Playa de pescadores, a orillas del océano Pacífico en el municipio El Charco – al norte del departamento de Nariño – Colombia.
Actividad principal: la pesca.
Temperatura: 28°a 35° centígrados.
“Uno conoce los tiempos de salir”, dice Eustacio Ruiz, un habitante de Chico Pérez, una playa de pescadores del municipio de El Charco, en Nariño, en la costa Pacífica. Sabe cuándo el mar ‘está bueno’ para la pesca, de acuerdo con la variación de las mareas. Es que la vida en esta playa, al igual que a lo largo de la costa Pacífica, se vive al vaivén de las mareas. Son tan fuertes y marcadas, que cambian el paisaje. Unas veces el mar está lejos, a kilómetros de los caseríos; otras, se mete por debajo de las casas, construidas sobre pilotes.
Eustacio aprendió a conocer el capricho de las mareas por enseñanza de sus viejos. Hoy los niños lo aprenden en la escuela. Agua de puja o agua grande es cuando sube la marea y cubre las playas. En las aguas bajas o quiebra, el mar se va lejos. Cada ocho días, el agua tiene un cambio. Y cambia también de acuerdo con las fases de la luna. Todos saben, por ejemplo, que los dos primeros días de puja o de quiebra son buenos para atrapar langostinos; al contrario, en el cuarto y quinto día la pesca merma.
Chico Pérez está muy cerca a la desembocadura del Guapi –uno de los ríos importantes de la región Pacífica– y a la población que lleva su nombre. La cabecera municipal queda lejos: a 24 horas a remo o a dos horas a motor, en un viaje por río y mar.
Chico Pérez es una sola calle paralela a la playa con casas a lado y lado de un muelle largo, de tablas de madera, que se mete en el mar. Casi todas las casas están montadas sobre nueve estacas; parecen casas con zancos.
A veces pescan de día, a veces de noche. Hasta Eustacio, hoy casi ciego, se va en su canoa a enfrentarse al mar. “Si Dios me da vida, hasta el último día voy a salir a sacar mi pescado”, dice.
Si salen en la mañana, regresan a las tres o cuatro de la tarde; los que se van en la tarde vuelven al amanecer. A veces embarcan agua y comida y se quedan en el ‘centro del mar’ hasta que consigan para pagar la gasolina. “No puede uno volver ‘blanqueado’”, dice Felipe Achico.
El muelle es como el parque de Chico Pérez. A las 4 ó 5 de la tarde se va llenando de gente. “Uno conversa, se relaja”. Se dedican a ver cómo sube o baja el mar; algunos, con esa capacidad de fantasía que tienen los de raza negra, ven las olas y dicen: ‘vienen riendo’”. Cuando el mar está grande, caminan por el muelle y sienten que andan por el mar.
“Yo me crié con el golpe de la mar en la cabecera; por eso quedé pescador”, dice Eustacio. Y aprendió de niño a orientarse mirando las estrellas. Se para en la embarcación y ubica un lucero especial. Así sabe dónde está el oeste, el norte, el sur. “Ese lucero es la guía”, les dice con voz sabia a los extraños. Como todos los pescadores, sabe interpretar los movimientos del agua y de los vientos, “uno mira el viento que está soplando para dónde va, y así uno se va guiando”. Conoce también los ritmos de la vida de los peces.
De joven viajó por muchos mares y por el interior del país. Pero se siente extraño en otra parte. Le faltaba el marisco, el pescado. En ningún otro sitio, además, siente esa sensación de libertad que lo amaña. Le gusta ‘dentrarse al mar’, durar allá, como lo hacía antes, ocho o quince días. “Es bello en el centro del mar ver cuando el sol se va yendo, o cuando llega la aurora… Es un paisaje, lo emociona a uno”.
En la mañana las mujeres salen a ‘conchar’, es decir, van a los manglares a recoger todo tipo de conchas comestibles: pianguas, almejas, ostras. Navegan en sus ‘potrillos’ –pequeñas canoas– en dirección al río Guapi. En zonas inundadas por aguas saladas y dulces es donde crece el mangle: árbol con raíces aéreas, como patas. Ellas también conocen los tiempos del mar. Se asoman a la ventana y calculan la hora de salir a trabajar. “Cuando está bajito, el mar es mejor”, dicen.
Ya en el manglar, amarran la canoa, cortan un coco seco y le prenden fuego. “Eso prende sabroso, echa un humero y espanta los zancudos”. Luego, con el sombrero bien amarrado, o con un trapo en la cabeza para protegerse del barro, se arrastran por entre la pata del mangle y, concha que van encontrando, la van echando en un canasto. “Es un trabajo todo martirizado. Uno va metido por debajo, agachado, buscando así, en los huecos que hay…, buscando pa’ lao y lao; pa’ llá y pa’ cá…”.
Unas usan guantes, “esos guantes de los médicos, pero más gruesos”. A veces se cortan el pie o la mano, a veces se encuentra sapos, culebras… Si no tienen guantes, trabajan a mano pelada. Cuando el mar empieza de nuevo a subir y a tapar las raíces de los mangles, es la hora de regresar a casa.
Las conchas las van almacenando en un tinqué –especie de jaula que arman debajo de las casas, para que de tiempo en tiempo les llegue el agua del mar–. Las dejan ahí, hasta que aparecen “en una canoa grande” los compradores.
En esta zona hay vedas de pesca en ciertas épocas. La orden de parar las redes llega a los pescadores de boca en boca: de tal a tal fecha está prohibido usar redes y anzuelos. Son tiempos duros. “Uno, en estas orillas, vive del diario”.
Para el langostino y camarón usan ‘trasmallo’ –atarraya–. Para el mero, pargo y todo pescado grande, anzuelo. Los trasmallos que usan son ecuatorianos. Antes ellos mismos los tejían a mano.
De darle todo el día a la palanca y al canalete, las manos se ampollan. Para curarse se echan orines. Río abajo se navega con canalete; río arriba, con la palanca –una vara larga– que hunden en el fondo del río.
En las noches, en medio del mar, unos cantan, otros fuman para aliviar el frío. Si se van a demorar, llevan agua, panela, plátano, arroz, aceite y hacen una fogata dentro de la canoa. Llevan siempre un machete: “si se enredan las redes hay que trozarlas”.
En el Pacífico se usa la minga, en trabajos de campo y para construir la casa. En muchos sitios se llama ‘mano cambiada’. “Uno no puede decir: ‘¡no, yo no voy!’ Si cae enfermo, tiene que poner un reemplacito”.
‘Barbacoa’ llaman a una mesa de caña, donde se coloca el pescado a secar. Se deja ahí tres o cuatro días, para que quede bien seco.
Las casas, a las orillas de los ríos, tienen corredores al frente. “El encanto de uno es mirar el río. La gente baja y también sube. Entonces uno tiene qué mirar… Ese es el espejo de uno acá”, dicen. El río, para ellos, es una calle llena de vida y de vueltas.
El fogón de leña se hace sobre un mesón, alto, de madera y barro.
Las mujeres tienen azoteas donde siembran cebolla, cilantro, condimentos. Así le van enseñando a sus hijas a cultivar.
Las mujeres usan tablas de madera –como rallos gigantes– para lavar la ropa. La golpean con mazos de madera a los que llaman ‘manducos’.
“Es uno de los platos más sabrosos: se hace un sudado de piangua –marisco– y aparte un guiso con todos los aliños: cebolla, cilantro, tomate y agua de coco. Cuando ya está bien cocinado, se licua plátano verde. Se le echa leche de coco, aliño y se pone a cocinar. La masa queda suavecita, ni se siente. Se riega la masa en la hoja que llaman ‘blanco’; se echa el guiso, encima la piangua, guiso, piangua y se va envolviendo. Luego se colocan los tamales en una olla grande y se ponen a cocinar. La hoja se pasa primero por la candela para quitarle un blanco que trae”.
Hombres y mujeres usan sombrero. Yajaira dice que lo usa por miedo al dolor de cabeza. “A las personas que les duele la cabeza tienen que llevarlas al hospital para que les apliquen inyecciones. ¡Es por aguantar semejantes soles sin sombrero!”
Antes todo, era a vela o a remo –canalete, como prefieren llamarlo–. El mar era más bravo y no existían los canales que tienen hoy para comunicarse con el río Guapi y llegar a la población del mismo nombre, la más cercana. Los viejos, como Eustacio, hicieron viajes a vela a Buenaventura. “Una vez nos echamos dos días y una noche, porque no hubo brisa fuerte”.
Genaro toca la marimba, “fue el instrumento que más me gustó y me dentró al cerebro”. Aprendió, chiquito, viendo al papá. Él le ponía una banqueta para que se montara y alcanzara a tocar. De joven, cuando iba al monte a trabajar, escuchaba la marimba. Paraba el trabajo y decía: “Allá está mi papá tocando”.
En su casa, a la orilla del río Guapi, los Torres tienen una fábrica de marimbas y tambores. Como se están acabando las maderas finas que usaban sus abuelos para hacer los instrumentos, utilizan chimbuza y gaza para hacer el marco. Las tablas de arriba —las teclas— son de chonta, como le dicen allí a la madera de la palma de chontaduro, la misma macana de otras partes. Cuando la palma está bien ‘jecha’, la tumban, le sacan las vísceras y las meten debajo de la casa, a disecar. A los tres meses, está lista para hacer la marimba. Saben que este instrumento, como sus antepasados, viene de África. Allá la hacían con calabazos guindaditos. “Nuestros mayores lo trajeron y se reprodujo”. Les gusta enseñar música a los niños y jóvenes, “que sean buenas personas”, porque, como decían sus abuelos: “las notas que uno aprende con los mayores ya no se olvidan…”.
“Ser cantaora le nace a uno. Hay que buscar la voz. Una persona que sea simple, que no tenga tonada, no puede cantar. Hay que buscar la voz en el pensamiento. Uno va ensayando, ensayando el canto hasta que llega la voz. Las letras las saco de la memoria, de la mente. Las tengo metidas en la cabeza, no las escribo, es memorial”, dice Concepción, cantaora de Guapi. Inventa las letras de sus canciones de noche, cuando termina detrabajar, metida en la cama.
“Los ‘alabados’ —cantos funerarios— son cosas antiguas en la vida de los negros del Pacífico. Uno nació aprendiendo, porque fue lo que encontró en los viejos, en los abuelos”, dice una mujer de Guapi. Y con esa gracia tan propia, sigue contando: “A mí me gusta acompañar a los muertos desde chiquita. Me nace. Donde hay un velorio, una última noche, allá estoy cantando alabados. Así es desde cuando yo tuve uso de razón”. Es una costumbre en toda la región Pacífica, marcada por un pasado común africano.
La última noche del novenario es especial. En la casa se viste el altar como si estuviera el cadáver ahí. Con sábanas blancas en la pared y en el techo se arma el espacio y se les pegan “un poco de flores, bonitas”. También una mariposa negra, de tela: es el alma del muerto. En los escalones del altar van velas, fotografías del difunto e imágenes religiosas.
Toda la noche se cantan alabados mientras se va bebiendo biche –aguardiente casero, de alambique— o ron, por turnos. A la cantaora principal, meciéndose inclinada con las manos en la cintura, le responden las demás cantaoras. A las doce, con las luces apagadas, se levanta el altar y se despide al muerto. Las cantaoras siguen con sus alabados hasta que amanece el día. A las seis de la mañana es el último canto. El muerto, dicen, ya no vuelve más. “Si no se hace esto, el muerto anda detrás de usted, lo molesta de noche pidiéndole, por ahí, sus oraciones”.
Las cosas son distintas cuando muere un niño. Para ellos no hay alabados. “Un niño que se muere es un ángel y los demás ángeles están alegres de recibirlo en el cielo. Si es una alegría para ellos, entonces, así mismo debe ser acá”. Entonces hay rondas, juegos, arrullos. No hay llanto. El ataúd se coloca debajo de un arco de flores. “La mamá sí está con su sufrimiento, el de su niño que perdió, pero uno está en esto, en la alegría que sienten los ángeles”.