Los antioqueños de antes, los que vivieron cuando no había carreteras ni puentes, se sentían encerrados entre grandes montañas. “Antioquia, por su geografía, vive aislada”, repitió muchas veces Manuel Uribe Ángel, un sabio nacido en Envigado en 1822. Es un departamento tan montañoso que gran parte de sus municipios tienen veredas en todos los climas.
La forma del departamento es caprichosa. A Fulano de Tal se le parecía a una tortuga gigante: el cuello estirado y la cabeza son ese territorio metido entre Córdoba y Chocó: la región de Urabá. El río Atrato es la barriga. El lomo lo forma el valle del Bajo Cauca. La cola es Yondó, municipio encajonado entre el río Magdalena y el Cimitarra. Y dos patas: una formada por Nariño y Sonsón, y otra por municipios del suroeste.
Su forma irregular le permite tener límites con ocho departamentos y con el mar Caribe.
La frontera más larga es con Chocó: mide 551 kilómetros. Le siguen la de Córdoba y el mar Caribe. Las más cortas son con Sucre, apenas seis kilómetros, y con Risaralda, 16. Las otras son con Caldas, Santander y Boyacá.
Más del 85 por ciento de sus 63.612 kilómetros cuadrados está ocupado por las cordilleras Central y Occidental.
La primera es la cadena montañosa más alta del país, la de los volcanes, los nevados y el café. Separa los valles de los ríos Cauca y Magdalena. En Antioquia es amplia y maciza. El río Porce la divide en dos ramales. A un lado queda el valle de Aburrá, al otro el valle de Santa Rosa de Osos. En el noroeste, la cordillera se humilla, pierde altura y desaparece.
Sólo un brazo, al oriente, se interna en Bolívar, formando la serranía de San Lucas.
La Occidental es angosta y alargada, separa los valles del Atrato y el Cauca. Al norte del departamento se “encuchilla”, forma el Nudo de Paramillo y se divide en tres ramales delgados: las serranías de Ayapel, San Jerónimo y Abibe. Esta última termina cerca a la costa de Urabá. Las otras dos se desvanecen al pasar a Córdoba.
“Antioquia es un inmenso mirador”, pensó Fulano de Tal una tarde encaramado en el morro Capiro de Sonsón. El paisaje lo dejó asombrado: olas y olas de montañas, unas detrás de otras y, detrás, imponentes, los Farallones de Citará, esa pared abrupta y escarpada que cierra a Antioquia por el suroeste. Igual le pasó en el cerro Capiro de La Ceja: desde lo alto de esa montaña contempló un día el valle de Rionegro y gran parte del Oriente antioqueño. Cuando conoció a Urabá y el Magdalena Medio, donde fue a parar en visita de parientes, completó su idea sobre el departamento. “Antioquia es un inmenso mirador enmarcado al oriente, norte y occidente por una verde planicie”. Urabá le pareció un tapete formado por extensiones sin fin de cultivos de banano. No conocía aún el pedazo sobre el río Arato, Murindó y Vigía del Fuerte, dos pequeñas poblaciones de casas de madera en plena selva, habitadas en gran parte por colombianos de origen africano: afrocolombianos.
Planeaba viajar por Remedios y Segovia, al noreste. Una región que perdió su vocación agrícola por la fiebre del oro, habitada por hombres con intuición para olfatear el metal precioso. Cuando resplandecen como lucecitas los cristales de cuarzo en las rocas de las minas, es una buena señal. Casi siempre, oro y cristales de cuarzo van juntos.