Colombia creció a espaldas del mar: sus grandes centros de consumo y producción, Bogotá, Medellín y Cali, estaban lejos del mar, lejos del mundo. La idea de abrir caminos para salir al mar, para unir regiones separadas por las tres grandes cordilleras, fue la gran preocupación desde la Independencia.
Pero Colombia empezó a tomar forma en medio de las guerras del siglo XIX. Desde 1830 hasta 1902 se dieron nueve grandes guerras civiles. Unos querían un país federalista donde cada departamento manejara su propio gobierno. Otros soñaban con un país centralista controlado desde la capital. Unos querían darle gran poder a la Iglesia, otros no. Solo en 1902, terminada la Guerra de los Mil Días, la más larga y dolorosa de todas, la tarea de edificar a Colombia tomó ritmo.
Los arrieros fueron, sin duda, los personajes de la construcción del país. “Fueron comunicadores de regiones, mensajeros. En sus altillos, en la carga, iban viajando las noticias”. Las posadas y las fondas donde hacían un alto en el camino, dieron origen a caseríos y poblados, cuenta Omar Morales en su libro La gesta de la arriería.
¿Cómo habría sido ese movimiento de cientos de familias campesinas con sus corotos al hombro, que no se detenían hasta encontrar la tierra de sus sueños, sin que alguien les llevara la remesa y les ayudara a sacar la cosecha antes de que se echara a perder? Los grandes movimientos campesinos ocurrieron en muchas partes del país: en Cundinamarca, atraídos por el tabaco, marcharon al occidente, hacia el río Magdalena. En Santander, la quina los llevó a tierras más al norte.
Otros corrieron hacia el sur, hacia el Ecuador. Y el más legendario éxodo colectivo: la llamada colonización antioqueña, que permitió la fundación del gran Caldas y los llevó a regiones del Valle del Cauca y Tolima.
“Colombia pasó de la mula al avión”, se ha dicho muchas veces. Y es cierto. Cuando Scadta empezó a volar regularmente sobre el río Magdalena en 1920, los arrieros seguían todavía recorriendo caminos de herradura con sus recuas de mulas y bueyes. Por años y años, estos hombres trasportaron café trillado, pieles de ganado, oro en polvo, ruedas Pelton para las nacientes fábricas, trilladoras, loza de pedernal, rieles para las líneas férreas.
Durante el gobierno de Pedro Nel Ospina —1922 a 1926—, el país recibió 25 millones de dólares de Estados Unidos. Era un pago, a manera de compensación, por el despojo del departamento de Panamá en 1903. Aprovechando la debilidad de los gobiernos colombianos, Estados Unidos apoyó la separación de Panamá y concluyó la construcción del canal que une los océanos Atlántico y Pacífico.
Con ese dinero se iniciaron obras para montar un sistema de trasporte que, enlazando ferrocarriles, carreteras, ríos, caminos de herradura y cables aéreos, le diera unidad a la Nación.
Fue la época de la danza de los millones. Hubo derroche de dinero y obras que jamás se terminaron, pero aumentaron las vías férreas y los caminos carreteables. Por esos años, se inauguró en Manizales el cable más largo del mundo: casi 72 kilómetros que la unían con la población de Mariquita, cercana al río Magdalena. Los cables son hijos de las tarabitas: canastas metálicas colgadas de cables de acero para el transporte de bultos y pasajeros.
Con el cable, Manizales solucionó el problema de cómo cruzar la cordillera Central y bajar al río la cosecha de café. Más de 8.300 bueyes cumplían esta agotadora tarea.
Falta mucho aún para que Colombia tenga un buen sistema vial y suficientes puentes para cruzar tantos ríos.
En los Llanos Orientales, en épocas de lluvia, buses y camiones tienen que esperar días y días hasta que baje el agua de los ríos para poder cruzarlos y seguir el camino. En otros lugares, a falta de puentes, hay ferris —embarcaciones especiales de quilla plana—, encargadas de pasar, de una orilla a otra, vehículos y personas.