Una mañana de febrero, siendo las 7:00 am, mi compañero Carlos y yo nos dirigíamos hasta una pequeña comunidad llamada Villa Abajo. Allí debíamos realizar un acompañamiento a la docente Luz Nelly Miranda.
Durante el recorrido para llegar a la escuela estuvimos siempre acompañados por el imponente y estruendoso sonido de la quebrada de Villa Abajo, famosa en la región por sus aguas cristalinas y playitas, donde los fines de semana se desplazan las personas del municipio de El Bagre y sectores aledaños a escapar del bullicio y el incesante calor.
El camino para llegar hasta la escuela era estrecho y estaba rodeado de mucha vegetación; atravesamos un puente colgante y escuchamos los cantos de los azulejos, canarios y sangre toro. Al llegar nos percatamos de la majestuosa vista que nos ofrecía la quebrada, ya que justo al frente de la escuela podíamos divisarla en su esplendor, cristalina y en calma, y nos invitaba a darnos un chapuzón que, aunque no fue posible, prometimos dejarlo para otra ocasión.
Mientras aguardábamos la llegada de la docente frente a la hermosa vista que teníamos en ese momento, los estudiantes empezaron a llegar en pequeños grupos, seguramente porque venían de lejos. Uno a uno se fue acercando y con mucha familiaridad nos preguntaron por los profes que habían ido antes, por nuestros nombres y hasta por nuestras familias, lo que nos permitió acercarnos a ellos de manera más informal.
Cuando llegó la docente, Carlos y yo nos presentamos con ella, le indicamos cuál era el motivo de nuestro acompañamiento y sus objetivos. Después de haber iniciado nuestras actividades llegó el momento más esperado por los estudiantes: ¡el recreo!
Los niños corrieron animados al patio, donde se encontraba un frondoso palo de mango, rodeado de llantas de carro que fungían como sillas. Algunos niños se sentaron a desayunar, mientras otros se ubicaron debajo del frondoso árbol y empezaron a bajar improvisados columpios hechos con cuerdas y llantas de moto y bicicletas. Ellos se veían felices al vaivén de las cuerdas, disfrutaban el aire que golpeaba sus mejillas y las risas de los otros niños. En ese momento recordé que hacía mucho tiempo no veía un columpio de esos, que mis hermanos y yo siempre quisimos tener uno en nuestro patio y que mucho menos había tenido la oportunidad de balancearme en uno, pero parece que no fui la única, pues al mirar a mi compañero percibí los mismos sentimientos en él: nostalgia, melancolía y como si nos hubiésemos puesto de acuerdo, nuestros ojos se humedecieron… ¿Emoción? ¿Recuerdos de infancia? Tal vez, pero eso no fue importante, en ese momento solo queríamos volar, ser libres y disfrutar tanto como esos niños.
Esos mismos niños en su infinita sabiduría e imprudencia, nos invitaron a columpiarnos con ellos, no sin antes advertirnos que escogiéramos los de la llanta más grande y mejor amarrada, pues estábamos gorditos…
Sin pensarlo dos veces cada uno escogió un columpio lo más meticulosamente posible y teniendo en cuenta las recomendaciones que nos acababan de dar. Yo me sentía libre mientras la brisa acariciaba mis gordos cachetes, tanto que por un momento me imaginé que era Miley Cyrus en el video de Wrecking Ball, solo que sin el cuerpo y la historia trágica detrás de la canción. Carlos parecía Tarzán, balanceándose feliz, sonriendo a mas no poder, como los niños y la profesora Luz Nelly, que estaban pasmados viendo cómo nos hicimos amos y señores de los columpios, cómo planeábamos nuestras siguientes actividades en otras escuelas y nos reíamos e intentábamos hacer piruetas soltando una manito, después la otra. Para ellos éramos los raros de la escuela, para nosotros ellos eran ricos y afortunados por tener el lugar más hermoso, con las frutas más deliciosas y con diversión incorporada.
El tiempo se detuvo y desafortunadamente nosotros también cuando en medio de la felicidad y emoción que sentíamos en ese momento, la profe nos indicó que se había acabado el recreo. Estábamos tan inmersos evocando esos recuerdos de nuestra infancia que olvidamos dónde estábamos y lo que hacíamos en ese lugar. Al terminar la jornada le agradecimos tanto a la docente que nos permitió sacar los niños que llevábamos dentro y que tanta falta nos hacía, enseñar a los estudiantes que los adultos pueden jugar y divertirse y que es necesario hacerlo.
Una vez en el casco urbano Carlos y yo nos despedimos, después de reírnos un rato por haber asumido el papel de los niños y haber pasado del anonimato al desprestigio, creyéndonos dibujos animados y cantantes sin que nada nos importara, pero, sobre todo, de lo mucho que hemos conocido y aprendido gracias a la Alianza ERA. Ya en completa calma, llamé a mamá y le conté mi anécdota del día, lo mucho que nos divertimos y que ahora más que nunca estaba resuelta a tener mi propio columpio en casa, no solo por diversión, sino porque me di cuenta de que me encanta ser libre y volar.