(La Ceja, Antioquia, 1953)
“El verdadero desarrollo se encuentra en el equilibrio del cuerpo, el alma y la mente con la Naturaleza”.
Carlos Enrique Osorio Osorio creció en la vereda La Milagrosa, ubicada en El Carmen de Viboral, en un hogar campesino rodeado de sembrados de papa, maíz y frijol. Su padre y dos hermanos mayores trabajaban como jornaleros en esos cultivos; les pagaban por arrancar las malezas, preparar la tierra, plantar las semillas, abonarlas, regarlas y cuidar su crecimiento hasta que la cosecha estuviera lista para ser vendida. Mientras tanto, Carlos asistía a la escuela rural, en la que solo había dos cursos: primero y segundo de primaria.
“La profesora tenía que poner un tablero de dos caras en medio del salón; en un lado sentaba a los de primero y, en el otro, a los de segundo. Nos tirábamos aviones de papel por encima del tablero, mientras ella hacía lo que podía”, recuerda Carlos, quien a los 10 años tuvo su primer trabajo en una finca vecina. Cargaba leña para hacer el almuerzo de los jornaleros y le pagaban dos pesos al día.
En ese entonces, la agricultura tradicional era muy natural, no se utilizaban químicos para proteger los cultivos, sino remedios caseros. Pero la forma de cultivar fue cambiando con el tiempo: el aumento de la población hacía necesario producir más alimento, por lo que era importante que ninguna plaga pusiera en peligro a los cultivos. En ese momento se creía que lo adecuado para obtener mejores cosechas era usar fungicidas e insecticidas, es decir, tóxicos que, en teoría, solo les hacían mal a los hongos y a los insectos que atacaban a las plantas. Hoy sabemos que también son enemigos de la salud humana.
Carlos, un adolescente por esos días, era quien cargaba a su espalda la fumigadora; era un trabajo menos exigente que volear azadón y mejor pagado. Al terminar la jornada, jugaba fútbol, ajedrez o montaba en bicicleta, que sigue siendo su medio de transporte preferido.
A los 15 años empezó a trabajar como arriero; ensillaba su caballo y el de algún vecino y sacaba bultos de papa, frijol y maíz hasta la carretera que conducía a Rionegro, un municipio cercano en el que estaba la plaza de mercado más grande del Oriente antioqueño. Hizo este recorrido de ocho kilómetros durante siete años, en los que se dedicó a ahorrar para poder comprar un terreno en el que pudiera sembrar sus propios productos. Se asoció con uno de sus hermanos y compraron una hectárea, que les valió 35.000 pesos.
Algunos años después, Carlos le compró la mitad de Renacer, como llamaron la finca, a su hermano, y allí empezaron a crecer el negocio agrícola y la familia. Se casó y tuvo a Mónica, la primera de sus cuatro hijos. Sin embargo, la dicha no fue completa: empezó a sentir mareos, dolores de cabeza y náuseas. Su esposa e hija también se sentían mal, les subía fiebre regularmente y eran muy propensas a la gripa. Consultaban con médicos generales y ninguno detectaba el origen de los síntomas; les mandaban medicamentos para disminuir el malestar, pero la cura definitiva no aparecía.
Su esposa no se rendía y decidió visitar a un médico bioenergético que había llegado recientemente a El Carmen; de hecho, vivía cerca de ellos y se dedicaba, igualmente, a la agricultura, aunque lo hacía de otra manera: no utilizaba ningún producto agroquímico, sus cultivos eran completamente agroecológicos. El médico les dijo que tenían la sangre intoxicada y que la única cura era alejarse por completo de los productos agrotóxicos.
Esta solución le creaba un problema a Carlos: ¿cómo iba a cultivar sin la ayuda de los productos que eliminaban las plagas de sus sembrados? ¿Qué tan grandes y atractivas serían sus papas, por ejemplo, sin las propiedades de los fertilizantes? El doctor comprendía sus dudas y por eso lo alentó incansablemente: les mostró que no solo era un cambio en su forma de trabajar, sino también un cambio en su forma de vivir.
Lo primero que hizo Carlos fue descontaminar su tierra para que las semillas encontraran un espacio puro en el cual germinar, proceso que coincidió con su propia descontaminación y la de su familia. Los retos no esperaron, pues de alguna manera había que proteger los cultivos de los animales que hacen de estos su propia despensa. “¿Qué hago, doctor?”, le preguntó a su nuevo cómplice y amigo. “Muy sencillo, don Carlos, tiene que sembrar más, así habrá productos para todos, hasta para la plaga que se alimenta de ellos”. Esa respuesta evidencia la filosofía de la agroecología: la Naturaleza es de todos, pero hay que respetarla, no abusar de ella y comprender que funciona perfectamente a partir de la armonía que exista entre todos los que en ella viven.
Otro de los retos fue la comercialización de sus productos, ya que hace 25 años eran pocas las personas que preferían comprar frutas, verduras, granos y tubérculos agroecológicos: son más costosos y su apariencia puede ser menos atractiva. Igual que con todos los problemas que se le presentan, Carlos asumió este como una oportunidad y decidió abrir su propia legumbrería. En septiembre de 1996 nació Hojarasca Cultura Orgánica, el espacio donde vende los productos que crecen en su finca y les enseña a sus clientes que la buena salud depende de la buena alimentación. En esta labor lo acompaña Mónica, su hija, quien los fines de semana deleita a los visitantes con los platos vegetarianos del restaurante, que forma parte de Hojarasca, los cuales muestran que la comida saludable no carece de sabor. Y para completar el ciclo de vida del proyecto, Carlos vuelve a llevar a la finca todos los residuos que generan la tienda y el restaurante; así nutre el suelo en el que germinarán las nuevas semillas.
Su experiencia ha llamado la atención de otros conocedores de la agroecología; incluso, lo han invitado a distintos países para que comparta su conocimiento. También recibe a muchos curiosos en su finca, a quienes invita a recorrer su paraíso natural. Esto le genera mucha alegría, pues su único propósito es inspirar a otras personas para que se animen a darle una oportunidad al que considera un mejor estilo de vida, uno en el que la Naturaleza y sus bondades hacen magia todos los días.
(Ilustración: Carolina Bernal C.)