En el principio de los tiempos los animales no encontraban buenos alimentos que comer.
La tierra, sembrada de colores, tenía árboles y flores, ríos y lagunas enmarcadas en playas de arena cálida, pero los animales no conocían el fuego ni sabían cultivar y se veían obligados a comer pepas y hongos de palos podridos.
Un buen día, Kutzikutzi, el perro de agua, a quien le gustaba salir de noche a buscar su alimento entre las ramas de los árboles, sintió un agradable olor que se hacía más fuerte a medida que avanzaba. Cerró los ojos y se dejó llevar, hasta cuando tropezó con un gigantesco árbol y quedó extasiado al ver la variedad de alimentos que colgaban de sus ramas: plátano, piña, ají, yuca, caña, chontaduro, marañón y tantos otros, que solo los niños de hoy los conocen todos.
Kutzikutzi comió insaciablemente. Había probado de muchos frutos, pero era la piña a la que mejor sabor le había encontrado. Regresó silencioso, con temor de que los demás animales se enteraran de su descubrimiento y lo dejaran sin alimento, y se acostó a dormir.
El claro de la selva en el que se reunían los animales se inundó de un agradable olor; todos tenían la boca hecha agua y se preguntaban:
—¿De dónde vendrá ese olor tan delicioso?
La lapa notó que el Kutzikutzi abría la boca como si estuviera comiendo y que era de su boca de donde salía tan agradable olor; así se lo comentó al venado, éste se lo contó al loro, y el loro, sabiéndose conocedor de la verdad, dijo en voz alta:
—El Kutzikutzi no come hongos de los palos podridos.
—Ha encontrado algo mucho mejor —repuso la lapa, y añadió—: uno de nosotros debe vigilar al Kutzikutzi para saber cuál es el buen alimento que come.
Entre los presentes brillaron los ojillos de Piizí, el picure, que dando un paso adelante dijo con resolución: —Yo lo haré.
El perro de agua durmió todo el día, y cuando las sombras caían, salió rápidamente y no se dio cuenta de que lo seguía Piizí, el picure. Llevaba un rato deslizándose por entre las ramas de los árboles, cuando de repente, escuchó un ruido extraño que lo hizo mirar para abajo, y descubrió el cuerpo de Piizí, el picure, en la oscuridad. Se enfureció, pero no dijo nada para que Piizí no se diera cuenta de que había sido descubierto, y desvió su camino hacia un pequeño árbol, del cual dejó caer unas pepas. Cuando Piizí vio las pepas, las recogió y regresó llevándolas para que los demás animales las probaran.
Todos las observaron, las tocaron y las olieron exclamando: —Esas pepas son amargas, huelen muy mal.
Al amanecer llegó el Kutzikutzi y, ante la mirada curiosa de todos, se acostó a dormir.
Aburridos y con la boca hecha agua, los animales se miraban con preocupación.
Entonces, Taba, la lapa, se levantó muy decidida y dijo:
—Yo voy a descubrir lo que come el Kutzikutzi —y se acostó muy cerca de él para esperar su partida.
Por la noche, cuando el Kutzikutzi se dispuso a ir al gran árbol, la lapa lo acechaba, y mientras él se deslizaba de rama en rama, ella se movía sigilosa entre árboles y matorrales.
Así llegaron los dos animales a la orilla del río. El Kutzikutzi miró hacia atrás malicioso, comprobando que no lo seguían, y se agarró de una rama que lo condujo a la otra orilla del río.
Taba miró para todos lados, y con un movimiento rápido se sumergió en el agua y salió al otro lado, donde estaba el gran árbol de los alimentos.
Todo a su alrededor olía delicioso. La lapa se acercó a la raíz del árbol y empezó a comer de lo que había en el suelo: yuca, piña, marañón, ají…
Encima del árbol el Kutzikutzi comía ruidosamente y con su kutzi… kutzi… kutzi… kutzi… pasaba de una fruta a otra, sin darse cuenta de la compañía que tenía.
Cuando la lapa hubo terminado lo que estaba en el suelo, divisó al Kutzikutzi que se deleitaba con una piña, y con muchos deseos de comer, pensó: ¡cae piña, cae!
La piña cayó de las manos del Kutzikutzi y la lapa la cogió en las suyas, partiendo a toda prisa.
El Kutzikutzi, desconcertado y furioso, se lanzó tras la lapa, pero no pudo darle alcance, pues ella no paró su carrera hasta cuando llegó donde estaban los animales reunidos, quienes armaron un fuerte alborozo cuando la vieron llegar con tan rico alimento que todos probaron diciendo:
—¡Qué rico! ¡Huele bien! ¡Sabe muy bien!
Más tarde llegó el Kutzikutzi y, sin pronunciar palabra, se abalanzó sobre la lapa cogiéndole fuertemente los cachetes, mientras ésta se defendía cogiendo al Kutzikutzi por la cintura.
Todos los animales se fueron muy contentos hasta el lugar donde se encontraba el árbol de los alimentos y al verlo lo llamaron el “árbol del Kaliawiri”, pues pensaron que si tumbaban y sembraban en la tierra los alimentos, estos crecerían y nunca jamás le faltaría comida a los animales.
Trabajaron todo el día. Al oscurecer, se fueron desplomando uno a uno rendidos por el sueño y el cansancio, sin haber concluido su tarea. A la mañana siguiente no salían de su asombro: ¡El árbol se había cerrado nuevamente! “El árbol del Kaliawiri pertenecía a los dioses”, era el comentario de todos. Pero aun así decidieron reiniciar el corte.
Llegaron todos los animales de la selva, amigos y enemigos, y trabajaron día y noche, hasta que pasaron muchos soles y muchas lunas, hasta que un grito de alegría se escuchó en toda la selva y otro de sorpresa robó las sonrisas de los labios de los animales: ¡el árbol del Kaliawiri no caía porque estaba prendido del cielo con un bejuco!
Duiri, el arrendajo, voló para saber qué sucedía, y con su pico trató de romper el bejuco, con tan mala suerte, que al enterrar el pico la savia del bejuco salpicó sus ojos dejándolo casi ciego. El pajarito bajó triste y adolorido.
Los animales decían que no importaba cuánto tiempo duraran tumbando el árbol. ¡Lo iban a tumbar esta vez! Materí, la ardilla, y su compañero, subieron entusiasmados decididos a tumbar el árbol del Kaliawiri, y para hacer su trabajo con mayor rapidez, una de las ardillas se paró sobre el bejuco. Cuando el corte estuvo listo, los animales no cabían de contentos: el Kaliawiri se desplomó llenando la tierra con sus frutos. Luego los animales fueron sembrando yuca, piña, ají, merey, chontaduro, y con las primeras sombras de la noche, la ardillita colgada del bejuco alumbró como un lucero la tierra cultivada.
Mariana Avilán.
Publicado en: Leyendas de lso Piapoco y Emberá (Colombia).
Bogotá. Cooperativa Editorial Magisterio, 2006.
Ilustraciones: Alejandra Higuita