English

>

>

>

Caballo para toda la eternidad

Caballo para toda la eternidad

Manuel Mejía Vallejo (Colombia)

—Enseñan cosas los sueños.

—¿Por qué lo decís?

—Siempre dicen verdades mías o de los otros, esas vainas que uno se pone a disimular.

—¿Qué pasó?

—Soñé un sueño legal y triste, en colores. Vos sabés todo lo que me gustan los caballos: enseñándolos, cuidándolos, ayudándolos a envejecer me crie y así voy a morir. ¡El caballo sí es animal de verdá!

—¿Qué tiene que ver eso con tu sueño?

—Necesito empezar desde el principio pa que me comprendás. Aquí mismo entre estos cercos he pasao mi vida, o allí en el establo enseñándolos y sobándolos, o en casa del patrón, oyéndolo hablar de ellos y esperando órdenes, ¡valiente bestia pa mandar ese patrón!

—¿…?

—Sí, desde niño cogí apego a los caballos. Muchas veces he querido ser potro que corre detrasito de la yegua y se aferra a la ubre pa después brincar donde no hay pa qué dar brincos. Tal vez por aborrecimiento al patrón los quiero tanto: mirá este de lucero en la frente, ¿ves? Le pido la mano y me da la mano. Lo llamo y me contesta a su manera. “¡Qui’hubo, Lucero!”, y me sigue esperando que le dé azúcar y que le agradezca con unas palmaítas por habérmela recibido. ¿Estás viendo?

—…

—Tiene alma. Así quisiera ser yo: un padrón suelto en estas mangas, igual a Lucero, pero con malicia pa tumbar al patrón que tenemos los caballos y yo.

—Bueno, ¿y el sueño?

—Allá iba. Anoche soñé que después de morir sin dolor ni pesar me presenté a san Pedro; al verme mal vestido y oliendo a establo, el viejito me mandó de mala gana a una portería escondida por allá. Y lo hizo al saber las humillaciones que por pobre y pendejo he recibido: yo había ganao el cielo pa toda la eternidá.

—¿Y di-aí?

—Me llevaron onde Dios, que estaba muy tranquilo echando sentencias. Gran tipo Dios, se las sabía todas. Me mandó una mirada de esas pa quedarse en uno, se fijó en mi facha y en el sartal de sufrimientos que llevaba encima desde la Tierra, y sonrió completico.

—Te sonrió Dios…

—Tan patentemente que casi me despierto de contento. Es la hora más sabrosa que he vivido.

—Que has soñado.

—Que he vivido. Viví ese momento y entendí que la bondá y la legalidá de otros nos componen, porque después que me sonrió sentí alas al lao de los hombros y unas ganas berriondas de dar gracias y cantar la canción que nadie hasta hoy ha podido cantar: la canción de la felicidá sin jodas.

—¿Y…?

—Entonces Dios me llamó torciendo este dedo, con el mismo que maneja todas las vainas, y me mostró sus lugares pa que escogiera. Ríos encantaos, palacios de mármol y nácar y luces. Vírgenes la machería de lindas, bejucas canciones a no sé cuántas voces, espíritus que revolotiaban en el aire limpiecito, lleno de gloria.

—¿Qué sitio escogés? —me preguntó Dios lo más de formal—. ¿Qué querés vos?

—Yo vi todo lo del cielo, todas sus gentes, pero nada ni nadie me arrancó envidia ni me hizo cambiar mis ganas de ser lo que siempre he querido.

—¡Un caballo!

—Un caballo suelto en las mangas verdes del Paraíso, con buenas cercas pa brincar y viento en las crines y arroyos de agua fría y montones y buenas sombras pa tenderme en las tardes. Suelto en esos potreros con otro cielo de nubes que van como cantando y unos azules más azules que estos, y lejos de los gritos de mi patrón: no verlo y no oírlo era ya el mejor paraíso.

—¿Y qué?

—Dios adivinó y sonrió otra vez y me miró como entendiendo mis pensamientos y pendejadas y caprichos, y sin darme cuenta empecé a ser un caballo igualito a Lucero, con crines esponjadas y semejante cola. No podía hablar, te digo, pero también miré a Dios, invitándolo con todo respeto a que montara sobre mi espinazo pa dar un paseo en los yaraguazales* de arriba.

—¡Hombre!

—No se montó, pero yo sabía que estaba conmigo dándome otra vida y haciéndome retozón y aligerao. La felicidá de los que entran allá no es ver a Dios como dicen las biatas, sino estar por ai, como cuando uno se mete en el monte a un charco remansao con sol y pájaros y todo eso. Es sentirse bien dentro y cómodo, y ver bonitas las cosas. Cuando salí a galope volao sabía que algo de Dios iba en las crines y en el lomo y en los ojos y en la frente lucerada. Dios estaba en mí como un sabor bien bueno en una fruta bien madura.

—De veras era en colores el sueño ese.

—Pues en aquel momento (fue una eternidá, pero no duró en mí), canté el comienzo de esa canción que te menté y que nadie había cantao. Anoche en mi sueño de colores empecé a cantar mi canción de un segundo; mejor dicho, un segundo medido en el reló del cielo, en la cabeza de Dios, en el tiempo de allá arriba, que no corre, pero está vivo porque uno mismo es el tiempo, y uno es esa canción que se va cantando sola.

—Bueno, fuiste lo que siempre querías.

—Sí, un caballo entero y libre de mi patrón, libre de la muerte y de la misma vida, pero viviendo lo que nadie puede vivir. Libre del hombre que tanto me jodió, libre de sus gritos, de su ladronería y de sus juetes y sus polainas y de su puta cara. Libre de mis malos pensamientos. No más agachadas, no más humillaciones, no más silencios enverracaos por servir a un rico sin alma.

—Te da envidia.

—No. Es cierto que él tiene lo que quiere, y puede comprar grandes cosas, fincas, ganao; puede viajar y gritar sin miedo y creer que se da la gran vida. Pero yo tenía a toda hora mis ganas de ser un caballo brioso y fino, de crines alborotadas en los cerros bajo los palos más altos. Y al fin Dios pudo oírme y hacerme ese menco de favor… Pero, ¿sabés?, ni la eternidá vale un culo cuando uno ha sido lo que es: cuidador de caballos pa un hijueperra… Porque en ese pedazo de eternidá de mi sueño muchas cosas seguían pasando aquí abajo: el patrón envejeció hasta llegar al pie de la muerte con los remordimientos más berriondos, pero como ellos nunca la pierden, tuvo la idea de dejar pa obras benéficas su capital de biato sin oficio, seguro de comprar balcón en ese cielo que yo, vuelto caballo, gozaba como no se diga con humildá feliz, con alegría de potro cerrero en esos yerbales frescos y con tamañas flores. Esa yerba que pisaba allá arriba entre arroyos y a la sombra de árboles más verdes que todos los verdes de la Tierra. Esa yerba de…

—¿Y el patrón?

—Pues estiró la pata y llegó al cielo, ¡también él llegó! En la portería principal, san Pedro lo recibió con qué saludos y lo entró por la entrada grande pa ver a Dios. Dios en ese momento se me puso triste, creo que le dolió mi corazón de potro con crines que ya conocían el viento celestial… Pero el patrón asomó su jeta y después de ver con aire de mandón los terrenos del cielo, como veía los terrenos aquí abajo, y tan enseñao a ganar en sus trueques, empezó a decir que Dios ya sabía que con su dinero se salvaron muchas almas; que con su dinero guardao toda una vida de agiotista, muchos huérfanos y salvajes y cojos y viejos tuvieron casa, religión, comodidades, salvación; en fin, como el que peca y reza empata, le dijo a Dios que tenía merecidos los goces del cielo pa siempre jamás… ¡Carajo!, el patrón en el cielo lo mismo que los santos y los mártires. Él, que nunca… ¡Él, codiándose con los gamonales de allá arriba!

—A esas, ¿Dios qué?

—Esperá, estoy pensando, mis sueños me dicen una verdá mía, te repito, o una verdá hombre: esa cosa que llama destino.

—El destino.

—Hay algo que nadie puede cambiar en el mundo, hay gritos que nadie oye ni consuela. Se nace para ser… ¿Creés en el destino?

—Puede ser.

—¿Creés en los sueños?

—Puede.

—¿Creés en la justicia? Pues el destino la jode. Nace para ser…

—Bueno, ¿y Dios? ¿Delante del patrón qué hacía?

—Callaba con qué silencio. Miró al patrón (es cierto que su mirada era diferente de esa que me dedicó a mí), pero lo miró y creo que una pregunta pa él mismo se le metió en los ojos azules, de un azul que… El patrón siguió hablando y hablando. Al fin Dios, como quien se transa en un negocio por haber dao antes su palabra, le dijo sin mostrarle lo que me mostró a mí y tendiendo la mano en redondo, aburrido de ser Dios:

—Escogé y se te concederá.

Entonces el patrón atisbó todo con el modito que usaba en las ferias, dio un zurriagazo de contento en sus polainas de chalán y dijo pa cerrar el negocio:

—Sabés, Señor, que tuve una afición en la vida: por eso te pido que me hagás por siempre jinete de aquel hermoso animal.

—… Y yo, el más brioso y fino del cielo, me vi obligado a llevar al patrón sobre el espinazo. ¡Allá arriba también! ¡Era su caballo pa toda la eternidá!

(Ilustración: Carolina Bernal C.)

Contenidos relacionados:

Compartir