cualquiera, Juan de la Miseria ya no pudo aguantar más hambre y le dijo a la mujer:

—Matame esa gallina, yo me voy a recorrer.

¡Mentira! Era pa ir a comese la gallina solo, aonde no tuviera que dale nada a nadie. El hambre lo tenía acosao ya. Desesperao. Regó entre los vecinos que s’iba a recorrer a ver si Dios lo socorría.

La mujer le quebró el pescuezo a la gallina, la preparó lo mejor que pudo y la envolvió en unas hojitas. Salió el hombre con su paquete di hojas y se decía: “Me voy a comer esta gallinita onde nu hayga nadie. ¡Ni pájaros!”.

S’entró al monte, desenvolvió las hojas y ya iba a comenzar a comer, cuando, un viejito, a pedile gallina.

—No. No le doy. Esta gallina es pa mí solo. ¡Vea como en toda parte hay pedigüeños!

—Deme un pedacito siquiera.

—Tome esta presita, pues. Y usté, ¿quién es?

Y dice el viejito:

—Yo soy el Señor…

—¿El Señor? No coma de mi gallina. Ahá. Debía de ser parejo. ¡Preste acá mi presa! Usté debía ser parejo: no hacer ricos tan ricos, ni pobres tan pobres. Debía repartir todo mejor repartido.

El viejito fue desapareciendo.

El hombre envolvió su gallina y se fue pa más aentro en el monte, a ver si no se volvía a encontrar con nadie que le pidiera. Por allá, muy aentro, se sentó en una piedra, y comenzó a desenvolver. Soltó la hoja. Y va llegando una viejita, como con mucha hambre. Tanta lástima le dio a Juan de la Miseria que le dijo:

—Apure, señora, almorcemos.

—Gracias, señor.

Se sentaron y dice Juan:

—¿Y usté quién es?

—Yo soy la Virgen.

—¿La Virgen? Aguardi’ai. ¡No coma de mi gallina! Usté debía obligalo a Él a repartir mejor.

Envolvió otra vez y se levantó. Se fue pa más lejos y volvió a acomodase en un altico, a comer.

—¡Aquí sí me la como yo solo!

Cuando… va apareciendo un esqueleto. Si arrima el esqueleto y dice:

—Almorcemos, que tengo mucha hambre.

—¿Sí? —dice Juan de la Miseria— ¿Y usté quién es, tan flaco?

—Yo soy la Muerte.

—¿Que vusté es la Muerte? Apure siéntese conmigo. ¿Quiere gallina? Em pueda cómasela toda. ¡Usté es pareja! Por eso me gusta: es parejita con todo mundo. ¡Nu escoge! Tenga…, ¡coma!

Se sentaron los dos y almorzaron juntos. Di ai la Muerte le dio las gracias y se alejó. Salió del monte Juan de la Miseria, camino de la casa, cuando s’encontró con un viejito que le dijo que se fueran a recorrer. El viejito era el Señor. Se fueron…

Por allá muy lejos, muy lejos, llegaron a un gran palacio qu’estaba todo de luto y todo el mundo llorando muy triste.

—¿Qué pasó aquí? —preguntaron.

—Que ha muerto la hija del rey. La menor. La que más quería el rey, qu’está tan triste que no la quiere dejar enterrar: dice que no se halla capaz di aguantar.

Entró el Señor a hablar con el rey y le dijo que qué le acontecía.

—Murió mi hija, buen hombre, y no puedo con la pena. Doy millones al que me la resucite.

—Tal vez yo fuera capaz… —dice el Señor.

—Póngase al trabajo. Si no la revive, pena de la vida.

—Sálgasen todos para juera —dijo el Señor. Así que lo dejaron solo con la muerta, la cogió di una mano y la levantó viva.

¡Qué alegría la de todo el mundo! ¡Y la d’ese rey! ¡Y qué admiración!

—¡Pida dinero! —le dijo—. ¡Pida! Bien pueda pedir que yo le pago. ¡Es lo que pida! Si mi corona quiere, mi corona se la doy. ¡Tómela!

—No, señor. Deme… rial y medio pa que mi compañero compre tabaquito.

Y se pega qu’envenenada ese Juan, ¿aoye?

—Con vusté no se puede andar, hombre —le decía al Señor—. Vusté es bobo.

El Señor desapareció.

—Eh, yo ya sé trabajar. Que li hace que se vaya el compañero.

Siguió andando solo Juan de la Miseria y un día, recorriendo, llegó ondi otro rey que tenía un caso igual: se li había muerto la hija única.

Fue Juan onde el rey, le dijo qu’él era capaz de resucitala. Que cuánto le daba. El rey ofreció la mita de su fortuna y Juan le decía que si no daba más. Hasta que arregló con el rey. Y el rey dijo:

—Resucítela, pues, o pena de la vida. ¡Lu hago quemar vivo!

—Salgan todos pa juera —dijo Juan. Y di ai se arrimó onde la muerta y la cogió de la mano, que se levantara. Pero la muerta no hacía caso. Pasaba el rato y el rato, y Juan sin salir. L’echaba bendiciones, pero como si tal cosa. El plazo qu’él tenía era de una hora. A la hora y media empezaron a golpiar la puerta y a decile que qui’hubo, y él apenas respondía:

—Ya va, ya va… Es que ta dura. ¡Siempre ta durita!

Así que vieron que nada hacía; se lo llevaron pa media plaza, a quemalo vivo. Eso fue el escándalo más horrible. Ya l’iban a meter candela, cuando llegó el Señor.

—¿Qué es lo que pasa?

—Esto y esto…

—Muy bien. Sepan ustedes que yo estoy obligao a hacer lo que no puede hacer mi compañero.

—Camine —le contestaron—. Bregue a ver si usté es capaz de dale vida a la princesa, y si no, quiere decir que los quemaos son dos.

Llegaron al palacio y el Señor mandó salir a la gente. Así que se quedó solo con la muerta, le dijo:

—¡Camine! —Y la muchacha se fue parando, como si acabara de dispertar.

—Milagro. Milagro —fue lo que gritó todo el mundo. Y ai mismo cogieron a preparar un banquete pa celebrar la cosa. Cuando el rey vio al viejito, le dijo:

—Bien pueda cobre lo que quiera. ¿Qué quiere que le dé?

—Deme… dos riales.

—¡Maldita sea! —decía Juan de la Miseria—. Otro tiro p’hacenos ricos, ¡y este carajo! ¡Eh, hombre!

El Señor recibió los dos riales y se los entregó a Juan de la Miseria:

—Tome —le dijo—. Un rial pa que compre un pollito de a rial y otro rial pa que compre arepas y un revueltico pa una cena. Bien pueda y arregle todo y, como yo me voy ahora, si no he llegao, coma. Cómase todo el pollo, si quiere. Lo único que le pido es que me guarde las higaditas.

Muy bien, que el Señor salió y se fue, y Juan de la Miseria se puso a preparar el pollo. Así que ya estuvo listo, todo preparao, le dio tentación de comese las higaditas del pollo. No le provocó más qu’eso.

Cuando…, como a las siete, va llegando el Señor.

 

—Qui’hubo, Juan, ¿ya cenó?

—No, Señor, yo lo estaba esperando.

—¿No ha comido nada?

—No, Señor.

Y dice el Señor a buscar con las pañadoras y a revolver, pero no daba con las higaditas.

—¿Vos te comites las higaditas?

—No. Yo no, Señor… ¡Qué tal!

—Entonces, ¿por qué no están aquí?

—Eso era qu’el pollo no tenía higaditas.

—¿No tenía? —dice el Señor—. ¿Vos me creés así de carajo? ¡Cómo nu iba a tener!

—Muy fácil, ¡pues no tenía!

Y se agarran a discutir: que sí tenía, que no tenía, que sí se las comió, que no se las comió. ¡Un combate! Hasta qu’el Señor se nojó de verdá y lo agarró a los pescozones, lu amarró con una soga y lo colgó di un árbol.

—Di ai no te bajo hasta que no confesés que te comites las higaditas.

Y el otro allá guindao, con la lengua afuera, apenas hacía señas que el pollo no tenía. Así que s’iba a morir, el Señor lo descolgó. Siguieron alegando otro rato y a lo último el Señor le dijo:

—Bueno, si no confesás, te voy a echar’hogar. Mirá ese río, ¡te voy a echar!

—Écheme, pero ese pollo no tenía higaditas.

Lo pañó el Señor y lo echó a medio río. ¡Allá, a medio corrientón!

—¿Te las comites? —le gritaba el Señor, desde l’orilla—. ¡Decí que sí y te saco!

—¡No tenía! —gritaba el otro, tragando agua por boca y narices. ¡Y seguía pa bajo!

Hasta qu’el Señor lo sacó.

—¿Qué hizo las higaditas? Si no me dice qué las hizo, ¡lo echo a esta hoguera!

—No tenía higaditas ese pollo.

Lo cogió el Señor y lo alzó. Bajo el brazo donde lo tenía, le preguntaba y le preguntaba.

—Quémeme, bien pueda quémeme, ¡pero ese pollo no tenía higaditas!

A lo último el Señor lo largó y le dijo:

—Apure, vámonos pa aquella montaña.

Se fueron. Por allá, en medio monte, llega el Señor y dice:

—Apure, saquemos una cosa que hay allí.

Destaparon y era una pila de oro. Cogió el Señor y separó tres montones. Iguales los tres. Y de ai dijo:

—Bueno, vamos a partir así: un montón pa usté, uno pa mí y el otro pa’l que se comió las higaditas…

Entonces Juan de la Miseria fue cogiendo dos montones y dijo:

—¡Esto es lo mío, porque las higaditas me las comí fui yo! ¡Pa que sepa!

El viejito largó la carcajada y ajuntó todo en una sola pila.

—Todo es pa vos. Todo.

—¡Opa! ¿Y yo cómo voy’hacer pa llevame todo esto?

—Yo le doy en qué y le doy fuerzas. Yo soy el Señor.

De ai se fueron conversando y el Señor le dijo:

—¿Yo le di riquezas? Dele usté a los pobres. No deje ir el nombre de Dios. Haga hospitales y orfanatos, haga harto bien que allá lo aguardo…

—Bueno. Acompáñeme a mi casa…

Llegaron a la casa y el hombre dejó todos los tesoros y le dijo a la mujer que hiciera harta caridá. Volvió a despedise y le dijo al viejito:

—Llevame, Señor. Llevame, que yo me quiero ir con vos…

(Ilustración: Carolina Bernal C.)

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