Archipiélago de San Andrés y Providencia.
Érase una vez, cuando el tiempo era tiempo, los cuentos no se llamaban cuentos de Anancy, sino cuentos de Tigre. Y por las tardes, cuando los animales se sentaban a contar sus aventuras, a ese tiempo le decían la hora del Tigre.
Pero un día, cuando los animales se sentaron a contar sus aventuras, Anancy, la araña, se paró y dijo:
—Ay, hermano tigre, deje que los cuentos lleven mi nombre, sí, sí, por favor, por favor. Y tanto insistió Anancy que Tigre dijo:
—Ja, ja, jaja, pobre Anancy, tan debilucha y quiere que los cuentos lleven su nombre. Está bien, los cuentos podrán llevar tu nombre si me traes a la serpiente amarrada de un palo.
Y todos sabemos lo difícil que es amarrar a la serpiente de un palo, pero Anancy, la araña, no se dio por vencida.
—¡Lo tengo, lo tengo! A la serpiente le encantan los bananos, deliciosos bananos maduros con punticos negros, olorosos, listos para comer. Conseguiré un racimo de bananos y, cuando llegue la serpiente, empezará a comer, y como estarán tan deliciosos se comerá todo el racimo, y quedará tan llena que no podrá moverse, y luego con esa pita la amarró del palo y los cuentos llevarán mi nombre. ¡Viva, viva! Y así, pensando y haciendo, puso el racimo de bananos y, cuando llegó la serpiente, empezó a comer, y eran tan deliciosos que comió la mitad y dejó la otra mitad para después.
¡Pobre Anancy, los cuentos no llevarán su nombre! Pero Anancy no se dio por vencida y pensó:
—A la serpiente le gustan los huevos, deliciosos huevos frescos recién puestos por la gallina. Conseguiré unos huevos, abriré un hoyo, pondré grasa alrededor, los colocaré, y cuando llegue la serpiente, se va a resbalar hasta el fondo, y con esta pita la amarro.
¡Viva, viva, los cuentos llevarán mi nombre! Y pensando y haciendo, abrió un hoyo profundo, colocó los huevos y la grasa alrededor y esperó.
Y de pronto, llegó la serpiente:
—Ay, ¿quién me quiere tanto? Ayer eran bananos y hoy son huevos. La serpiente, al darse cuenta de que había grasa alrededor, amarró la cola de un arbusto y se deslizó y comió hasta el último huevo, y así como entró salió y se fue.
¡Pobre Anancy!
—Los cuentos no van a llevar mi nombre —dijo la arañita y se puso a llorar.
Por allí pasó la serpiente y le preguntó:
—Anancy, ¿por qué estas llorando?
—¿Llorando yo? Yo no estoy llorando. Perdí una apuesta pero nada más.
—¿Una apuesta? Preguntó la serpiente.
—Sí. Es que yo aposté que tú eras las más elegante, la más esbelta de la selva. Mírate esos colores, negro con café tornasolado. Además, eres tan esbelta.
Y la serpiente dijo:
—¿Acaso alguien tenía dudas de eso? Y dijo Anancy:
—Yo no, pero los demás animales sí.
Y la serpiente preguntó:
—Y cómo puedo hacer para demostrarles que soy la más larga y esbelta de la selva?
Y Anancy contestó:
—Bueno, acuéstate a lo largo de este palo que yo con esta pita te puedo medir y mostrarle a los demás que tú eres la más larga. Y la serpiente, más obediente que nunca, se acostó a lo largo del palo. Pero cuando estiraba la cola, la cabeza se encogía, y cuando estiraba la cabeza, la cola se encogía. Así que le dijo Anancy:
—Ay, serpiente, déjame amarrarte la cola para que te puedas estirar.
Y la serpiente movió la cabeza en son de acuerdo y Anancy le amarró la cola, y la serpiente empezó a estirarse y a estirarse, pero le faltaba un tramo para ser más larga que el palo, y Anancy le dijo:
—Cierra los ojos serpiente, y estira con fuerza que yo contaré hasta tres. Entonces la serpiente empezó a estirarse y Anancy a contar:
—A la una, a las dos… y cuando iba a llegar a las tres, Anancy, la araña, le amarró el cuello y comenzó a gritar:
—Vengan todos a ver la serpiente amarrada de un palo. Y desde ese día los cuentos dejaron de ser cuentos de Tigre y se convirtieron en cuentos de Anancy.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
Narradora: Loila Pomares Miles.
Recopiló: Tita Maya y María Isabel Escobar.
Ilustraciones: Nadir Figueroa.