Fundación Secretos para contar | Los Nukak Makú

Puerto Ospina, Guaviare: los Nukak Makú

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Campamento Nukak Maku

Situado en el departamento del Guaviare al Sur

Oriente de Colombia, en el municipio San José del

Guaviare, caserío Puerto Ospina.

Actividades principales: recolectar, pescar y cazar en la selva.

Temperatura: 28°a 35° centígrados.

Alexander Nukak, como se hace llamar de los blancos Timyú Nukak, se levanta a las cuatro de la mañana. Él, como todos los Nukak Makú, duerme muy poco: apenas tres o cuatro horas, pues sólo a la media noche se acuesta. Se levanta alegre y se alista para salir a mariscar –cazar–. Su mujer, entre tanto, sin levantarse del chinchorro, aviva la llama en el fogón, ubicado siempre en el centro de su vivienda hecha con palma de moriche.

 

“Nosotros es el propio que conoce la selva”, dice Alexander, en su español a medias. “En la selva hay mucho pescado, mucha alimentación, me gusta mucho”. Es la esencia de los Nukak Makú, la última tribu nómada de Colombia: vivir de lo que ofrece la selva.

 

Desde niños desarrollan una habilidad enorme para trepar en los gigantescos árboles de la selva. Arquean los pies formando como una bisagra; parecen tallados en el tronco… Utilizan, además, una cuerda de fibra vegetal trenzada; se la amarran de los pies, para conseguir apoyo y escalar. En minutos están en lo alto de una palma y bajan con un racimo de frutos, que luego cargan en los burup.

Día a día

Los hombres no esperan que salga el sol para irse a mariscar y a recolectar frutos silvestres. “A esa hora salen las pavas, los paujiles, los churucos –especie de mico–, animales que son muy especiales para alimento, el alimento que dejó dios para nosotros”.

Siempre salen en grupo, tres, o cinco. Caminan descalzos, con sigilo, mirando hacia arriba; de repente, se quedan quietos. Uno de ellos imita los sonidos de los micos o remeda el canto de un ave. Es la forma de ubicar y atraer a su presa. Cuando el animal les contesta, corren tras él. Cuando lo ven, meten la ‘puya’ –dardo envenenado con curare– en la cerbatana; levantan y sostienen, con una sola mano, esa caña hueca que puede medir tres metros, soplan y la puya sale disparada. El que tiene buen soplo puede lanzarla a 40 metros de altura.

Al que nunca persiguen para cazar es al tití. “Es el animal más bonito del mundo”, dice Alexander. Es la mascota de los Nukaks; lo cargan en los hombros, en la cabeza, en los canastos; muchas mujeres los amamantan.

En la tarde, regresan los hombres al campamento. Muchos llegan cantando como avisando que viene la comida. Y se reparten entre todos la marisca. “Esa era la vida de la cultura de los nukaks: repartir con los amigos”. Las mujeres, preparan los animales: los chamuscan, los pelan, los despresan y después los echan a la olla, a cocinar con agua. Es la comida principal. El resto del día ‘pican’: en las ollas siempre hay arroz y chicha preparada para comer. También pepas de palmas: seje, patabá, otra que llaman ‘mil pesos’.

Las mujeres tejedoras

Sentadas en sus chinchorros, las mujeres hilan. Cogen tiras de fibra de los cogollos de la Palma de Cumare. Con la boca, y pasándolas entre la cabeza, las abren en dos hebras. Una de las partes la enrollan entre los dedos meñique y corazón del pie derecho; queda así templada. Luego, sobre el muslo, con la palma de la mano, con masajes y golpes, como rastrillando, van torciendo y enrollando las dos hebras hasta formar un hilo, amarillo pálido, casi incoloro. Lo tiñen luego hasta dejarlo de un fuerte amarillo ocre. A su lado, en el piso, van armando la madeja, para tejer luego un chinchorro. Mientras hilan no paran de cantar.

No mueven ningún músculo de la cara; su canto es gutural, sale de muy dentro. Para los extraños suena triste; ellos dicen que es alegre.

Los Nukak Makú cantan todo el día, mientras tejen, mientras cocinan; en la noche también lo hacen y hasta muy tarde. El canto de todos forma sobre el campamento un murmullo permanente.

“Los hombres también cantan, por alegres, porque están contentos, esperando que hacen la comida, esperando que hacen la chicha, con lo que trajo ellos. La vida tiene que ser así”, cuenta Alexander.

Pero a veces, en la noche, ese canto se trasforma en tristeza y lloran por los que se han marchado. Para los Nukaks la noche es el momento en que el espíritu llega. “Llora por la tristeza a veces; hay veces que nosotros mismos recuerdan por el corazón de uno. Le da la triste y por eso se llora, porque ya no vuelven a verlo”.

Los que han estado cerca de ellos no han logrado determinar en qué momento se da esta ceremonia de recuerdo. Sólo saben que hay mucha tristeza, mucha melancolía. A veces lloran al amanecer, abrazados en grupos, como formando un nudo de cuerpos y abrazos.

Para los Nukak Makú no se mide la edad. Sólo son niños o jóvenes o adultos o ancianos.

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Los Nukak Makú, una cultura desconocida.

Hasta 1988, pocos sabían de la existencia de los Nukak Makú. Ese año el país los conoció cuando, desnudos y con sus canastos, aparecieron 43 de ellos, un día en Calamar, Guaviare.

Mucho ha cambiado desde que esta tribu entró en contacto con los kawene – blancos–. Poco a poco se han echado al hombro nuevas necesidades. Empezaron intercambiando sus canastos y manillas por ropa, fósforos y machetes, con los colonos; luego un grupo de misioneros trató de evangelizarlos y cambiarles sus costumbres; otros les ofrecieron billetes a cambio de raspar coca. Hoy usan ropa, cuchilla para cortarse el pelo. Antes andaban desnudos y se cortaban el pelo con las mandíbulas de las pirañas –peces pequeños muy voraces, de dientes muy afilados–.

Hoy utilizan ollas metálicas, antes eran de barro. Usan plástico, linternas, pilas, herramientas –machetes, palas, azadón– y algunos no pueden vivir sin el radio. La panela se les volvió indispensable, igual que las galletas. Con estos cambios han llegado nuevas enfermedades que no conocían: una simple gripa, para ellos, puede ser mortal. “Me parece que no podemos perder toda la cultura; hay que conservar, echar para adelante, organizar bien”, dice Alexander.

Para Gustavo Garzón, director del parque Nukak Makú, hay tres cosas que jamás les quitarán a los nukaks: los afectos, el juego y el goce por el agua. Pueden durar días chapoteando en los caños, moldeando en el barro de los barrancos figuras de animales. “Todo, para ellos, es una posibilidad de juego”, dice este biólogo. Los bejucos cortados sirven para mecerse. Con pepas y palitos, los niños hacen arañas y trompos que hacen bailar sobre hojas de plátano. Juegan al trencito, amarrando dos o tres chinchorros. Por el contacto con los kawene, los hombres aprendieron a jugar fútbol. Tienen sus propias reglas: cogen el balón con la mano y celebran por igual los goles del equipo propio y del contrario.

Se expresan con abrazos, se toman de la mano, se dan golpes cariñosos en la espalda. “Es bonito abrazar, estamos con todos”, dice Alexander. La suya es una cultura de abrazos.

La vida de la banda

Algunos nukaks conservan aún sus costumbres nómadas. Para esta vida errante, se organizan en ‘bandas’, de 10 a 30 personas. Viven, por mucho 20 días, en campamentos que levantan en dos o tres horas. Sus viviendas son distintas para verano o invierno.

Las primeras son descubiertas: apenas una estructura de troncos firmes, como postes, con travesaños amarrados con bejucos, para colgar los chinchorros, unos encima de otros. Las construyen una al lado de la otra. Las de invierno son cubiertas con hoja de platanillo y palma. Clavan en el piso los tallos delgados, y las enormes hojas las curvan a manera de gran abanico, para que hagan las veces de techo abovedado y de pared posterior; las hojas las sostienen con bejucos y travesaños: el resto va descubierto. Este entechado evita el paso del agua en tiempo lluvioso y facilita la entrada de luz. En el centro de la vivienda está el fogón; alrededor de él, los chinchorros. Frente al fuego, duerme la madre; es el sitio más protegido; arriba duerme el papá. A los costados, la otra esposa y los hijos. No tienen butacas. Todo se hace desde y en la hamaca. Ahí tejen, ahí hacen visita, ahí comen.

En verano dejan en el centro del campamento un espacio abierto, para jugar, para tocar la flauta de hueso de venado y para sus bailes: en dos filas, con los brazos entrecruzados, avanzan hacia delante y hacia atrás mientras cantan. Y también es el espacio para sus rituales, como el ritual del encuentro –bakuán–, que se hace para dar la bienvenida a los miembros de otra banda.

Cuando llega el momento de la mudanza, porque en el lugar se acaba la pesca y la marisca, enrollan sus chinchorros. Las mujeres son las encargadas de cargarlos, junto a las ollas, en canastos, a sus espaldas. Sobre los hombros y en los brazos llevan a los niños, uno o dos, y al mico tití.

Los hombres van más livianos: se encargan de sus cerbatanas y lanzas. Se van recogiendo pepas y miel por el camino; pueden caminar entre 1 y 18 kilómetros en el día, dicen quienes los han estudiado. En un nuevo paraje, donde saben que encontrarán suficiente agua y alimento, arman su campamento.

Alrededor del campamento abandonado se forma un huerto con las semillas de los frutos que consumieron en su estadía. Así se recupera la selva que tumbaron para construirlo y garantizan nuevo alimento en el futuro.

Costumbres

En grupos de cuatro o cinco, los hombres van periódicamente a un territorio que llaman el ‘cerro de las cerbatanas’, donde consiguen las cañas largas y livianas –ubaká– para fabricarlas.

Los dardos para la cerbatana se hacen de varitas de palma de seje. Se extraen las fibras largas y rígidas del corazón de la palma y se les saca punta. Con mota de algodón enrollada y amarrada en un extremo, a cambio de plumas, los balancean.

El día antes de la cacería, preparan el curare. Sacan el jugo del tallo de la planta, lo cocinan en una ollita, y con la resina oscura que queda, untan la punta de los dardos. El veneno de la puya paraliza por completo a la presa, que muere asfixiada. 

Los únicos animales que no matan son el tití, el venado y la danta. “Es persona misma que formó, no puede matar”, dice Alexander. Para ellos venado y danta son espíritus de los muertos con disfraz de animal. Gustavo Politis afirma que para los nukaks existen tres mundos: el de arriba –cielo– donde viven los árboles ancestrales y la gente –espíritu–, que canta, baila y no duerme mucho, porque no hay noche. En el mundo de abajo, las dantas y los venados tienen poblados, casas. El mundo intermedio es la tierra donde los nukaks viven.

Tienen huertas pequeñas; pescan también, sobre todo en verano. Las mujeres participan de esta actividad.

Vivienda

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Los campamentos en Puerto Ospina son un conjunto de ‘malocas’ –casas indígenas para varias familias a la vez–, alrededor de un espacio central abierto en medio de un claro de selva, a la sombra de árboles gigantes. 

Los nukaks son expertos en manejar el fuego. Desde niños se vuelven hábiles en el manejo de los palitos con los que logran sacar la chispa. La mujer es la encargada de garantizar que siempre esté prendido. La leña la trae el hombre. Él también es el encargado de transportar el fuego –un palo ardiendo– en una coquita, cuando cambian de campamento.

Del árbol tujaná se hacen los ‘palitos de fuego’. Se toma un pedazo de tallo, se desprende la corteza y se redondea una punta. Luego se toma otra porción del tallo y se le hace un hueco. Allí se frota la otra vara, hasta obtener el fuego.

En los travesaños de las casas, cuelgan sus pocas pertenencias. Todo para ellos es desechable, no conocen el apego.

Artefactos

El bejuco yaré –en lengua, buu– sirve para tejer canastos y para hacer amarres en las viviendas.

Los nukaks recogen los totumos y los utilizan para vasijas y recipientes.

Alimentación

La miel es un alimento importante. Lo obtienen directamente del panal.

Otro alimento importante es el gusano mojojoy –la larva de un insecto– que encuentran en las palmas caídas. Con hacha o machete abren el tronco y con un palo o con el dedo los sacan y se los comen.

El agua la sacan de pozos. Como es alto el nivel freático del terreno, el agua se filtra. Dejan que sedimente el barro antes de empezar a usarla.

Vestido

Antes andaban casi desnudos. Los hombres usaban un guayuco de fibra vegetal amarrado a la cintura.

El pelo lo llevan siempre muy corto. Lo hacen por higiene, por no enredarse con las ramas, por comodidad. Para depilarse el pelo de la frente y las cejas, usan el látex del árbol de caucho. Lo recogen en hojas y se lo untan. Lo dejan secar y se lo arrancan con todo y pelo.

El achiote, con el que se pintan la cara –a veces como un mensaje de amor–, sirve además para alejar los insectos.

Los aretes son palitos o retazos pequeños de piel de mico, a veces con un pompón de plumas blancas en un extremo, que atraviesan el lóbulo de la oreja.

Maquillaje para enamorar

Una costumbre de los Nukak Makú es pintarse la cara y el cuerpo con achiote. “Es el lujo para enamorar otro. Los hombres lo mismo; es para enamorarse a otra personas que están lindas”, explica Alexander. El antropólogo argentino Gustavo Politis dice que estas pinturas son para los indígenas una especie de vestido y tienen un contenido simbólico y ritual.

Los dibujos son diferentes en hombres y mujeres. Las parejas se pintan entre ellas, las mamás ‘decoran’ a sus hijos. Untan el achiote en la punta de un palo y con él dibujan líneas, como formando rejas sobre sus caras.

El enamoramiento es un rito lleno de detalles. “Cuando le gusta, se pinta, se viste bien y ellos llevan micos, marisca a la mujer”.

Un hombre puede tener varias mujeres; las que pueda alimentar. Alexander tiene sólo una. “Es muy difícil más, porque me queda pesado. No me pude alimentar mucho”, dice en medio de una sonrisa pícara, ingenua; parece, como todos los de su comunidad, un niño grande de ojos rasgados y piel café.

Reflexión

“Los nukaks son quizás los seres humanos más auténticos y bellos de que se tenga noticia”, escribió Galo Naranjo, de la Expedición Humana, en 1993.

“Son, sin duda, gente alegre y animada. No tienen de qué temer, pues saben del apoyo incondicional de los takueyi [espíritus del aire que expresan su enojo en el trueno] y de los espíritus que habitan el mundo de abajo y el mundo de arriba. Los nukaks han hecho todo para no dañarlos ni molestarlos. Han cuidado de las dantas y los venados y no buscan enfrentarse al jaguar. Tampoco han matado animales por el placer de la muerte, ni han tumbado palmas a destajo. Siempre han sido respetuosos con el fuego y han cuidado de sus hijos y de los huérfanos, procurando que no les falte nada”, escribió en su libro Gustavo Politis.

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