Este cuento nos muestra cómo la escucha nos permite comprender a las otras personas, y cómo el diálogo es fundamental para mantener unida a una familia y educar niños felices.
Todas las tardes María Rosa pasaba a recoger a Sara, su hija, a la salida de la escuela de la vereda y se quedaba conversando un rato con la profesora Gloria, de quien se había vuelto amiga. En las conversaciones hablaban de los progresos y dificultades de Sara en la escuela y a veces trataban asuntos personales. La profesora sabía muy bien que los padres de Sara eran amorosos, unidos y conformaban una pareja armoniosa; pero desde hacía algún tiempo ella notaba a María Rosa con una actitud diferente. Tras preguntarle el motivo, María Rosa le contó a la maestra que todo se debía a que en la finca las cosas no andaban bien, porque su esposo Gildardo, que era muy buen trabajador y siempre había sido un hombre amable, ahora se la pasaba de mal genio. Él se levantaba muy temprano y se dedicaba a sus cultivos y animales. Volvía a eso de las nueve de la mañana y ya no pedía el desayuno, como siempre, sino que lo exigía de malas maneras y no le gustaba tener que esperarlo o que estuviera frío. Lo mismo pasaba a la hora del almuerzo y a la de la comida. Había empezado a regañar a María Rosa si la casa estaba en desorden, si la cocina no estaba limpia, si se demoraba para llegar de la escuela con la niña o si hablaba mucho por teléfono con su madre, que vivía en el pueblo. Y María Rosa no se quedaba callada, por lo que siempre terminaban discutiendo acaloradamente.
La profesora Gloria notaba también cambios en Sara: estaba bajando su desempeño académico en la escuela, volviéndose retraída y jugando cada vez menos con sus compañeros. A veces, incluso, respondía de manera grosera cuando le pedían algo o simplemente le hablaban. Preocupada por esto, la maestra invitó a María Rosa a conversar con Gildardo sobre los motivos de su mal genio, pero María Rosa le dijo que a Gildardo no le gustaba hablar y que cuando ella intentaba conversar con él al respecto, siempre se mostraba ofuscado y esquivo.
Así que María Rosa le pidió a la maestra que hablara con Gildardo, a ver si a ella sí la escuchaba, y le recomendó que los visitara en la finca, porque él trabajaba todo el día y si ella lo citaba a la escuela seguramente no asistiría. Después de la jornada escolar, junto con María Rosa y Sara, la profesora se enfiló loma arriba hasta la finca donde vivía la pareja con su hija.
La finca se llamaba El Edén. La casa tenía las paredes blancas, las ventanas y las puertas rojas y la adornaban flores por todas partes. Desde allí se veía el pueblo, que se amontonaba alrededor de la iglesia y del parque principal. Aunque la finca no tenía más de una hectárea, el terreno era muy bien aprovechado: había cultivos, corrales y hasta un pequeño estanque. Gildardo era muy juicioso y producía verduras, granos, quesos, y criaba gallinas, conejos y tilapias. Hacía sus propios abonos con el estiércol de sus animales, y a éstos los alimentaba con plantas forrajeras como botón de oro, leucaena y varios tipos de pasto. Parte de lo que producía lo consumían en casa y el resto lo bajaba hasta el pueblo, donde un comerciante le compraba todo lo que le llevaba.
Una mano amiga
Aquel día, Gildardo recibió amablemente a la maestra. Como ella nunca había estado allí, le pidió que le hiciera un recorrido y que le mostrara cómo era que podía tener tantas cosas, a lo que Gildardo accedió gustoso. María Rosa se quedó en la casa con Sara: mientras la madre la peinaba y le hacía trenzas, la niña cantaba y le enseñaba a su mamá una canción que había aprendido ese día en la escuela.
Gildardo llevó a la maestra a conocer las huertas rebosantes de lechugas, tomates, cebollas y pimientos; los cultivos de fríjoles y maíz, el corral de los conejos, el pequeño potrero de la vaca, las cercas de plantas forrajeras. Le iba explicando con detalle qué obtenía de cada lugar y qué le servía como insumo para otra parte de la finca. Cuando terminó de contarle cómo hacía los compostajes y para qué los utilizaba, la maestra le dijo:
—Don Gildardo, primero quiero felicitarlo por esta finca tan hermosa y tan bien cuidada; y segundo, quiero que hablemos de un asunto delicado que, como maestra de Sara y parte de la comunidad, estoy notando.
—Cuénteme qué pasa, doña Gloria.
—Es que Sara está comportándose diferente en la escuela. Ha estado un poco desjuiciada con las tareas, se distrae con facilidad en clase, en los recreos no le provoca jugar y se la pasa por ahí sentada y con cara de aburrida. También ha estado un poco grosera conmigo y con los compañeros. Yo le pregunté qué sucedía y ella me dijo que ha estado triste porque acá en la casa pelean mucho.
—No le puedo negar que eso ha estado pasando, doña Gloria.
—Don Gildardo, no es mi intención entrometerme, pero los cambios que noto en Sara me obligan a decirle que si usted y María Rosa no arreglan los problemas que tienen, la principal perjudicada va a ser la niña. Me parece importante que hablen con calma por el bienestar de Sara.
Gildardo le dijo que sí con la cabeza, pero sin mucho entusiasmo, y se fue para la parte de atrás, donde hacía los quesos, y se quedó pensando un rato en las palabras de la maestra. Se dio cuenta de que hacía mucho no hablaba con tranquilidad con María Rosa y que ese amor de tórtolos que se profesaron durante tantos años parecía un recuerdo lejano.
En el corredor, la maestra se despidió de Sara y de María Rosa.
Esa noche María Rosa preparó una cena deliciosa, arregló la mesa de manera especial y, cuando fue la hora de la comida, llamó a Gildardo, que seguía trabajando a pesar de que ya caía el sol. Este apareció y le sonrió a María Rosa al ver todo tan ordenado y apetitoso. Hacía días no se sonreían el uno al otro. Cuando comenzaron a comer, María Rosa mencionó el tema de la visita de la maestra y Gildardo empezó a echar cantaleta porque no le gustaba que se metieran en su vida. María Rosa respondió y el volumen de la conversación empezó a subir.
Entonces Sara, que también había estado sonriente, se puso seria, se levantó de la mesa y antes de encerrarse en su habitación con un portazo, les dijo:
—¡Qué pereza con ustedes dos que no son capaces de conversar sin ponerse a pelear!
Gildardo y María Rosa se quedaron fríos. ¡Nunca habían visto a Sara tan enojada! Estuvieron en silencio un momento, reflexionando sobre lo que acababa de pasar. Al rato comenzaron a hablar en voz baja, mientras Sara dormía arrullada por las voces de sus padres, que conversaban calmadamente como no lo hacían desde hacía mucho tiempo.
Cambiando lo que se deba cambiar
¡Aquella noche pudieron comprender tantas cosas! María Rosa, por ejemplo, escuchando todo lo que le decía Gildardo, comprendió que su mal genio se debía a que él sentía que tenía que cargar con toda la responsabilidad de la casa en materia económica, y si por algún motivo faltaban sus productos, se quedarían sin comida y sin entradas de dinero. Cuando Gildardo escuchó lo que decía María Rosa, comprendió que su esposa se sentía frustrada porque quería hacer cosas diferentes a preparar la comida y hacer el oficio de la casa. Ambos se percataron de que no se escuchaban lo suficiente y conversaron sobre el tema: concluyeron que escuchar no solamente es usar los oídos para descifrar las palabras del otro, sino estar atento a su tono de voz para captar lo que siente, leer sus gestos y movimientos para penetrar en sus emociones, sus tristezas y sus deseos. Escuchar es necesario para simpatizar con el otro, para hermanarse, unirse y entender. Esa noche se acostaron a dormir abrazados, y al pensar en qué podrían hacer para tener unas vidas más felices, resolvieron que se ayudarían mutuamente en las tareas que cada uno tenía, y así comprenderían mejor las labores y dificultades que enfrentaba cada uno en su cotidianidad.
No fue nada fácil el cambio que se empezó a gestar esa noche en la vida de la familia. Tampoco fue algo que se produjo de la noche a la mañana, pero como dicen por ahí: con paciencia y maña un elefante se tragó a una araña. Empezaron de a poquitos: Gildardo se aventuró de vez en cuando a experimentar en la cocina y, aunque los sudados y sancochos le quedaban casi siempre insípidos, con un poco de sal los arreglaba. Esto le ayudó a entender las dificultades propias del trabajo en la cocina: no solamente que pelar una papa o picar una cebolla es algo que requiere de práctica para hacerlo bien; sino también que la buena sazón requiere de intuición, creatividad y mucha experiencia.
Por su parte, María Rosa comenzó a ayudarle a alimentar a los animales, a desyerbar las huertas y a lavar los vegetales que cosechaban. También ella comprendió la dureza del trabajo de Gildardo: las largas horas al sol, lo importante que es conocer cada pedacito de la finca y lo que aporta y, sobre todo, la fuerza, resistencia y pericia que hay que tener para usar un machete o un azadón por largo tiempo. Y aunque fue difícil para cada uno, porque aprender siempre es una cosa ardua, lo disfrutaron mucho y trataron de verle el lado amable: cuando a María Rosa se le escapó un conejo y hubo que capturarlo con rapidez antes de que hiciera daños en las huertas, lo hicieron en medio de carcajadas; y cuando Gildardo dejó quemar el arroz y la carne, y el almuerzo fue una ensalada de frutas, disfrutaron y agradecieron por tener siempre algo qué llevarse a la boca.
Mientras esto sucedía, Sara se la pasaba de risa en risa, divirtiéndose con sus padres, que aprendían cosas nuevas cada día y que ahora se mostraban alegres y dispuestos a jugar con ella o a conversar en cualquier momento.
Durante todo este tiempo María Rosa y Gildardo no dejaron de hablar sobre lo que cada uno soñaba. Ella quería relacionarse más con las personas, pues era algo que disfrutaba y hacía bien; también ansiaba sacarle más provecho a los estudios, porque había terminado el bachillerato con muchos sacrificios y le parecía que poco utilizaba lo aprendido. Por su parte, Gildardo anhelaba trabajar menos horas para tener más tiempo para su familia; también deseaba obtener mejores ganancias por los productos de la finca que tantos esfuerzos le costaban diariamente.
Buscando el horizonte
Un día María Rosa le dijo a Gildardo:
—Mijo, y ¿qué tal si montamos una tienda en el pueblo donde vendamos todo lo que producimos?
A Gildardo le pareció algo casi imposible, pero a María Rosa no. Ella podría administrar la tienda y así venderían sus productos directamente a los consumidores, por lo que ganarían más. Y aunque se lo tomaron con calma, día a día fueron evaluando los aspectos que era necesario tener en cuenta.
Unos meses después arrendaron un pequeño local y poco a poco consiguieron clientes que se sentían felices por comprar productos frescos. Como cada día había más demanda, Gildardo conversó con unos vecinos que también vivían de sembrar y criar animales y les enseñó todo lo que había aprendido a lo largo de su vida para aprovechar al máximo lo que la naturaleza brinda, sin agotarla, prometiéndoles que les compraría a buen precio todo lo que produjeran si seguían sus métodos. Así fue como la tienda tuvo que cambiarse a un local más grande. Gildardo consiguió un trabajador para que le ayudara en su finca y así pudo tener más tiempo para su familia.
Las vueltas que da la vida
Dos veces por semana Gildardo prepara el almuerzo. Cuando lo hace, baja al mediodía a la tienda a llevarle a María Rosa el de ella, junto con las mercancías de la finca. De subida, pasa por Sara a la escuela, donde con frecuencia se queda unos minutos conversando con la profesora Gloria sobre los progresos y dificultades que tiene su hija y, de vez en cuando, sobre asuntos personales.
María Rosa, sin descuidar su hogar, se dedicó al comercio: ahora también hace cuentas, inventarios, paga nómina, charla con los clientes, organiza los productos y, por supuesto, vende.
Sara volvió a jugar con sus compañeros y a llenar con sus carcajadas los recreos de la escuela. Está feliz porque tiene todo el amor y la atención de sus padres.
(Ilustraciones: Ana María López)