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Ángela Restrepo Moreno

Ángela Restrepo Moreno

La curiosa incansable

(Medellín, Antioquia, 1931 – Medellín, 2022)

“Con disposición y entusiasmo se alcanzan metas altas, metas que pueden cambiar el mundo”.

¿Esto qué es? ¿Aquello para qué sirve? ¿Eso cómo funciona?”. Esas eran algunas de las preguntas que les hacía Ángela Restrepo Moreno a sus tías cuando iba de visita a donde su abuelo Julio Restrepo Arango, uno de los primeros médicos que se graduó en Colombia, y quien tenía su propia farmacia en casa.

Ese lugar le fascinaba. Con apenas seis años soñaba con utilizar los frascos y el microscopio que el abuelo había traído desde Francia; con él podía observar aquello que era prácticamente invisible para el ojo humano. Desde ese momento, y aunque todavía no lo podía dimensionar, el bichito de la microbiología la picó para siempre.

Luego continuó haciendo preguntas en La Presentación, el colegio de monjas donde hizo la primaria y el bachillerato. Era una estudiante excelente y sus padres apoyaban sus ansias de conocimiento; le permitían acceder a todas las lecturas y clases adicionales que quisiera, incluidas las de inglés, a las que asistía en las tardes. Su madre, sin embargo, tenía sentimientos encontrados frente a las preferencias de su única hija, pues le daba un poco de tristeza que no quisiera ir a bailar con otros jóvenes y que no le interesara ponerse bonitos vestidos. Pero respetaba sus deseos y era consciente de las capacidades intelectuales que tenía; por eso la dejaba tranquila con sus libros.

De su época escolar destacaba la influencia de una de las monjas, que motivaba a sus alumnas a seguir sus instintos, abrir los ojos y despertar antes de salir al mundo que las estaba esperando, un mundo en el que no debían pedir permiso, sino labrarse su propio camino. También recordaba al profesor de Fisiología, que les enseñó las funciones de los órganos del cuerpo y las enfermedades que los podían afectar, como aquellas producidas por los microbios. Con esta clase reapareció su interés por el universo de lo pequeño, el cual reafirmó con la lectura del libro Cazadores de microbios de Paul de Kruif, un científico estadounidense que se dedicó a encontrar organismos diminutos capaces de enfermar a las personas.

Estaba decidida: quería ser microbióloga, no ama de casa, como la mayoría de sus compañeras, ni entrar al convento como querían otras. Ella prefería vestirse con bata de laboratorio y estar detrás de los lentes de los microscopios. Pero había un gran problema: en Colombia no había donde estudiar Microbiología, lo más cercano era Medicina y su familia rechazaba esa opción, pues vería mucha sangre, cuerpos desnudos y otras cosas que, según ellos, podían impresionar a una mujer tan joven.

Para fortuna suya, una de las compañeras del colegio también estaba interesada en seguir una carrera similar y como su padre era un médico respetado, sabía quién podía ayudarlas: Teresa Santa María de González, fundadora del Colegio Mayor de Antioquia, primera institución de educación superior para mujeres, donde tenían guardados los equipos necesarios para montar una técnica de laboratorio.

Ante la petición del médico, quien se comprometió a ayudar con la iniciativa, se abrió en 1950, con 25 alumnas, el programa Técnicas de Laboratorio. Uno de los requisitos para graduarse era cumplir con 1000 horas de práctica, las cuales realizó en la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia. “Era dichosa en ese lugar, para mí no era trabajo, sino puro gozo”, contaba la doctora Ángela, quien era la encargada, entre otras cosas, de organizar todas las placas con muestras de microorganismos que los alumnos de Medicina debían analizar a través de los microscopios.

Después de tres años empezó a sentirse estancada en su labor, había un vacío en ella y la única manera de llenarlo era con más ciencia e investigación. De nuevo apareció la suerte en su vida, aunque, como bien decía, “no es porque fuera especial, sino porque sabía aprovechar oportunidades”. A la Universidad de Antioquia llegó un grupo de la Universidad de Tulane, ubicada en New Orleans, Estados Unidos, con el propósito de revisar el programa de Medicina de la facultad antioqueña y hacer recomendaciones; entre los visitantes estaba el jefe del Departamento de Microbiología de esa institución norteamericana, a quien Restrepo Moreno, gracias al inglés que había aprendido, pudo guiar durante los cinco días que duró su estadía.

Meses más tarde llegó el informe y una de las sugerencias era enviar a esa joven tan despierta, que además hablaba inglés, para que terminara de formarse en Tulane. A pesar de que ese era su sueño, lo pospuso dos años, pues se sentía incapaz de dejar solos a sus padres; pero cuando su papá supo de esta oferta le dijo que “estaba liberada de toda obligación de cuidadora, que debía continuar su camino y volver con muchos aprendizajes para luego transmitirlos a otros”.

Eso hizo. Y no solo obtuvo su grado de maestría, sino también de doctorado, para el que realizó un trabajo de investigación sobre un hongo llamado Paracoccidioides brasiliensis, porque la enfermedad que produce fue descubierta en Brasil. Este hongo, al que le dedicó gran parte de su carrera profesional, solo se encuentra en Latinoamérica, mas aún no se ha podido determinar su hábitat, lo que impide advertir a las personas para que eviten el contacto.

Sobre este hongo misterioso enseñó a sus alumnos de la Universidad de Antioquia durante varios años, y luego continuó investigándolo, por más de 25, desde la Corporación para Investigaciones Biológicas de Medellín, de la que fue fundadora y posteriormente directora científica.

En 1993 fue invitada a participar de la Misión de Ciencia, Educación y Desarrollo, conocida como la Misión de Sabios, que tenía el objetivo de analizar el potencial científico del país. El grupo estaba conformado por 10 de las mentes más brillantes de Colombia y Ángela Restrepo Moreno era la única mujer. Cuando le preguntaban por el motivo de su convocatoria a este destacado grupo, contestaba que no estaba segura, pero que, quizás, fue por tanto preguntar “¿por qué?”, algo que siguió haciendo hasta sus 91 años, edad en la que aseguraba tener “el tren del equipaje listo”.

Hasta el último día de su vida aprovechó su tiempo para aprender algo nuevo. Incluso leyó libros en alemán con ayuda de un diccionario; libros que le sirvieron para estimular las neuronas que, según ella, se estaban volviendo perezosas.

 

(Ilustración: María Luisa Isaza G.)

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