Edmundo de Amicis (Italia)
Domingo 11. El pequeño albañil vino hoy a casa vestido con una chaqueta abrigada y la ropa vieja de su padre, blanca todavía por la cal y el yeso. Mi padre deseaba que viniera aún más que yo. ¡Qué gusto le dio verlo!
Apenas entró se quitó su viejísimo sombrero, que estaba cubierto de nieve, y se lo metió en un bolsillo. Después se me acercó con aquel andar descuidado, de trabajador fatigado, moviendo aquí y allá su cabeza, redonda como una manzana y con su nariz chata. Cuando pasó al comedor, dio una ojeada a los muebles y fijó sus ojos en un cuadrito que representaba a un bufón jorobado, y puso la cara de “hocico de liebre”. Es imposible no reírse al vérsela hacer.
Luego nos pusimos a jugar con palitos. Él tiene una habilidad extraordinaria para hacer torres y puentes que se mantienen en pie de milagro; trabaja en ello muy serio, con la paciencia de un hombre maduro. Entre una y otra torre me hablaba de su familia: viven en un desván; su padre, por la noche, va a la escuela de adultos a aprender a leer; y su madre no es de aquí. Parece que lo quieren mucho porque, aunque él viste pobremente, va bien protegido del frío, con la ropa remendada y el lazo de la corbata bien hecho y anudado por su madre. Su padre, me dice, es muy alto, un gigante que apenas cabe por la puerta; es bueno y siempre llama a su hijo “hociquito de liebre”. El hijo, en cambio, es más bien bajo para la edad que tiene.
A las cuatro comimos juntos pan y pasas, sentados en el sofá, y cuando nos levantamos, mi padre no quiso que limpiara el espaldar que el pequeño albañil había manchado de blanco con su chaqueta. Me detuvo la mano y lo limpió después, sin que nosotros lo viéramos.
Jugando, al pequeño albañil se le cayó un botón de la chaqueta y mi madre se lo cosió; él se puso colorado y la vio coser admirado y confuso, sin atreverse a respirar.
Después le enseñé el álbum de caricaturas y él, sin darse cuenta, imitó tan bien los gestos de aquellas caras que hasta mi padre se rio.
Estaba tan contento cuando se fue que se le olvidó ponerse el andrajoso sombrero, y al llegar a la puerta de la escalera, para manifestarme su gratitud, me hizo otra vez la gracia de poner el “hocico de liebre”. Se llama Antonio Rabucco y tiene ocho años y ocho meses…
¿Sabes, hijo mío, por qué no quise que limpiaras el sofá? Porque limpiarlo mientras tu compañero veía era como hacerle un reclamo por haberlo ensuciado. Y esto no estaba bien: en primer lugar, porque no lo había hecho con intención, y en segundo, porque se había manchado con la ropa de su padre, quien a su vez la había ensuciado trabajando; y lo que se mancha trabajando no ensucia; es polvo, cal, barniz y todo lo que quieras, pero no es suciedad. El trabajo no ensucia. Nunca digas de un obrero que sale de su trabajo: “Va sucio”. Debes decir: “Tiene en su ropa las señales, las huellas del trabajo”. Recuérdalo. Quiero mucho al pequeño albañil porque es compañero tuyo y, además, porque es hijo de obreros.
Tu padre.
(Ilustración: Carolina Bernal C.)