Recién creado el mundo, todas las aves eran blancas. Con el tiempo, se fueron cansando de ser todas del mismo color y rogaron al gran Dios Mulungu que les diera colores brillantes como los de las flores.
Mulungu accedió a ayudarlas. Todas las aves formaron semicírculos frente a Mulungu, que se sentaba en su silla de jefe, rodeado de cacharros con pinturas de distintos colores, dispuesto a cumplir la promesa que les había hecho.
Los pájaros debían esperar turno pacientemente. Cuando Mulungu los iba llamando, se subían a sus rodillas y él escogía los colores, los pintaba y los dejaba marchar. Sin embargo, había un pájaro llamado Manda, que tenía fama de ser inquieto e impaciente, estaba todo el tiempo corriendo de un lado al otro y haciendo el mayor ruido posible para llamar la atención de los presentes.
Ahora quería los colores más vistosos y no estaba dispuesto a esperar turno, sino que volaba una y otra vez acercándose a Mulungu y gritando:
—¡Píntame a mí! ¡Píntame a mí!
—Ten paciencia, Manda —le contestaba Mulungu, una y otra vez.
Y el gran Dios seguía pacientemente pintando a los que estaban por delante de Manda. Al tejedor le pintó el cuerpo de negro y las alas de rojo; al turaco, de azul, verde y morado. Pero Manda no podía quedarse tranquilo y seguía incordiando para que lo atendieran antes que a los otros.
Para quitárselo de encima, Mulungu dejó de pintar a un ave zancuda que tenía en las rodillas y llamó a Manda.
—Está bien —le dijo—. Ven aquí y tendrás lo que quieres.
El ave zancuda se alejó a medio pintar, y por eso la cigüeñuela tiene las patas rojas y las alas negras, pero el resto de su cuerpo sigue siendo blanco.
Manda saltó a las rodillas de Mulungu dándose importancia frente a los otros pájaros, y el Dios, con gran rapidez, lo embadurnó de marrón y de gris y lo despidió sin más palabras.
Por esta razón, Manda es el ave menos vistosa, pero sigue siendo tan ruidosa y alborotadora como siempre, y aún se la puede oír llamando a Mulungu con el grito de: “¡Píntame a mí! ¡Píntame a mí!”.