(La Chorrera, Amazonas, 1941)
“El hombre blanco no entiende que lo que le quita a la Naturaleza tiene que devolvérselo”.
Cuando a Abel Rodríguez le piden que describa el lugar donde transcurrió su infancia, señala sus dibujos y dice “era así como eso”. En ellos prima el verde, cuya abundancia de tonos usa para detallar los árboles y plantas que dominan el paisaje de la selva amazónica. El artista pertenece a la etnia de los nonuyas, uno de los muchos pueblos indígenas de Colombia en riesgo de desaparecer, y aunque hace más de 30 años se vio obligado a abandonar la comunidad, ahora le rinde tributo con sus dibujos.
Recuerda que de niño vivía “con las orejas paradas y la mente abierta”. Entre su gente, el conocimiento se transmite de generación en generación, y los mitos explican el origen de la vida. El cultivo de los alimentos se realiza a partir de la chagra, una práctica de agricultura sostenible que consiste en seleccionar un terreno para rozarlo de manera selectiva, sembrarlo, cosecharlo y luego abandonarlo, en un ciclo que permite la regeneración de la selva y evita el daño ecológico. Alrededor de la chagra, además, se construye un espacio de socialización y transmisión de conocimientos y saberes recopilados desde tiempos remotos, y que hoy se encuentran en peligro.
En la década del 90 Abel Rodríguez y su familia debieron marcharse a la ciudad. Las amenazas y extorsiones producto del conflicto armado eran el último capítulo de una larga historia de abusos a los que su pueblo se ha visto sometido. Desde la Conquista, pasando por la Colonia y la explotación cauchera, las comunidades indígenas amazónicas han sido víctimas de atropellos que atentan contra su existencia. Sin embargo, él prefiere concentrarse en su arte. “La mejor vida es la que nace de uno mismo”, sostiene.
En el barrio de Bosa, en Bogotá, Abel Rodríguez comenzó a dibujar. Está lejos de su tierra, pero dice que aún puede cultivarla en la mente y en el papel. En tinta china representa la fauna y flora que recuerda, un paisaje que ayuda a conocer los ciclos de maduración de las frutas, de crecimiento de los cultivos, de las creencias de su pueblo, de la multiplicación de los animales. Sin formación académica, su talento se alimenta de la memoria visual y de la habilidad para documentar, a través de las imágenes, el conocimiento de su comunidad.
Las más de 400 láminas que ha realizado sirven como transmisoras de su cultura, pues sustituyen el lenguaje nonuya, que muy pocas personas todavía conocen. Las imágenes hablan, son narraciones visuales que mantienen viva una manera de entender el mundo y en ese sentido fomentan la diversidad. Territorio de mito, Monte firme, Árbol de la abundancia y Ciclo anual del bosque de Vega, los títulos de algunas de sus obras, representan esta mirada.
Además de dibujante, Abel Rodríguez es un experto en cestería. A partir de diferentes fibras, obtenidas de bejucos, hojas, raíces y cortezas, teje canastos, chinchorros, cedazos y balayes. Estos últimos son unas cestas de poca profundidad que se emplean para llevar, guardar o filtrar los alimentos. Los canastos, en su cultura, son símbolo de abundancia. Según él, llegaron a su pueblo a través de relatos mitológicos, a partir de los cuales aprendieron a entrelazar los tejidos para crear diferentes tramas, cada una con un propósito específico y un significado.
La Fundación Tropenbos, cuyo objetivo es fortalecer, promover y divulgar los saberes tradicionales con el fin de conservar la diversidad cultural y biológica del planeta, identificó en los dibujos de Abel un gran potencial. Por eso, conformó con él un equipo de trabajo para rastrear la fauna y flora del bosque amazónico, que cada año pierde miles de hectáreas debido a la deforestación producto de la minería ilegal, los cultivos ilícitos, la ganadería y la tala indiscriminada, y con ellas cientos de especies irrecuperables. De la mano de los investigadores aprendió a detallar las partes de las plantas que luego dibuja, en una labor que combina arte con botánica, y a transmitir los nombres comunes en contraste con los científicos: mano de tigre, plátano enano, cangrejo y guamo boa son apenas algunos de ellos.
A Abel Rodríguez le dicen “el sabedor”, pero esto no impide que abra su mente a nuevos aprendizajes. Es consciente de que los tiempos han cambiado, pero con su labor propone sumar a los nuevos conocimientos los conocimientos anteriores.
El éxito de sus obras en el mundo del arte, al cual llegó accidentalmente, es una reivindicación, pues desmiente la idea de que el arte lo hacen las culturas dominantes y demuestra que también les pertenece a culturas pequeñas, como las etnias indígenas, y que es uno de los pilares para la preservación de su conocimiento. Además, es el testimonio de un pueblo históricamente explotado y marginado, por lo que han recibido de manera injusta los apelativos de “salvajes” y “bárbaros”. La valoración de sus dibujos es también la valoración de su cultura, durante siglos menospreciada.
Y es que la obra de Abel Rodríguez no solo ha circulado en el circuito del arte colombiano: también es reconocida en el ámbito internacional. En 2020 presentó sus ilustraciones en la Bienal de Toronto, Canadá, y en 2022 expondrá en la Bienal de Sydney, Australia. Como si fuera poco, en 2014, el sabedor nonuya recibió el Premio Príncipe Claus, que el Gobierno de Holanda entrega a artistas excepcionales. En palabras del jurado, su obra “da a conocer la visión del mundo del indígena como fuente de conocimiento para el bien común, llamando la atención sobre las habilidades, talentos, legados y derechos de las comunidades indígenas; y por estimular el intercambio intercultural, dentro de un contexto de violencia y discriminación”.
Lo más maravilloso de la expedición botánica que Abel Rodríguez realiza a través de sus dibujos es que ocurre desde un sencillo butaco, en el que se sienta por horas a dibujar. Desde allí explora el pasado de su etnia y los territorios que le pertenecen; incursiona en sus recuerdos, a partir de los cuales reconstruye un lugar que abandonó hace más de 30 años; se aventura en el ámbito artístico que conquista con candidez. “No me falta nada”, dice, mientras propaga en el papel la exuberancia del Amazonas.
(Ilustración: María Luisa Isaza G.)