Hans Christian Andersen (Dinamarca)
Había una vez un emperador al que le gustaban mucho los trajes nuevos y bonitos, por lo que gastaba todo su dinero en estar bien vestido.
Un día se presentaron en su corte dos estafadores que se hicieron pasar por sastres y le dijeron:
—Nosotros podemos hacerte un traje tan hermoso como nunca nadie ha tenido en ninguna época. Además, tiene la ventaja de que aquel que sea necio y no sea digno del cargo que ocupa no podrá verlo. Solo las personas inteligentes serán capaces de ver el traje.
El emperador se alegró con la proposición que le hacían los sastres y les encomendó un nuevo vestido. Así podría estrenar un nuevo traje y descubrir cuáles de sus asistentes no eran dignos de sus cargos.
Ordenó que a los sastres se les diera lana, terciopelo, seda, oro y todo cuanto era preciso para hacer el traje. Los estafadores guardaron los materiales y simularon tejer las telas en un telar vacío y coser el vestido con agujas sin hilo.
Pasaron ocho días y el emperador envió a un ministro de su confianza para saber cómo andaban los trabajos de confección. El ministro llegó y pidió ver el vestido. Los sastres le mostraron los telares vacíos. El pobre ministro abría los ojos, pero no podía ver nada, porque nada había. Él sabía que aquel que fuera necio e indigno de su cargo no sería capaz de ver aquel traje, por lo que pensó: “No me conviene decir que no puedo ver el vestido”. Así que fingió verlo y los felicitó. Al llegar al palacio le anunció al emperador que su traje estaba listo y que era el más hermoso que había visto en su vida.
El emperador se hizo llevar aquel traje. Se lo presentaron e igualmente le mostraron los telares vacíos. El emperador también fingió ver el vestido nuevo y apreciar su belleza. Luego se quitó el que llevaba y ordenó que le pusieran aquellas prendas magníficas.
Ataviado con su nuevo traje, el emperador salió a recorrer la ciudad. La gente que lo veía decía:
—El traje nuevo del emperador es incomparable.
Nadie quería admitir que no podían ver nada. Nadie se atrevía a decir que iba desnudo, porque habían oído que únicamente los necios no podían ver el vestido, y cada cual pensaba que solo era él quien no lo podía ver.
De pronto, un niño se fijó en el emperador y dijo:
—¡Miren! ¡El emperador se pasea desnudo por la ciudad!
El emperador supo que el niño tenía razón, sintió que la vergüenza se apoderaba de él y todo el mundo comprendió que, efectivamente, iba desnudo por la calle.
Sin embargo, el emperador soportó el recorrido seguido por dos ayudantes que cargaban una cola que ni siquiera existía.
(Ilustración: Carolina Bernal C.)