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El oro biche

El oro biche

REGIÓN PACIFICA

 

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Pedro María recuerda que en sus tiempos de niño muchos mineros devolvían el platino a las quebradas porque según ellos ese oro era biche, es decir, que todavía no había madurado. Se necesitaban muchos, pero muchísimos años, para que ese oro casi blanco, que era el platino, se volviera amarillo, porque para ellos, como para las siguientes generaciones de mineros, el oro tenía vida como las plantas y los animales.

—El oro tiene espíritu —dice Pedro María—, y si quiere saberlo, espere que le cuente. Sucedió que un vecino suyo se levantó una madrugada de Semana Santa a hacer sus necesidades en la azotea, y cuando ya había terminado, vio brillar algo debajo de la casa.

Esa luz parecía una fogata, porque subía y bajaba, por momentos desaparecía, y luego volvía a brillar con mayor resplandor. A Crescencio, porque así se llamaba el vecino, le empezaron a temblar las canillas. Tuvo que armarse de buen ánimo para no quedarse allí en cuclillas hasta el amanecer, con los pantalones enredados entre las piernas. Se levantó como pudo, y con los pantalones en las manos, entró al cuarto, todavía cegado por el resplandor frío de esa guaca.

Como Crescencio ya había oído hablar de guacas y entierros, tan pronto como pudo aclararse los sesos se dijo que no podía tratarse sino de algo parecido. Durante el resto de la madrugada estuvo despierto, cavilando sobre la fortuna que lo esperaba, porque él estaba dispuesto a cavar ese entierro así se lo llevara el mismísimo.

Una vez desayunados, le contó a la mujer lo que había visto. Pero tan pronto como se lo contó se arrepintió. Sintió recelos de que la mujer quisiera apoderarse del tesoro y largarse por algún rumbo dejándolo pobre y desengañado.

La mujer empezó a pensar lo mismo, y durante todo el día estuvieron celándose mutuamente, para que ninguno fuera a dejar sin parte del tesoro al otro. Se olvidaron de las celebraciones de Semana Santa, en ese punto de la Semana de Pasión en el que se silencian las campanas y las matracas repican por las calles.

Ambos conocían muy bien los artificios de las guacas. Primero, que se trataba de un entierro hecho por alguien hacía muchos años, ya finado por cierto, quien no había podido desenterrar ese tesoro en vida, y ahora era un ánima en pena que buscaba a alguien para entregárselo y liberarse de los bienes y males de la tierra. Segundo, que esas guacas brillan más que todo en Semana Santa. Tercero, que el muerto se da sus mañas para entregar el entierro. La persona que lo descubre debe esperar que pase la noche y marcar el sitio donde vio la lumbre, y la noche del Viernes Santo, a las doce, armarse de valor y bajar a cavar sin que lo vea alguien extraño. Si el que está desenterrando el oro o la plata tiene “mala espalda” para el metal, o se ha llenado de codicia, pierde la guaca porque el finado se la lleva a otro solar para que en la siguiente Semana Santa otro más cristiano la desentierre, así él tenga que esperar un año más, que poco importa en la eternidad. Pues bien, marido y mujer sabían todo eso, y mientras masticaban un pedazo de plátano con una presa de tatabro ahumado en el almuerzo, se miraban con desafío.

Crescencio se dio cuenta de que por ese camino iban a perderlo todo. Le propuso a la mujer que esa noche se fijaran bien en la lumbre, y apenas brillara, memorizaran el sitio del entierro, para marcarlo en la mañana, y a la noche siguiente, la del Viernes Santo, desenterrarlo. Y que echaran la codicia a la basura porque podían quedarse sin la soga y sin la canoa.

Así acordaron las cosas. Y esperaron la noche, muertos de miedo y de curiosidad, rezando a las ánimas para que no los venciera ni la codicia ni la desconfianza, porque ya estaban advertidos. Vino la noche, la guaca brilló, y al día siguiente, tan pronto rayó la aurora, brincaron por la azotea y se fueron derechito al sitio donde habían visto la luz.

 

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Subieron contentos, pasaron por el cuarto de los muchachos, y como los sintieron dormidos todavía, les fueron diciendo a cada uno que ese año sí les iban a comprar las cosas que siempre pedían y no habían podido darles porque la pobreza no daba respiro.

Durante todo el Viernes Santo estuvieron encerrados en casa, anhelando que anocheciera de nuevo. Varias vecinas vinieron a llamar a Dolores, porque extrañaron no haberla sentido en las ceremonias cantando alabaos al Cuerpo en el Sepulcro, ella que tenía tan buena voz, y no fallaba el Sermón de las tres de la tarde ni el desprendimiento de la Cruz.

Dolores despidió a las amigas con mentiras cordiales. Supo que no le habían creído. Las amigas pensaron que a lo mejor esos dos se habían enlunao en plena Semana de Pasión, y no querían sino estar apapachaos dentro del toldillo, los muy descreídos.

Cuando iban a dar las doce de la noche, los dos cogieron las palas que ya tenían preparadas, y mientras pasaba la procesión por el frente de su casa, en la única y larga calle del pueblo, ellos se fueron al lugar del entierro, con el alma en la boca, confiados en que el muerto los haría invisibles para los otros, y que por fin saldrían de pobres.

 

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Pero cuando tocaron con las palas algo duro, y vieron relucir a la luz de las velas el baúl que guardaba el entierro, sintieron a sus espaldas un ruido muy extraño. Aunque sabían que no debían mirar para atrás, las cabezas se les pusieron tan grandes que no pudieron gobernarlas.

y voltearon a mirar. “¿Qué vieron, Dios mío?”, se pregunta ahora Pedro María poniéndose las manos en la cabeza. “Vieron al finado en persona, el puro esqueleto haciendo saltos y mojigangas, feliz de que por fin lo estuvieran librando de su pena, para ahora sí irse tranquilo a su cielo, a su purgatorio o a su infierno, si era que le tocaba. Pero no sólo eso, sino que en los huesos del finado estaban copiados todos los pecados que había cometido en vida”.

Fue tan grande el susto de los dos, y tal el horror de ver esos pecados en forma de gusanos y culebras, que cayeron privados. El mayorcito de los hijos, al ver que ellos no salían y ya eran las once del día, corrió a buscarlos por toda la casa hasta que los encontró abajo, en el piso de tierra, cerca al corralito de las gallinas, atravesados contra un guayacán, al lado de un montón de barro, botando baba por la boca, como si les hubiera dado algún ataque. El muchacho buscó agua y les arrojó un baldado a la cara que los hizo volver en sí. Lo primero que hicieron fue mirar el hoyo que habían cavado la noche anterior. El baúl había desaparecido.

 

 

Nina S. Friedemann

Publicado en: La ballena colimocha. «El Chocó: magia y leyenda».

Bogotá. Eternit de Colombia, 1991.

Ilustraciones: Johana Bojanini.

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