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La Mantícora

La Mantícora

(Basado en una leyenda persa)

Hace muchos siglos existió un hombre que buscaba con terquedad los secretos de la inmortalidad. Había recorrido medio mundo caminando, hablado con cientos de sabios y leído miles de libros, pero no podía hallar la fórmula. Un día transitaba por una de las rutas que conducían a la ciudad de Bagdad. Cruzaba un árido desierto, cuando escuchó a lo lejos un sonido como de trompeta. Se detuvo y le pareció distinguir también una voz humana, así que dirigió sus pasos hacia el lugar de donde procedía el sonido: en las soledades del desierto siempre es agradable encontrar compañía. No veía a nadie, pero la voz se hacía cada vez más clara en medio de lo que parecía una música extraña. Empezó a comprender palabras: —Para evitar la muerte es necesario primero transformar nuestras… El hombre, picado en su curiosidad, aguzó el oído. Comprendió que la voz hablaba sobre los misterios profundos de la vida. Se escondió detrás de una roca porque sabía que los sabios no revelaban sus secretos sino a sus aprendices predilectos y, si lo descubrían allí, nunca conocería las respuestas que buscaba desde hacía tantos años. —La inmortalidad que brinda la vida eterna hay que buscarla en… Las palabras se le perdían justo cuando se iban a revelar aquellos secretos que buscaba con tantas ansias.

—Para preparar el elixir de la eterna juventud, es necesario… La voz se dejó de escuchar y el sonido de trompeta pareció alejarse, así que el hombre salió de detrás de la roca y… quedó pasmado al ver justo al frente suyo la imagen de un ser terrorífico. Era un animal de pelaje rojizo, cara de humano, cuerpo de león, cola de escorpión, alas de murciélago y tres hileras de dientes en su boca. Al ver semejante criatura, creyó que era un espejismo y que estaba enloqueciendo. Cayó al suelo, lleno de pánico. Cada segundo se sentía más perdido y más asustado que el anterior. La bestia se acercaba, alzando su cola de escorpión y le tiraba dardos envenenados que paralizaban sus piernas. Incapaz de moverse y huir, el pobre se resignó a su suerte y supo que iba a morir. Ahora sabía que aquel ser que parecía salido de una pesadilla era la temida Mantícora, famosa por atraer a las personas creándoles la ilusión de que les revelaría los grandes secretos de la vida; pero lo hacía solo para devorar a los humanos que encontraba en su camino, pues los odiaba con toda la fuerza de su corazón negro y ponzoñoso. La Mantícora llegó frente a él y le mostró las tres hileras de dientes afilados que se apretaban en sus potentes mandíbulas. Estas parecían listas para destrozar su carne y romper sus huesos.

Entonces el hombre recordó lo que un anciano encantador de serpientes de la India le había contado una vez: solo la música apacigua la furia de la Mantícora. Llevó su mano al cinto y sacó la pequeña flauta que siempre cargaba para entretenerse en sus interminables caminatas alrededor del mundo. Empezó a tocar una dulce melodía que había aprendido a orillas del río Ganges y la Mantícora se detuvo por un momento para escuchar. Movía su cabeza casi humana de un lado al otro, como si disfrutara. Luego el hombre tocó otra melodía, y luego otra, y otra. Las había aprendido a lo largo de sus viajes a través de montañas, bosques, desiertos y llanuras. La Mantícora escuchaba, curiosa, aquellas notas que evocaban parajes lejanos. Pero llegó el momento en el que el hombre agotó su repertorio y comenzó a repetir. La Mantícora lo notó y su expresión curiosa se transformó nuevamente en furia incontenible, por lo que el atemorizado mortal empezó a inventar nuevas melodías, a veces tristes, a veces alegres. De su flauta fluía un caudal interminable de música.

La Mantícora pareció tranquilizarse: sus alas se plegaron sobre su cuerpo, las uñas de felino se escondieron bajo la piel de sus garras, sus párpados humanos comenzaron a cerrarse y la temible bestia bostezó. El hombre, viendo que la música estaba funcionando, tocó su flauta cada vez más suavemente, haciendo sonar notas largas, hasta que la Mantícora se echó sobre el suelo, posó la cabeza en la arena y se quedó profundamente dormida. Sin dejar de tocar la flauta, el hombre, a quien ya le funcionaban los pies porque el veneno de los dardos había perdido su efecto, comenzó a caminar lentamente, alejándose de aquel lugar. Cuando creyó que la distancia que lo separaba de la Mantícora era suficiente, guardó su flauta y echó a correr sin mirar atrás y sin parar a descansar ni un solo instante. Varias semanas después llegó a Bagdad, pero ya no quiso visitar a los sabios que iba a buscar para discutir sobre la inmortalidad y la eterna juventud. Ahora solo quería terminar sus días tranquilo, satisfecho por haber sobrevivido a una de las bestias más temidas del mundo. La Mantícora sigue en los desiertos del Viejo Mundo, acechando a los hombres, complaciéndose en embaucar y devorar a los que, a toda costa, quieren descifrar los misterios del universo.

 

 

(Ilustración: María Luisa Isaza)

 

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