El hombre primitivo, el que usó por casa las cavernas, sólo contaba con su fuerza, es decir, con su energía muscular, para buscar alimento, para arreglar su vivienda. Poco a poco, fue aprendiendo a aprovechar otras formas de energía y la vida se hizo más cómoda. Un buen día entendió que si utilizaba piedras para romper nueces o huesos, o para despellejar ciertos frutos, se cansaba menos, le costaba menos trabajo.
Notó que si golpeaba con una piedra atada a un palo, las cosas mejoraban. La fuerza de su brazo se multiplicaba y el golpe tenía mayor alcance. Así, con piedras y palos, fue creando y perfeccionando martillos, hachas, lanzas, arpones.
En esos tiempos, cuando el mundo era nuevo, el fuego provocado por el impacto de los rayos en los bosques asustaba a los hombres. Cuando aprendieron a hacer su propio fuego y a usarlo, la humanidad dio un gran salto: cocinó sus alimentos. Entonces, con barro o arcilla fabricaron ollas y vasijas. Al ponerlas al fuego se hacían duras, resistentes: nació la alfarería.
Con largos rollos de greda o arcilla, los primitivos habitantes de nuestro país hicieron sus ollas. Las pulían con piedras, las pintaban, las cubrían con mucha leña y las cocían al aire libre.
Cuando alguien observó que las pepas que escupía o botaba al suelo retoñaban y se convertían en nuevas matas, empezó la agricultura. Sin afanes, el hombre se dio maña para aliviar las cargas de la siembra, el cuidado y la recolección de cosechas.
Los primeros arados eran inmensas ramas con forma de horquilla. la primera máquina sembradora de semillas apareció a comienzos del siglo XVIII. el primer tractor, “el caballo mecánico”, en 1902.
De la mano de la agricultura surgió otra práctica: reemplazar las largas cacerías por el encierro de animales. Con el tiempo, los antiguos cazadores se convirtieron en grandes pastores y en expertos domesticadores de animales.
Otro chispazo llevó al hombre a entender que podía aprovechar la energía de caballos, elefantes y toros, ente otros. para tirar y llevar cargas pesadas sobre su lomo, para derribar un gran árbol o arrastrar grandes rocas.
Después de siglos de darle y darle vueltas a la olla para moldearla, alguien ingenió un tipo de mesa que giraba. Un disco de piedra o de madera, apoyado en un eje, giraba facilitando el trabajo del alfarero.
Fue la primera versión del torno. La que daba vueltas frente al artesano, era ahora la vasija. Los alfareros no sabían que tenían ante sí uno de los inventos más revolucionarios de la historia de la humanidad: la rueda, un disco con su correspondiente eje.
Las aplicaciones de esta piedra que giraba apoyada en un eje aumentaron y pronto el mundo se llenó de ruedas: ruedas hidráulicas para robar la fuerza del agua, para poner en funcionamiento molinos de viento y moler granos y semillas de una manera más rápida. Ruedas para triturar metales, bombear agua, accionar los fuelles para que avivaran la llama en los hornos de las fundiciones…
Aparecieron las carretas, el carro de tracción animal, los coches de pasajeros. Con la rueda pudo el hombre transportar pesadas cargas a distancias muy largas. Se activó el comercio, se abrieron caminos.
Hoy, las ruedas y sus ejes son piezas fundamentales en toda suerte de mecanismos: motores, transmisiones, engranajes, mecanismos de precisión, vehículos, etc.