REGIÓN AMAZÓNICA
Un día, hace muchos años, un jaguar se pavoneaba por la selva. Se sentía muy orgulloso, pues estaba convencido de que era el animal más temible sobre la tierra. Ronroneaba de contento al imaginar el miedo que los hombres le tenían.
Al llegar a un claro del bosque, miró hacia arriba y vio cómo corría por el cielo, empujada por el viento, una pequeña nube blanca.
—Buenos días jaguar —dijo la nube, al pararse un momento para que la brisa jugueteara sola alrededor de las palmeras.
—Buenos días, nube.
—Te veo muy contento —le dijo la nube.
El jaguar soltó una risa.
—¿No te parece, nube, que soy el animal más temible de la selva?
—Hum…
—La gente se aterra cuando me ve.
—Hum…
—Los hombres espantados corren a esconderse cada vez que yo aparezco.
—Hum —repitió la nube—, no estoy tan segura de eso.
—¿Qué quieres decir? ¿Quién más puede espantar a los seres humanos en la misma forma?
—Yo puedo.
—¡Qué! ¿Tú, una nubecita? ¡No me hagas reír! —y el jaguar soltó una carcajada—. Me voy ahora mismo a mostrarte cuán temible puedo ser.
—Bueno, está bien —dijo la nube—; creo que encontrarás que la gente se espantará mucho más al verme a mí. Apuesto a que yo puedo…
Pero el jaguar no esperó a escuchar más. Desapareció dando grandes saltos hacia el pueblo más cercano, y la nube, con una enorme sonrisa, lo siguió.
Allá abajo, vio una gran maloca y a su alrededor algunos niños jugando. Una mujer perseguía una gallina, un hombre afilaba las puntas de las flechas de su cerbatana y otro estaba asando carne sobre la candela. Dos abuelas llegaron con pesados canastos repletos de yuca y un anciano, estirado en una banquita, gozaba del sol.
Súbitamente, el jaguar saltó desde el bosque y comenzó a rugir, y acto seguido el anciano le arrojó un terrón de tierra y una flecha salió disparada en su dirección. Todos los niños lo señalaron y susurraron entre sí, pero nadie parecía estar asustado. A decir verdad, el jaguar se veía muy estúpido, brincando arriba y abajo, rugiendo como un demente mientras que todos lo miraban y se burlaban.
Cuando se dio cuenta, se sintió ridículo y avergonzado y se escabulló rápidamente para esconderse en el matorral.
—Ahora es mi turno —dijo la nube, cuando al fin paró de reír.
Entonces la nube principió a soplar y resoplar, y a crecer y crecer y a oscurecerse cada vez más. De pronto, mil destellos relampaguearon en el cielo y gruesas gotas de lluvia comenzaron a caer.
Todo el mundo corrió hacia la maloca. Los canastos rodaron por el suelo y su contenido se regó en todas direcciones. Los niños se agarraron de sus madres, las gallinas se ocultaron lo mejor que pudieron y los perros se precipitaron a guarecerse. Los fogones chisporrotearon y se apagaron. El gran patio alrededor de la maloca quedó completamente vacío. Solo las palmeras se quedaron a resistir la tempestad. Todos estaban en verdad muy asustados.
Llovió y llovió y no apenas un día ni dos ni tres. Mucho tiempo pasó sin que nadie pudiera dejar la maloca para pescar, cazar o traer alimentos desde sus cultivos. Estaban muy hambrientos y preocupados por los bebés, que lloraban y lloraban. Los perros se echaron y las gallinas, en cambio, aprovecharon para darse un banquete con las lombrices que aparecían en la superficie gracias al diluvio.
Mientras tanto, el jaguar estaba avergonzado y hambriento, atascado debajo de una palma de hojas grandes.
Al fin pasó la tormenta. El cielo se despejó y apareció nuevamente la nubecita blanca.
—Jaguar, creo que gané la apuesta. La gente me tiene mucho más miedo que a ti —y con esas palabras de despedida continuó su interminable viaje.
Isabel Crooke Ellison.
Publicado en: Sueños con jaguares: mitos y cuentos de los indígenas colombianos.
Bogotá. Intermedio Editores, 2006.
Ilustración: Johana Bojanini.