El valle del Sinú es uno de los más fértiles del mundo. Allí floreció la cultura zenú. Los indígenas aprendieron a manejar los ciclos de inundación y drenaje del gran río para fertilizar, a su antojo, estas sabanas cenagosas. La zenú fue la cultura del maíz y de la ciénaga. Los campesinos sinuanos son sus herederos.
Cuando oye ese ruido que produce el golpe de cuero contra cuero –el cuero de la soga y el cuero de la vaca–, Roberto Falón se siente engreído. Tirar la soga, azotar y enlazar es para él sinónimo de felicidad. Lo siente desde los 12 años, cuando enlazó su primera vaca. A esa edad ya lidiaba ganado por las sabanas del Bajo Sinú en Córdoba. “El trabajo de vaquería sale de uno mismo; nace”, dice. Es como aprender las cuatro operaciones viendo hacer cuentas. Se empieza de muchacho como rejero, o sea, ayudante de ordeño en una finca. Se une a los vaqueros, para ayudarles y así, poco a poco, aprende el oficio.
A las cuatro de la mañana Roberto, mayordomo en una finca de 150 reses, ya está en pie. Lo primero es el tinto: “Sin el tinto, no salgo; me duele la cabeza”. Y va a revisar el ‘ganao’, a poner tarea a los trabajadores, cuando lo hay. Luego el desayuno: queso, yuca o ñame sancochados, untados con suero –la mantequilla de los costeños– y café con leche. Y de nuevo a la sabana.
Los días de vacunar, marcar, castrar o topizar –descornar los terneros–, se llaman en estas sabanas sinuanas ‘jornadas de vaquería’. Antes, se capaban hasta 200 animales al día; era una fiesta. De todos los pueblos vecinos, llegaba gente. ¡Había criadillas para todos! Hoy se castra menos, porque así el ganado acumula menos grasa.
También han cambiado los tiempos. Los viejos decían que el invierno debía comenzar en la primera luna nueva después de Semana Santa, es decir, en abril. Ahora, a veces, las lluvias comienzan en mayo, a veces en junio. Estos cambios descuadraron los meses de movimientos de ganado, que son en verano y en invierno. “En verano le botan mucho ganado a la Ciénaga Grande; ya cuando es invierno, regresan la novillada a sus potreros”. Para cualquier movimiento de ganado, hay un jefe de vaquería. “Aquí va usted con tantas reses”, le dice el mayordomo al entregar la manada. Los viejos dicen que el mejor vaquero es el que sale con un viaje de ganado y le llega completo. Debe tener buen conocimiento del camino. Saber, por ejemplo, el sitio donde se puede derrotar –desparramar– el ganado. Ser diestro también en la manera de dividir el ganado en trozas y distribuir los vaqueros: “Cincuenta reses y un vaquero tras ellas, pa’ que el ‘ganao’ no se devuelva”.
En estas travesías, ya sean largas o cortas, se usa el canto de vaquería. El que va adelante empezaba a cantarle al ganado:¡Güeeee eeei güeeeeee!/ ¿De qué color es el novillo/ que andamos buscando?/ Uno es becerrito de oro/Otro naco-amarillo/ Güee! (canto de vaquería de Marceliano Mejía).
“Las cosas hoy son distintas en la sabana cordobesa. Ya se ve vaqueando por los potreros en moto, o en bicicleta”, dice Roberto. Y es difícil encontrar un vaquero dedicado sólo a la vaquería y que maneje todos los cantares del campo: décima, zafra, canto o grito de monte, copla vaquera; esa facilidad que tenían los viejos de hilvanar, lo que querían decir, en verso.
Muchos, como Roberto, piensan que es un “privilegio inmenso” vivir en medio de esa amplitud gigantesca de la sabana. “Es sabroso ese mirar lejos, sin estorbos”. Por eso, tiene claro que no viviría en la montaña: “allá se siente uno amarrado”.
Mayoría, así llamaban antes a la casa de los patrones. Repartidas en toda la hacienda, girando siempre alrededor de la mayoría, estaban las casas para los trabajadores. Eran haciendas de mil o hasta 8 mil hectáreas, con 20 mil o más reses.
En el Bajo Sinú hay muchas casas de madera de ventanas largas y muy delgadas. Tienen caídizo, o cadrizo, como lo llaman allá. Lleva horcones por fuera, para darle espacio a un corredor y hacer más ancha la casa. Las paredes llegan hasta el techo. Lo hacen así para que no entren los mosquitos o los murciélagos.
En la casa campesina tradicional, la sala está al lado de la cocina y es un espacio abierto donde se cuelgan una o dos hamacas y hay pequeñas bancos o taburetes. El techo es de palma y el piso de tierra.
Cuando el agua no es tratada, la almacenan en tanques y las mujeres la cortan para ‘purificarla’ –aclararla- con alumbre o con tuna rallada. La revuelven un ratico y la dejan quieta. “Ahí se va asentando, se va asentando, se va asentando… hasta que ya se pone claritica”.
Al agua lluvia que almacenan en albercas no hay que cortarla, porque es agua buena. Sabrosa para tomar y más fina para bañarse.
La Semana Santa es especial en Córdoba. Jueves y Viernes Santo se ponen hasta cuatro o cinco platos en la mesa a la hora del almuerzo y de la comida.
El sábado ‘rompen la olla’: matan gallina, pato, carnero, lo que sea. Se reúnen en familia o con los vecinos. “Hay que tener barriga para tanta comida”, comentan.
-Mongo-mongo: La base es el plátano maduro. Se pelan, se cocinan y se cuelan frutas: mamey, guayaba, mango, las frutas que uno tenga, y se van echando en el plátano que ya se está sancochando. Se agrega pimienta de olor, clavitos de especies. Se le da candela como por cuatro días. Una persona experta lo revuelve, para que no quede encauchado…
Se rebulle con un palote: “el mal de la olla lo sabe el palote”, dice un refrán cordobés.
-Bien-me-sabe: Se cocinan el ñame y la batata, se muelen, se mezclan con leche, clavos y canela.
-Pescado ahumado: Ahí en el fogón, se pone a ahumar el pescado. Sirve para hacer el revueltillo de pescado con huevo….
Para hacer el suero costeño, se recoge la grasa de la leche y se echa en una vasija especial, hecha por lo general de totumo. Previamente se ha colocado allí un poco de suero, del que bota el queso. Se le agrega un poquito de sal. Al otro día, en la mañana, ya está listo.
El sombrero ‘vueltiao’ es patrimonio nacional. Es tejido en caña flecha por artesanos de San Andrés de Sotavento y Tuchín. Antes se cosían las tiras tejidas a mano, con aguja e hilo de maguey. Hoy se hace en máquinas de coser sencillas.
El cordobés monta a caballo con botas. “Descalzo o en abarcas anda uno mal; con botas es que uno se siente bien para ‘vaquiar’… Las botas le sirven cuando uno lucha con una res”. En el pellón –parece un forro de cojín– los vaqueros llevan su hamaca y su manta. Lo colocan sobre la silla. Así van seguros de que en cualquier parte puede dormir con comodidad. Todavía algunos llevan la zarapa.
“El burro es como el muchacho en la casa… Uno dice: ‘Ese muchacho no sirve pa’nada’; pero a cualquier cosa que usted va a hacer: ‘¡Traiga el burro…!’. Sin burro está uno jodido”.
Marta Páez, profesora en el colegio de El Carito, en Córdoba, al pie del caño de Aguas Prietas, se dedicó a rescatar los saberes dormidos en la memoria de los abuelos. Un día, encontró a su abuelo Ricardo haciendo un tejido de mochila. Entonces le dijo: “¿Será que usted se convierte en maestro de mis alumnos, para que ellos aprendan este tejido?”.
Los estudiantes aprendieron ya a tejer sin agujas y los secretos de los dos nudos ‘maestros’ y los nudos ‘crecidos’ con los que se arman las mochilas tradicionales. Y hablando con los abuelos, empezaron también a rescatar la tradición oral.
Relatos de abuelos se llama el libro que están escribiendo. Hay varios cuentos del Tío Conejo, de los que se escuchaban en las noches de tertulia. En los ranchos, en las hamacas, estaba el abuelo con el nieto, el papá con la mamá, el otro niño pequeñito en los brazos de la mamá y todos los demás alrededor en los taburetes, oyendo los cuentos de los abuelos. Eran inventos del momento, o cuentos que venían de tradición, porque ellos los habían escuchado a sus padres o abuelos. El Tío Conejo representa al hombre pícaro, al sagaz. Todos sus cuentos tienen que ver con los animales de la región: cómo el Tío Conejo le saca ventaja a la Tía Zorra, a pesar de ser una mujer muy despierta.
De sombrero, camisa blanca de manga larga, en los pies las abarcas trespuntá y la mochila terciada para llevar el ron, Marcial, Juvencio y Saúl van, con sus tres pisones, a donde los llamen para un entierro. Los tres se meten en el hueco de la sepultura –unos cuatro metros de profundidad– y realizan la ceremonia de la zafra mortuoria. Son los únicos que mantienen esta vieja tradición que heredaron de sus antepasados, los indios zenúes: enterrar a los muertos bajo siete capas de tierra que se va aprisionando y emparejando con los pisones mientras los cantadores van soltando sus versos. Había cantos fijos y otros que se improvisaban sobre la vida del difunto. Viejos y nuevos iban al cementerio a acompañar esta ceremonia que se hacía en la tarde, cuando todo mundo está desocupado.
“Como ahora estamos poquitos, el que canta también lleva pisón”, explica Marcial Cadavid, el director del grupo. Él marca el ritmo con el pisón macho. A lado y lado van los pisones hembras. El macho puede hacer lo que sea: uno, dos, tres golpes, seguidos o distanciados. Las hembras lo siguen. “El que no sabe este secreto va ‘a traspingas’ –dando tumbos sin ritmo–”, dice Marcial, que vive en Severá, corregimiento de Cereté, en la margen izquierda del río Sinú.
“El día que nos ‘muéramos’ nosotros, ahí se pierde esa tradición…”, lamentan los tres campesinos. Los tres aprendieron de sus viejos: de pequeños iban con los abuelos al cementerio. Los ponían a echar tierra, con la pala en la sepultura. Después los ponían a emparejar la tierra capa por capa. “Con ese empareje, a uno le fue quedando eso en la mente hasta que aprendí”, dice Jacinto. Y Marcial se defi ende de los que lo llaman anticuado. “Yo muero con lo mío. Yo insisto: el pobre debe de ir a la tierra…y hay que sepultarlo bien ‘sepultao’”.
Al igual que en el Pacífi co, algunos campesinos de esta región acostumbran ’despedir al muerto’ el último día de la novena. Con las luces apagadas, un rezandero despide el ánima y la echa con una escoba, pa’ que se vaya… La creencia es que, hasta que no se complete ese día, el muerto no se va. Por eso es que en el altar que se arma para la novena le dejan un vaso con agua y un algodón, para que el alma calme la sed.
Hay dos tipos de velorios. Velorio del muerto y velorio del santo. A cualquier santo se le ofrece un velorio. Es una noche con baile, música. El santo se coloca en una urna y la par-randa se hace alrededor de él. Es el pago por un milagro o para encomendar protección para una persona. Por lo general, son santos que no fi guran en el santoral.
Las corralejas son las fi estas tradicionales. Nacieron como un juego. Los vaqueros, luego de recoger el ganado en la tarde, se entretenían jugando en el corral con el ganado. Los vecinos empezaron a sentir admiración por este juego y pronto lo organizaron como cortesía para los visitantes, como homenaje a los santos. Cuando los corrales de las haciendas se hicieron pequeños, se pensó en corrales más grandes y fáciles de desbaratar después de días de jolgorio.
Los campesinos sinuanos imitan los sonidos de clarinetes, trombones, trompetas y bombardinos, soplando hojas de naranjo y de matarratón. Hay bandas de hojitas. Se aprende la posición adecuada de los labios, para remedar cada instrumento.
“La décima es una poesía bien organizada”, dicen los campesinos de Sabanalarga, corregimiento de San Pelayo. Las décimas son el equivalente a las trovas de Antioquia. Pero es un verso más difícil de componer y se canta sin acompañamiento musical. “La gente tiene que ser muy versada, pero es algo que nace natural, no se estudia”.
El porro, querido hermano, es una cuña en la vida tiene esencias presentidas de mi valle soberano su ritmo para el sinuano es de su orgullo testigo tiene el silencio partido sobre la boca y las manos y el pecho colombiano para cantar se ha metido.
Hay décimas más complicadas, como la glosada. Al ‘decimero’ se le da un estribillo y debe improvisar cuatro décimas que terminen con cada uno de los versos del estribillo.