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El burrito y la tuna

El burrito y la tuna

(REGIÓN CARIBE / CUENTO GUAJIRO)
 

Una mañana, un hombre ensilló su burro y salió de Riohacha rumbo adentro de la Guajira. El camino era largo. Andando, andando, descansando un rato aquí y otro allá, pasaron cuatro días. A la cuarta noche, el hombre se bajó de su burro y colgó su chinchorro para descansar. De repente, en el fondo de la noche, se oyó el silbido espeluznante de un Wanuluu que le seguía los pasos. Lleno de miedo, el hombre brincó de su chinchorro y se escondió detrás de un olivo. El burrito no oyó al Wanuluu y siguió tranquilo masticando el fruto de unos cujíes. 

La segunda vez el silbido sonó más cercano… el burrito paró las orejas. El hombre se acurrucó lo más que pudo detrás del tronco del olivo y vio… a la luz de la luna, un jinete sin cara. Llevaba plumas blancas en la cabeza y cabalgaba sobre un caballo de sombras.

El jinete desmontó y se acercó al burro.

—¿Dónde está tu compañero? —preguntó.

—No tengo compañero —dijo el burro—. Estoy solo.

—¿Y eso que parece una baticola?

—Es mi cinturón de borlas. 

—¿Y eso que parecen frenos?

—Son collares de cascabeles.

El Wanuluu respiró profundo. 

—¿Y eso que huele a sol y a sudor humano, qué es?

—Mi ración de fororo con panela.

Pero el Wanuluu no se convenció y volvió a insistir con una vocezota:

—¿Dónde esta tu compañero?

—He dicho que no tengo compañero —contestó el burro.

—¡Si no me dices la verdad te mataré! —dijo Wanuluu.

El Wanuluu tomó su puñal de hueso y se acercó al olivo donde se escondía el hombre. El burrito, empeñado en salvar a su amo, se volteó y le dio una tremenda patada que lo lanzó contra unas piedras. Pero el Wanuluu se levantó como si no hubiera sentido nada. 

—¡Caramba! —dijo en un susurro—. ¿Por qué me tiras piedras? No debías tirarme piedras.

 

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Y lo amenazó con su puñal de hueso. Comenzó entonces una lucha violenta entre el Wanuluu y el burrito. El Wanuluu hacía silbar el puñal y el burrito saltaba y daba patadas. Pero el Wanuluu parecía no cansarse. Daba un golpe. Y otro golpe. El hombre miraba desde su escondite, callado, casi sin respirar. Y no pensó en salir a defender a su burro. 

Cuando el burrito ya no podía más, el Wanuluu lo dejó en el suelo, montó su caballo y desapareció sin dejar huellas. Entonces el hombre salió de su escondite. 

—Mira, pues —dijo al burrito—. Yo no sabía que hablabas como nosotros—. Y nada más. Ni siquiera le dio las gracias por haberle salvado la vida. Trató de montarlo y seguir su camino. Pero el burro estaba tan herido que ya no podía caminar.

Entonces el hombre se fue solo y dejó al burrito tendido en el camino. Cuando llegó a la casa de su familia, contó su gran aventura. Pero no habló del burrito.

—¡Fui yo! —dijo—. Fui yo quien venció al Wanuluu. 

Y todos creyeron que era un hombre de gran poder, que era un intocable.

Mientras tanto, atrás en el camino, el burrito herido murió. Y en el lugar donde cayó, nació una mata de cardón. En sus tallos las avispas matajey fabricaron un panal de rica miel. El cardón se llenó de frutos rojos y maduros que los pájaros nunca picotearon y el sol nunca resecó.

Un día, le llegó al hombre el momento de volver a Riohacha. Emprendió su camino y pasó por el mismo lugar donde antes había abandonado al burrito. Estaba cansado y sediento y se acordó de su burro. Miró aquí y allá, buscó y no lo encontró. Pero sí vio un cardón lleno de frutos rojos.

—¡Mmmm! —dijo el hombre—. ¡Estos frutos se ven sabrosos!

Arrancó varios y se los comió. De pronto, entre los rojos frutos descubrió un panal de matajey. Lo arrancó y comenzó a lamerlo. La miel goteaba por sus manos. Y así, lame que lame, su cara se fue poniendo verdosa, sus orejas crecieron y le brotaron hermosos frutos, y se llenó de espinas y flores amarillas. 

El hombre se convirtió en tuna silvestre, llamada Jumache´e. Y allí se quedó para siempre, al lado del burrito a quien había abandonado.

Desde entonces, en toda la Guajira, la tuna con sus espinas crece al lado del cardón con sus dulces frutos. Y en tiempos de lluvia las flores amarillas de la tuna y los frutos rojos del cardón alegran al viajero cansado.

Recopiló: Ramón Paz Ipuana.
Ilustración: Nadir Figueroa.

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