(Basado en una leyenda escandinava)
En una montaña de las lejanas tierras del Norte, donde el verano es corto y el invierno despiadado, había un bosque oscuro. En sus profundidades se hallaba un puente de piedra, construido en épocas antiguas. Allí vivía el viejo Trol, que era tan viejo que ni él mismo recordaba cuándo había nacido. Aparte de las criaturas del bosque, nadie sabía lo que ocurría debajo de aquel puente. Cuentan que dos pastores salieron tarde de un pueblo lejano donde habían ido a vender ovejas. Era una fría noche de invierno y tuvieron que caminar en la oscuridad a través de aquella montaña. Cuando llegaron al extremo del puente, los hombres decidieron detenerse a descansar. Alistaron un pequeño campamento, prendieron fuego para calentarse y se sentaron a esperar el amanecer. Los dos amigos conversaron un rato. La candela chisporroteaba con fuerza y ambos miraban hacia la negrura del paisaje. De pronto, el pastor gordo le dijo a su compañero:
—Flaco, afortunadamente los monstruos no existen porque si no… hmmm… qué miedo este bosque tan negro. —Mucho cuidado amigo —le dijo el otro—. He escuchado historias de hombres que no creen en nada y más tarde terminan arrepentidos. —Solo los tontos creen en monstruos —remató el gordo, burlándose de su amigo.
Enseguida se acostaron a dormir junto a la fogata. Una hora después, una gran sombra asomó por entre los árboles. Los pastores se despertaron al escuchar unos pasos retumbando: taca, taca, tun… y se estremecieron. Aguzaron la vista, pero era imposible distinguir algo en la oscuridad. Medio dormidos todavía, oyeron que las pisadas se hacían más fuertes e iban directo hacia ellos: taca, taca, tun… Pasaron unos segundos y los pastores pudieron contemplar la figura de un gigante gris. Era el Trol que los acechaba con su único ojo rojo. Tenía hombros anchos y brazos gruesos y largos. Su piel parecía una costra formada por pantano. Ante la mirada sorprendida de los hombres, el Trol soltó una aterradora carcajada: —¡Ja, ja, jaaa! ¡Comida! —dijo abriendo su inmensa boca. Antes de que pudieran dar un paso, el gigante saltó y los atrapó; y de un par de mordiscos se tragó al pastor más gordo. De un bocado, aquel hombre desapareció de la cabeza hasta el tronco; luego las piernas. De él no quedó nada.
—¡Me encanta cuando la comida viene a buscarme! Ñam, ñam… a ti te guardaré para mañana —había decidido convertirlo en su desayuno. Esa noche, aprovechando que el monstruo se quedó dormido, el hombre tomó de la fogata una estaca encendida y la clavó justo en el ojo del Trol, que lanzó un grito de dolor. El pastor salió huyendo despavorido, lejos del puente. El gigante gris se arrancó la estaca del ojo y, medio ciego, comenzó a seguirlo. El hombre le había ganado algunos pasos, pero se dio cuenta de que la bestia, aunque malherida, iba más rápido que él. El pobre corría y corría, y saltaba por entre las rocas y los matorrales en plena oscuridad, montaña abajo. Pero oía cada vez más cerca al Trol furioso. En una parte del camino, un tronco cruzaba un abismo profundísimo. En lugar de pasar sobre él, el hombre se escondió tras una roca en el borde del precipicio. El Trol no lo vio esconderse, y gritando: “¿Dónde estás, pequeño humano?”, corrió torpemente sobre el tronco. Entonces, se escuchó un ruido seco y, entre alaridos, cayó el gigante. Se lo tragó el río que corría allá abajo. El pastor huyó y nunca más volvió a cruzar por ese lugar. Desde ese día se encargó de contar su historia a todos, para que tuvieran cuidado con los monstruos del bosque. Porque, como decía él, “que los hay, los hay”.
(Ilustración: María Luisa Isaza)