Emilio Abreu Gómez
Los dos llegaron cojeando: Guy y el perrito más dócil que había nacido en la finca. Guy tenía una pierna vendada y el perrito una de las paticas entre dos tablillas envuelta en trapos. Los dos caminaban a saltos. El perrito gruñía —tal vez de dolor— y meneaba la cola —tal vez de agradecimiento.
—Nos caímos, Jacinto.
—Ya veo, niño Guy.
—Al perrito se le torció una pata, ya se la compuse.
—¿Y tú?
—Acércate… No se lo digas a nadie. Yo no tengo nada. Me vendé sólo para consolarlo.