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El ruiseñor

El ruiseñor

Hans Christian Andersen (Dinamarca)

En China, seguramente ya lo sabes, el emperador es chino y todos los que viven a su alrededor también son chinos. En los tiempos de esta historia, el castillo del emperador era el más maravilloso del mundo y estaba lleno de flores hermosísimas, de colores encantadores y de un perfume exquisito. Al fondo del jardín había un bello bosque, con árboles gigantes y lagos enormes, que llegaba hasta el mar. Era tan grande el jardín que ni el mismo jardinero sabía dónde terminaba.

En el bosque que lindaba con el jardín del emperador vivía un ruiseñor que cantaba las más hermosas melodías que jamás se habían escuchado. Sus canciones eran tan hermosas que los visitantes de todos los países del mundo que recorrían el jardín y el bosque se asombraban más con la belleza del canto del ruiseñor que con el esplendor del palacio. Así que escribieron relatos, libros y poemas que un día llegaron a manos del emperador.

Al leer estos libros, el emperador mandó a llamar a su ayudante y le ordenó buscar a este pájaro desconocido que vivía en su imperio y llevarlo a su presencia.

—He leído en un libro escrito por el emperador de Japón que este ruiseñor vive en mi bosque, y estoy seguro de que es verdad. ¿Por qué no sabía yo de su existencia? Esta misma noche quiero oírlo. Al que lo encuentre lo premiaré colmándolo de riquezas; pero si no lo encuentran, todos los habitantes del palacio, sin excepción, serán castigados severamente.

Guardias, cocineros, jardineros y ayudantes de palacio: todo el mundo fue en busca del ruiseñor. Solo una joven cocinera sabía dónde estaba el pájaro. Ella dio las indicaciones necesarias para que lo encontraran y lo pudieran llevar ante el emperador.

Esa noche, el emperador se sentó en su trono de oro, en el salón de porcelana y esmaltes, adornado y reluciente como ningún otro salón de la Tierra. El ruiseñor cantó una canción tan bella que el emperador lloró de emoción.

El monarca decidió que el ruiseñor debería vivir en el palacio y ordenó que tuviera doce criados a su servicio; y solo podría salir de su jaula dos veces en el día y una en la noche. La fama de este pájaro se esparció por toda la ciudad y todo el imperio.

Cierto día llegó una misteriosa caja al palacio imperial. Dentro de ella había un ruiseñor mecánico, lleno de diamantes, perlas y rubíes. Cantaba preciosas melodías y movía lentamente su cabeza y su cola.

Dejó maravillados al emperador y a todos los cortesanos. Era más brillante y, además, más conveniente que el de verdad: se le podía hacer cantar cuantas veces se quisiera, repetía y repetía cien veces la misma canción sin cansarse, no comía ni dormía, tampoco salía dos veces de día y una de noche, ni necesitaba los cuidados de doce servidores. Ni siquiera le hacía falta la jaula. Su fama, al igual que la del pájaro de verdad, se propagó por todo el mundo y de todas partes llegaban viajeros para oírlo.

De pronto, un día, el emperador quiso volver a escuchar al ruiseñor de verdad, pero nadie lo encontró por ninguna parte. Irritado, ordenó desterrar al ruiseñor para siempre del imperio, pues ya no era necesario: el ruiseñor mecánico era mejor que el de carne y hueso.

Pero llegó un día en que del interior del ruiseñor mecánico salió un chirrido como si se rompieran todos los muelles, los resortes y las ruedecitas que producían las encantadoras melodías. Mecánicos, relojeros, herreros y joyeros intentaron poner remedio a esta desgracia, pero sus esfuerzos fueron en vano: el ruiseñor mecánico ya no volvió a cantar. Los habitantes del imperio sintieron una enorme tristeza.

El emperador enfermó de tal gravedad que estaba a punto de morir. Con voz débil suplicaba oír al ruiseñor por última vez, pero el ruiseñor mecánico continuaba mudo y el emperador ya se despedía de este mundo.

De pronto, en la ventana de la habitación del moribundo se oyó el canto del ruiseñor, un canto tan bello como la primera vez que gorjeó en el salón del palacio. Al oírlo, el emperador recobró el color, sus ojos se abrieron y todo su cuerpo volvió a la vida.

—Gracias —dijo suavemente el emperador—. Te eché de mi palacio y de mi imperio. Ahora tú has alejado mi sufrimiento y mis pesadillas, y has arrojado la muerte de mi corazón. ¿Cómo te lo pagaré?

—La primera vez que me oíste cantar, lloraste de la emoción. Un cantor nunca puede olvidar un llanto de admiración; llenaste mi corazón. Cantaré para ti siempre que quieras. Solo te pido que no destruyas el pájaro mecánico: ha hecho lo que ha podido. En cuanto a mí, déjame entrar y salir de tu palacio a mi gusto; vendré muchas noches a cantar para ti. Pero también cantaré para los que son felices y para los que sufren. Volaré por todas partes. Iré a la casa del pescador pobre y a la del labrador apenado. Cantaré para los de tu corte y para los que viven lejos de ella. Prefiero tu corazón a tu corona. Solo te pido que no le digas a nadie que tienes un pequeño pájaro que viene a cantarte en la noche. Así las cosas serán mejores.

Y el ruiseñor entonó una melodía y se alejó por el cielo azul de China.

A la mañana siguiente, cuando los criados entraron para ver al emperador moribundo, lo encontraron vestido con su traje imperial y con su sable de oro en las manos. Este les dio el más cortés de los saludos:

—¡Muy buenos días!

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