Éste dizque era un hombre que se llamaba Peralta. Vivía en un pajarote muy grande y muy viejo, en el camino real y afuerita de un pueblo donde vivía el Rey. No era casao y vivía con una hermana soltera, algo viejona y muy aburrida.
No había en el pueblo quién no conociera a Peralta por sus muchas caridades: él lavaba los llaguientos; él asistía a los enfermos; él enterraba los muertos; se quitaba el pan de la boca y los trapitos del cuerpo para dárselos a los pobres; y por eso era que estaba en la pura inopia; y a la hermana se la llevaba el diablo con todos los limosneros y leprosos que Peralta mantenía en la casa. ¿Qué te ganás, hombre de Dios? —le decía la hermana— con trabajar como un macho, si todo lo que conseguís lo botás jartando y vistiendo a tanto perezoso y holgazán? Casáte, hombre, casáte pa que tengás hijos a quién mantener. —Cálle la boca, hermanita, y no diga disparates. Yo no necesito de hijos, ni de mujer, ni de nadie, porque tengo mi prójimo a quién servir. Mi familia son los prójimos…
Estaba un día Peralta solo en grima en la dichosa casa, haciendo los montoncitos de plata para repartir, cuando, ¡tun, tun!, en la puerta. Fue a abrir y ¡mi amo de mi vida!, ¡qué escarramán tan horrible! ¡Era la Muerte, que venía por él! Traía la güesamenta muy lavada, y en la mano derecha la desjarretadera encabada en un palo negro muy largo, y tan brillosa y cortadora que se enfriaba uno hasta el cuajo de ver aquello. Traía en la otra mano un manojito de pelos que parecían hebritas de bayeta, para probar el filo de la herramienta. Cada rato sacaba un pelo y lo cortaba en el aire.
—Vengo por vos —le dijo a Peralta—.
—Bueno, —le contestó éste—, pero tenés que darme un placito pa confesarme y hacer testamento. —Con tal que no sea mucho —contestó la Muerte de mal humor —porque ando de afán. —Date por ai una güeltecita, —le dijo Peralta— mientras yo me arreglo; si te parece, entretenéte aquí viendo el pueblo que tiene muy bonita divisa. Mirá aquel aguacatillo tan alto; trepáte a él pa que divisés a tu gusto.
La Muerte, que es muy ágil, dio un brinco y se montó en una horqueta del aguacatillo; se echó la desjarretadera al hombro y se puso a divisar. Dáte descanso, viejita, hasta que a yo me dé la gana —le dijo Peralta—, que ni Cristo con toda su pionada te baja de esa horqueta.
Peralta cerró la puerta, y tomó el tole de siempre. Pasaban las semanas, y pasaban los meses, y pasó un año. Vinieron las virgüelas castellanas; vino el sarampión y la tos ferina; vino la culebrilla, y el dolor de costao, y el descenso y el tabardillo, y nadie se moría. Vinieron las pestes en toítos los animales: pues, tampoco se murieron.
Al comienzo de la cosa echaron mucha bambolla los dotores con todo lo que sabían; pero luego la gente fue colando en malicia que eso no pendía de los dotores sino de algotra cosa. El cura y el sacristán y el sepulturero pasaron hambres de perro, porque ni un entierro, ni la abierta de una sola sepoltura güelieron en esos días. Los hijos de taitas viejos y ricos se los comía la incomodidá de ver a los viejorros comiendo arepa, y que no les entraba la muerte por ningún lao. Lo mismo les sucedía a los sobrinos con los tíos solteros y acaudalados; y los maridos, casaos con mujer vieja y fea, se revestían de una injuria, viendo la viejorra tan morocha, habiendo por ai mozas tan bonitas con qué reponerla. De todas partes venían correos a preguntar si en el pueblo se morían los cristianos. Aquello se volvió una bajatola y una confundición tan horrible, como si al mundo le hubiera entrao algún trastorno. Al fin determinaron todos que era que la Muerte se había muerto, y ninguno volvió a misa ni a encomendarse a Dios.
Mientras tanto, en el Cielo y en el Infierno estaban ofuscaos y confundidos, sin saber qué sería aquello tan particular. Ni una alma asomaba las narices por esos laos: aquello era la desocupez más triste. El Diablo determinó ponerse en cura de la rasquiña que padecía para ver si mataba el tiempo en algo. San Pedro se moría de la pura aburrición en la puerta del Cielo: se lo pasaba por ai sentaíto en un banco, dormido, bosteciando y rezando a raticos en un rosario bendecido en Jerusalén.