(Basado en una leyenda china)
Cuenta la leyenda que en el fondo del mar de la China vivía un temible dragón alado llamado Nian, que todos los años, en la noche de Año Nuevo, emergía de las profundidades. Entonces volaba al cielo y luego descendía furioso sobre una aldea ubicada al borde del agua, donde arrasaba con todo. Quemaba con su aliento los arrozales, los árboles y los animales, y luego se ensañaba con las personas. Su presa preferida eran los niños, a quienes engullía de un solo bocado. Los pobladores vivían aterrorizados. Dicen que hace muchos, muchos años, en la noche de Año Nuevo, cuando comenzó esta tragedia, los lugareños andaban desprevenidos y Nian devoró a casi todos los niños, menos a uno. Con el tiempo, los habitantes se dieron cuenta de que esta situación se repetía sin que pudieran hacer nada y no volvieron a celebrar el Año Nuevo. Como nadie sabía cómo deshacerse del monstruo, cada año, alrededor de esas fechas, iban a esconderse en las montañas. Luego regresaban a reparar sus casas y a resembrar el arroz. Cierto día llegó un venerable anciano de larga barba blanca, envuelto en una brillante túnica de seda roja. El Año Nuevo se aproximaba, así que varios advirtieron al hombre sobre la inminente llegada de aquella bestia. El anciano, calmado y apacible, los tranquilizó y pidió hospedaje en alguna choza. Afirmó que los liberaría del dragón, pues conocía el secreto para vencerlo.
Aunque temían por la vida de aquel extraño visitante, los aldeanos decidieron aceptar su ofrecimiento. La víspera de Año Nuevo todos subieron a las montañas para resguardarse, como ya era costumbre. Todos, menos el viejo. Llegada la tan temida noche, las aguas del océano comenzaron a rugir. De entre las olas, surgió el imponente dragón, con el rostro encendido por el fuego de su aliento, que empezó a sobrevolar los techos de las humildes chozas, muerto de hambre y ansioso por saciarse. Desde las montañas, los aldeanos alcanzaron a ver con espanto la figura de su enorme cuerpo de serpiente. Estaba cubierto por escamas gruesas y de él surgían grandes alas membranosas. En medio de su cabezota horripilante se lograba distinguir el destello de sus ojos verdes. Nian posó sus garras de uñas largas en tierra y lanzó un bramido de fuego que destruyó cultivos y chozas. Cuando comenzó a recorrer las calles vacías, observó una pequeña luz, que provenía del lugar donde se encontraba el viejo. Decidió que allí comenzaría a comer.
Al llegar, quedó paralizado. Un gran farol de color rojo, puesto sobre la puerta, le impedía avanzar. El viejo sabio, que lo estaba esperando, lanzó cientos de fuegos artificiales, que ascendieron silbando y estallaron, enrojeciendo el cielo. El anciano no era otro que aquel niño que, por un descuido de la bestia, sobrevivió al primer ataque. Ese lejano día había adivinado algo importantísimo: se había salvado porque estaba vestido de rojo y Nian le temía a ese color. El monstruo huyó volando, con violentos aletazos, lleno de pavor, entre los destellos rojizos de la pólvora. Desde aquel entonces, se ha convertido en una tradición china que una parte de la celebración del Año Nuevo consista en colgar abundante decoración roja y lanzar juegos pirotécnicos. Las calles se llenan de música, tambores y fuegos artificiales durante todo el día, y se hacen faroles de seda roja, de gran variedad de formas y tamaños, que se cuelgan en las calles para ahuyentar a los dragones.
(Ilustración: María Luisa Isaza)