Región Andina.
Mito Chamí.
El sapo llevaba muchos días maquinando para encontrar la manera de asistir a la fiesta celestial, pero cada idea era peor que la anterior. Después de mucho pensar y pensar, se le ocurrió un plan. Todos los animales debían aportar algo para la fiesta y él no podía ser la excepción, así que preparó un costalito con algunas cosas y le dijo a su esposa que cuando llegara el gallinazo se lo entregara. Después se fue a casa del gallinazo y le pidió el favor de recoger el paquete y llevarlo a la fiesta: él no podía ir, pero de todas formas enviaba su contribución.
El gallinazo aceptó. Se pusieron de acuerdo en la hora y el sapo se fue muy contento. Al llegar a su casa, se metió en el costalito y se quedó ahí, callado, esperando a que llegara el gallinazo a recogerlo.
Éste llegó a la hora convenida, saludó a la señora rana, que le entregó la mochilita, se despidió y echó a volar. Subió, dando vueltas y más vueltas, y cuando estaba bien alto, muy cerca del cielo, dijo, sin saber lo que llevaba en el paquete: “¡Menos mal que no vino el chismoso del sapo! No hay fiesta en la que no esté hable que te hable: una vez empieza, no hay modo de pararlo”.
Entonces el sapo, desde el fondo de la mochila, dijo: “¡Aquí estoy, amigo! ¡Aquí estoy!”. Al oír la conocida y fea voz, el gallinazo hizo un gesto de desagrado, pero como ya estaba a las puertas del cielo no tuvo más remedio que terminar su viaje y llevar al indeseable a la fiesta.
La celebración fue muy agradable y todos se divirtieron mucho; el sapo, desde luego, no desaprovechó la oportunidad para echar sus habladurías aquí y allá y regar uno que otro chisme. Las cosas buenas, sin embargo, no duran, y el sapo, viendo que ya no faltaba mucho para tener que regresar a casa, empezó a darle trago al gallinazo para que no se diera cuenta de que lo llevaba otra vez. El gallinazo, ya medio borracho, no advirtió cuando el sapo se le trepó encima, y echó a volar.
Una vez más, dio vueltas y vueltas, bajando de a poquitos. Cuando ya estaba cerca del suelo, dijo: “¡Qué bueno! Por fin me libré del estorboso sapo, que a estas horas debe estar allá arriba viendo cómo hace para devolverse”. Y el sapo le gritó desde su espalda, donde estaba prendido como una garrapata: “¡Aquí estoy, compadre!”.
El gallinazo se puso furioso y empezó a hacer piruetas y a sacudirse, para hacer caer al sapo. Éste iba muerto del susto. Cuando creyó que estaba bien bajito, vio una piedra, que le pareció chiquita, y resolvió tirarse para evitar males mayores. Cayó sobre la piedra y se pegó tan duro que se quedó sin cola. Lamentándose de su suerte, juró que nunca más iría a una fiesta en el cielo. Desde entonces, los sapos no tienen cola y se la pasan cantando en las lagunas.
Mauricio Galindo Caballero.
Publicado en: Mitos y leyendas de Colombia: tradición oral indígena y campesina.
Bogotá. Intermedio Editores, 2003.
Ilustraciones: Alejandra Estrada.