¿Cuál es la parte más pequeña que forma la materia, sea esta sólida, líquida o gaseosa? Es una pregunta tan antigua como el hombre. Culturas milenarias hablaban de pequeñas partículas: átomos. El elemento más pequeño que conformaba la materia. Hasta finales del siglo XIX, el átomo era sólo una teoría.
Los científicos empezaron una intensa cacería para demostrar con experimentos su existencia y características. Pronto se obtuvo una descripción muy interesante. Primero se encontró que existían diferentes átomos: de hidrógeno, oxígeno, calcio, potasio, cobre, aluminio, cromo, uranio, oro, etc.
Hoy están clasificados 109 elementos o tipos de átomos diferentes: unos son metales, otros halógenos, otros son gases. Los átomos son tan pequeños que una fila de diez mil millones de ellos mide un milímetro. Los estudiosos que los han visto con modernos equipos, dicen que parecen pequeños copos de algodón cargados eléctricamente.
Todos tienen la misma estructura: un núcleo que contiene por lo menos una partícula eléctricamente neutra, neutrones, y otra carga positiva, protones. En torno al núcleo, y en diferentes órbitas o niveles de energía, giran los electrones, que son partículas de carga negativa.
Entre estas cargas eléctricas se producen una serie de fuerzas de atracción y repulsión. Incluso se dan intercambios de electrones entre átomos y choques entre ellos. Los antiguos griegos sabían que al frotar trozos de ámbar, éstos producían fuerzas de atracción y repulsión.
En 1785, el investigador francés Charles–Augustin Coulomb hizo girar un embobinado de alambre de cobre, dentro del campo magnético de un imán. Descubrió que se creaba una corriente de electrones de átomo a átomo. Encontró también que ésta podía ser conducida por un cable.
Su experimento dio paso al conocimiento de la corriente eléctrica y la forma de generarla. Casi un siglo después, en 1847, Thomas A. Edison creó la bombilla eléctrica. Tuvo que superar mil fracasos. “Cada fracaso es una posibilidad menos de errar”, decía.
Con estos descubrimientos se empezaron a desarrollar grandes generadores de energía eléctrica. En las principales ciudades se tendieron líneas de conducción. Aparecieron los motores eléctricos para máquinas y vehículos. El mundo se llenó poco a poco de aparatos eléctricos de uso doméstico: planchas, licuadoras, lavadoras, hornos, lámparas. Hoy existen muchas formas de energía para mover los genera-dores de electricidad. Hay hidroeléctricas, termoeléctricas, de energía eólica —la del viento—, solar, nuclear o atómica.
Medellín conoció la luz eléctrica en junio de 1898. Las campanas de todos los templos se echaron a vuelo para celebrar. Desde ese día el loco Marañas, un simpático personaje de la ciudad, que con su sombrero de hongo andaba por las calles persiguiendo a las mulas pendiente de que dejaran suelta una herradura, al ver aparecer la Luna por el cerro Pan de Azúcar, le gritó: “¡Tonta!. De hoy en adelante te vas a tener que ir a alumbrar a los pueblos”.
El servicio de luz para las casas empezaba a las seis de la tarde. Durante el día era para la industria. No había contadores y se cobraba según el número de bombillas. Estas tenían limitado-res que hacían titilar la luz cuando se prendía una bombilla de más. Bogotá se iluminó desde 1900.
En Colombia, la mayoría de la energía eléctrica viene de hidroeléctricas. Las represas dejan escapar con gran potencia el agua, de manera controlada, a través de compuertas, y la obligan a pasar por las turbinas que mueven los generadores conectados a toda la red de cables distribuidores. Así llega a ciudades, pueblos y veredas.