Isla del archipiélago de San Bernardo, inspección de Cartagena, departamento de Bolívar, Colombia.
Actividad principal: la pesca.
Población: 1.230 habitantes.
Temperatura: 28°a 35° centígrados.
“Duermen tan juntos, que sueñan lo mismo”. Fernando Salinas, Corporación Aislados
“¡Esa es la vida mía; es la oficina que está abierta de lunes a lunes!” Así responde Valentín Lebollos cuando se le pregunta qué significa para él el mar. Vive en Santa Cruz del Islote, en el océano Atlántico. Es una isla que más bien parece una manzana grande, sólo 89 casas, de un barrio popular en una gran ciudad. Con el mar por todos lados, la única posibilidad de crecer es aumentando pisos a unas construcciones que, desde hace unos diez años, son de material.
Es la isla más poblada del mundo; en apenas una hectárea viven más de 1.200 personas. Es tan pequeña, que no hay ni una palma de coco, ni parque, ni cancha de fútbol, ni cementerio. No sobra ni un pedacito sin construir.
Sólo existe una calle del ancho normal de cualquiera; la llaman ‘La calle del Adiós’. Allí se ponen los ‘cerveceros’ –ventas de cerveza por debajo del precio normal– para celebrar la fiesta de la madre, la fiesta patronal.
Hace parte del archipiélago de San Bernardo, a una hora en lancha rápida de Tolú, en Sucre. Las diez islas que lo forman, sin embargo, pertenecen a Cartagena, mucho más lejana.
Valentín es pescador como todos sus habitantes. Y, como todos, aprendió el oficio mirando a su papá: “uno se deja guiar por los mayores. Pa’ irse de aquí, a sembrar plátano, a sembrar yuca con un machete, ya uno a eso no está acostumbrado”.
Hasta el que maneja la tienda, o el entrenador de los gallos de pelea, vive de la pesquería. Unos usan redes en las orillas de las islas, otros, anzuelos, y otros bucean para atrapar langostas. No tiene horario fijo para levantarse. El que va a pescar en la mañana se para a las cinco. El que no, se queda hasta las diez u once en la cama o el chinchorro.
Los buzos, por lo general, trabajan en la mañana. Salen en sus ‘cayucos’ –canoas pequeñas de madera– y se alejan, remando, unas dos horas, hasta encontrar el sitio adecuado para detener la canoa y empezar la búsqueda de langostas, caracoles, cangrejos, jaibas y pulpos. Se hunden en el agua, 10, 30 metros, a pulmón limpio; sólo usan aletas y guantes. “Uno ve la langosta, la enlaza con una cuerda amarrada a una varilla de un metro y la atrae”. Hay que hacerlo rápido. Temen un ataque de tiburón: “tratan de comérselo a uno”, dicen. Pocos utilizan rifle de arpón. No es un oficio fácil: produce calambres y algunos salen del agua botando sangre por la nariz.
Todos conocen la distancia de los fondos de una isla a otra. “Uno tiene todos esos puntos marcados”. Les sirven de guía, sobre todo a los que tienen lanchas pequeñas y se aventuran sin brújula. La práctica les ayuda a calcular, a ojo, las distancias. Nilson, de manos grandes y curtidas, navega como los antiguos: a vela y remo: “a según el viento esté a favor; si está en calma, uno no anda a vela, tiene que ayudarse con el canalete”. Asegura que se guía con la mente. Si encuentra pescado en un punto, regresa sin dificultad al día siguiente, porque se le queda “en la memoria”. Aprendió el oficio muy niño: a los tres años, su papá lo llevaba a pescar.
Pero 15 millas mar adentro, la tierra se pierde, sólo se ve agua por todas partes. Necesitan brújula. Desde hace poco, además tienen un GPS –un aparatico del tamaño de un celular que indica dónde está uno con ayuda de los satélites–. El dueño de esta sofisticación va en su canoa adelante, guiando a otras canoas. Así, sin necesidad de usar boyas–un pedazo de icopor amarrado a una vara que se tira al agua– pueden volver, día tras día, al sitio donde encontraron buen mero, buen sábalo, buena sierra.
No acostumbran cargar comida para la jornada de pesca. Prefieren salir después de un desayuno doble: pescado, plátano, yuca sancochada, aguepanela, “sirve de desayuno y almuerzo a la vez”. Pan, agua, gaseosa, avena, galletas o bocadillo, es lo único que llevan. En las lanchas grandes van tres o cuatro pescadores. Tres tienden los anzuelos; el otro se encarga del motor.
Matan el tiempo charlando del oficio: “que no le pica, que le va a picar” o escuchando en la radio música, noticias.
La calma se rompe cuando un pez muerde el anzuelo. “Uno lo levanta y él se va llenando de aire. Ahí es la pelea del pescador y su presa”.
Los que pescan en la mañana regresan pasado el mediodía. Los que lo hacen en la tarde, vuelven a las ocho de la noche. De cuando en cuando se arriesgan hasta la una de la mañana y a veces amanecen en medio del mar. Pero si el viento viene fuerte, regresan rápido a tierra.
Al llegar, acostumbran reunirse en los kioscos del islote. A falta de espacio, éstos reemplazan el parque. Se sientan a hablar de la pesca, de gallos, juegan dominó. El que está muy cansado guinda una hamaca y se echa. “En medio de la charla, a veces, nos inventamos un viaje a hacer cocinado en las islas vecinas, donde sí hay monte”.
Si empieza a anochecer y se dan cuenta de que un pescador no aparece, salen en grupo a buscarlo.
Todos los habitantes son hombres de mar. Conocen en detalle sus caprichos: “cuando jala el viento pa’l sur, no pica el pescado; el pescado se mantiene más para el norte”. Saben también que la brisa, muchas noches, no deja pescar porque ‘mete mucha marea’. “Mantiene uno atravesao, con la corriente contraria”. En esos casos, ellos dicen que el aprovamiento no es bueno; significa que las condiciones no son buenas, que la corriente está en contra.
En invierno, los malos tiempos muchas veces no les permiten salir. El mar se encrespa y los obliga a quedarse el día en tierra firme. “Uno va mirando el tiempo y cuando hay nubes prietas, la cosa está complicada”. Los aguaceros no dejan ver nada.
Pierden los puntos de referencia: Tintipán y Múcura, las dos islas más cercanas. “Cambia el viento y uno no se da cuenta si la canoa vira. Uno entonces fondea y aguanta el aguacero. Media hora, una hora hasta que escampe pa’ ver pa’ dónde salen las islas”.
Y conocen la ubicación de las estrellas en el cielo; son su guía para no perder el rumbo en la noche. “Si estamos del lado oeste, ya sabemos cuál es la estrella del este, que nos va a orientar para devolvernos en la noche”. Las distinguen por el tamaño y el brillo. Hay una que quieren de manera especial. Le dicen el Boyero: “son las seis de la mañana y está afuera y está brillante”.
Pero no sólo para no perderse están pendientes del cielo. “A veces las estrellas se ven en un sitio y, de repente, salen pa’ otro lado; y se estrellan y ¡zás…! se desprenden; es muy bonito”.
Si la noche está tapada, se guían con el faro de Tolú, o con las luces de Coveñas o de Punta Arenas.
El cayuco es una canoa pequeña para coger langosta. En la proa –punta– tiene un cajón de madera, donde van guardando los animales atrapados. Le echan agua salada para que la langosta no venga muerta. “La gracia es venderla viva. Sacarla del guacal vivita, para que el comprador elija la que le guste”.
Para navegar, usan velas de plástico porque son más livianas, “se envuelven rápido”. Cuando uno se ubica bien, baja la vela y busca el sitio para fondear. Una piedra amarrada a un lazo puede hacer las veces de ancla.
En ‘La calle del adiós’ están las construcciones más importantes: el colegio, el puesto de salud levantado sobre un tanque inmenso, donde se almacena el agua traída de Cartagena. Llega en barcazas, cada vez que hay verano y se acaban las reservas de agua lluvia que cada familia guarda en albercas y canecas.
‘La calle del adiós’, de apenas 15 metros de larga, es el lugar de recreo de los 100 niños del colegio.
Aparte de ‘La calle del adiós’, el resto son estrechos callejones que forman una especie de laberinto, donde se pierden los que van por primera vez. En estos espacios estrechos muchas mujeres arman los fogones de leña para economizar el gas en las estufas de sus casas.
Todos los días, a las cuatro de la tarde, pasa el encargado de la luz cobrando para comprar el ACPM necesario para prender la planta. Solo la prenden de 6 a 12 de la noche.
En una caja de madera pegada a uno de los palos del kiosko de los Perros, permanece día y noche un celular. Tiene dueño, pero se reciben llamadas para todos los habitantes de la isla.
A la entrada de la isla hay una canoa montada sobre estacas. Ahí siembran hortalizas y hace poco sembraron una patilla. “Es una ‘trojita’ para sembrar”. La yuca, el plátano, los traen del ‘otro lado’. “Los agricultores son de allá, de tierra firme”.
Todas las casas tienen trampas para recoger el agua lluvia. Si el aguacero es de noche, las mujeres se levantan. Se desvelan pendientes de pasar las mangueras, por donde rueda el agua de las tejas, de un tanque a otro, para que no se derrame el agua y se desperdicie. “A los hombres les da flojera levantarse”.
Cuando se acaba el agua del cielo, el inspector de policía se encarga de repartir la que traen desde Cartagena.
Cuando escasean las ‘dos aguas’, tienen que comprarla a los dueños de las cabañas de la isla del frente. Allá tienen aljibes, “vienen y venden y uno les compra”.
Los platos típicos son:
Caracol guisado con coco: se aporrea el caracol con un palito. Se pone a sancochar y después se prepara con zumo —leche— de coco, tomate, cebolla y bastante limón.
Pescado sudado: se abre, se desviscera, se le echa limón criollo, sal y se cierra. Se deja un ratico así cerrado y después se abre y se cuelga en una cuerda o en un palo, donde le pegue un poquito de resplandor, para que medio se seque. Después se cierra y se pone a hervir con yuca, o con plátano amarillo, como una ‘viuda’. Muchas veces adentro del pescado van rebanadas de tomate y de cebolla.
El baile más popular es la champeta, ritmo afro colombiano nacido en el Palenque de San Basilio, cerca de Cartagena.
Como el cementerio queda en la isla del frente —Tintipán—, el desfile mortuorio se hace por el mar. En la lancha de adelante va el cadáver; el ataúd lo aseguran con sogas. Detrás va la lancha con los deudos: el resto de familiares más cercanos y los acompañantes lo rodean con lanchas medianas y pequeñas, a los lados y hacia atrás.
“Es hermoso que una persona, después de muerta, también sea paseada en el mar”, dice Ana Matilde Berrío. “Uno nace aquí rodeado de mar y se muere y lo cruzan al cementerio en lancha, por el mar”.
En Tintipán también está la cancha de fútbol y los cocos que consume el millar de personas que viven en el islote.