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Un rancho propio 

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Un rancho propio 

Era un día como los otros. Llegar a la bodega, ver una mancha azul y encontrar mi lugar, contar cuantas familias tenían mis escuelas ese día, dividir por 12 el número de libros en cada caja y entregar un total para cargar los carros en compañía del conductor y los personales de apoyo. Así nos dispusimos para viajar durante horas visitando las escuelas de Entrerríos.  

Llegamos a la primera escuela y todo transcurría con tranquilidad, el profe tenía las planillas juiciosamente diligenciadas, con una letra que nos hacía sospechar de una pasión oculta por la medicina. Nos saludó muy efusivo, explicando el porqué de la ausencia de familias en la escuela ese día de cosecha de gulupas.  

Al entrar al salón encontramos toda la colección de Secretos para contar organizada en orden cronológico y con decoraciones en forma de mariposas y de flores. En la pared, una cortina blanca y en ella, con alfileres que iban abandonando la tela con cada movimiento del viento, unas letras pegadas, o medio pegadas ya, que decían: “Bienvenidos siempre Secretos para contar”. Alrededor del salón las sillas y algunos niños de los primeros grados, limpiándolas una por una: “somos el comité de bienvenida”, me dijo una de ellas. Me ofrecí para ayudarles y lo sintieron como un insulto, pues sus rostros voltearon casi a la velocidad de la luz y todos dijeron en coro: “¡No!”. Con eso entendí que debía quedarme inerte, esperando mi momento en este espacio que cada vez se iba pareciendo más a un altar, para un culto, un ritual, un magno evento.  

Doña Marta llegó rompiendo este momento estático con un saludo muy cordial y con los tres libros de la primera colección de Secretos para contar en sus manos. Me dio un abrazo y me hizo saber que yo no era la misma que había ido a la escuela hacía tres años. Me apresuré con dulzura a explicarle que yo era un poco nueva, que llevaba más o menos un año en la Fundación. Ella me miró con unos ojos más dulces que mis palabras, me agarró la mano y me dijo: “No importa, todos ustedes son igual de bellos y amables, eso es lo más bonito de venir”, me siguió contando que casi no llega porque no tenía leña ese día para cocinar, pues la noche anterior una tormenta levantó el plástico que cubría la leña y toda se mojó.  

Le expresé que lo sentía mucho pero que me alegraba que hubiera llegado para poder empezar, pues estábamos esperando a los demás padres de familia. El profesor llegó ofreciéndonos tinto, a lo cual doña Marta y yo no nos negamos. En esas me agarraba de la mano y me llevaba a una silla del salón que ya estaba limpia y me decía: “Venga pa´ca conversemos un ratico”, le dije que por supuesto. Nos sentamos y fue como si se hubiera abierto la canilla de sus cuerdas vocales. 

Me contó que había recibido todos los libros, que ella no leía mucho porque sentía que no comprendía los cuentos, o que las cosas eran muy complicadas, pero que cuando recibió la primera colección ella empezó a entender todo “tan facilito” que se leyó los primeros tres libros en menos de una semana y esto ocasionó problemas en la relación con su esposo. “No le gustaba que leyera tanto, decía que me quitaba tiempo para hacer otras cosas”, además le decía que leer era bobada y que mejor se pusiera a leer la biblia.  

Esto fragmentó un poco su relación porque ella quería seguir leyendo, pero cada vez que él la sorprendía con un libro en la mano se enojaba y empezaba a pedirle que hiciera otras cosas para que ella no tuviera tiempo para leer. Me contó que el día que mis compañeros llegaron con la tercera colección, en la cual estaba el libro Calor de Hogar, a ella le surgió una idea de hacerse su “ranchito afuera” … y lo hizo. Dice que, con mucho esfuerzo, tuvo que conseguir cañas y cortar con serrucho para poder hacerse una casita pequeña afuera de su casa. Diseñó un pedazo para poner los libros de secretos y se consiguió una mesita vieja. “Lo más complicado fue ponerle un techo, primero me tocó poner un plástico de esos de los invernaderos”, expresó Marta. 

Pude intuir para qué era el ranchito, pero con ganas de asegurarme de su uso, le pregunté. Me sonrió y en sus ojos vi la picardía de un niño que acaba de robarse un dulce. Me agarró nuevamente de la mano y me dijo: “Por las noches, cuando aquel se duerme, yo me voy con una velita, y me pongo a leer los libros. Ya hasta leo otros que me encuentro por ahí en el pueblo y me llaman la atención”. Ella dijo eso y se me pusieron los pelos de punta, se creó en mi mente la imagen de “Un cuarto propio” de Virginia Wolf. Recordé todo lo que leí y amé ese libro, “toda mujer necesita un cuarto propio”, me parecía estar levitando ante la idea de que ese libro escrito en otro lugar del mundo se hubiera replicado tan inconscientemente en una vereda del departamento de Antioquia. 

Le agarré la mano y le dije que la admiraba demasiado, que su historia me dejaba una huella. Me sonrió, tomó un sorbo de tinto y hubo un silencio. Otra mamá que llegaba rompió ese silencio que estaba lejos de ser incómodo y ese fue el presagio de la llegada de los demás padres. El resto de la promoción de lectura transcurrió en una normalidad cotidiana, pero antes de empezar con el último libro, se paró doña Martha y dijo: “Qué pena con ustedes, me tengo que ir, tengo que hacerle el almuerzo a mi marido”. 

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