Isidora Aguirre (Chile)
La chacra* de don Candelario era conocida por los sabrosos frutos de su huerta, y entre sus árboles frutales, los más afamados eran sus perales. Alineados en largas y disciplinadas filas, semejaban verdes soldaditos detenidos sobre la tierra oscura. La primavera los transformaba en novias con sus flores blancas en forma de pequeños candelabros, y el verano les regalaba su abundante y preciosa carga de fruta.
Y he aquí que un año sucedió algo asombroso: un tierno peralillo se escapó de las filas y fue a crecer junto al estanque. Disfrutaba mirando sus florecitas en el espejo del agua, mientras charlaba con los juncos de la orilla.
Don Candelario se rascaba una oreja, intrigado, y fruncía el ceño en señal de descontento. Era un hombre metódico y ordenado, y le parecía un acto de rebeldía el de aquel joven arbolillo que crecía en un lugar que no le correspondía y sin que nadie lo hubiese plantado. ¿Nadie? Eso pensaba don Candelario, porque nunca se enteraba de nada, pero yo estoy al tanto de todo lo que ocurre en su chacra…
Para empezar por el principio, había, entre tan lindos y ufanos perales, uno muy muy viejo. Quizá lo había plantado el abuelo o el bisabuelo de don Candelario, y la verdad es que un peral viejo es algo triste de ver. Algunos árboles, mientras más añosos, más altos y frondosos lucen. En cambio, nuestro anciano peral, con sus ramas nudosas y casi desnudas, y su corteza a trechos desgarrada, recordaba a esos mendigos en harapos que se nos acercan en torcidas posturas, exagerando su desdicha para conmovernos. Quizá exagero, pero en verdad su aspecto era bastante lastimoso.
Aquel año, el de esta historia, cuando el huerto lucía exuberante florecimiento, el viejo peral tuvo apenas una que otra florcilla en sus ramas. Y esas lluvias que los campesinos llaman “matapajaritos”, porque caen en primavera cuando están las crías de las aves aún tiernas en el nido, estropearon los escasos brotes que dejan las flores para que de ellos crezca la fruta. Solo uno de los brotes se salvó, de modo que cuando los demás perales estaban tan cargados que don Candelario tuvo que apoyar sus ramas con largas varas, nuestro amigo, el viejo peral, ¡lucía una sola pera! Una sola, pero ¡qué hermosa! No había otra en el huerto tan sana y rubicunda, tan hinchada de jugo. Pasó, pues, a ser la alegría de su anciano padre.
Afortunadamente, brotó en una de las ramas altas, y cuando llegó el tiempo de la cosecha, los campesinos no se dieron el trabajo de arrimar al tronco la escalera para coger una sola fruta. No faltó la banda de chiquillos traviesos que vinieron a mortificar al peral, remeciéndolo y dándole de palos para hacerla caer; pero la pera se aferró a la rama con toda su fuerza hasta que los rapaces, cansados, fueron en busca de otras aventuras.
Y no fue ese el único peligro que la acechó. Cuando aún estaba verde, una mariposa nocturna, luego de revolotear por el huerto, se posó graciosamente sobre su redondeado vientre para poner sus minúsculos huevos, de los que nacerían gusanos. Aunque la pera no había asistido a la escuela —ni conocía la palabra “botánica”— sabía que estos gusanos se convertirían luego en mariposas. Pero antes de que aquello ocurriera, se instalarían a vivir con toda comodidad en su interior, alimentándose de su pulpa. Así es que cuando la bella mariposa le preguntó con su amable vocecilla:
—¿Se puede, señora?
—Ay —se quejó ella—, yo diría que “no se puede”.
—Pero —replicó la mariposa— no veo ningún aviso que indique que su casa esté ya alquilada.
—No está alquilada —dijo la pera, a punto de llorar—. Solo que, me pregunto, ¿cómo es que, habiendo tantísimos perales en este huerto, escogió usted este que luce tan anciano y desprovisto?
—Disculpe, señora —dijo la mariposa—, no crea que he elegido a tontas y a locas. ¡No hay otra pera tan fuerte y hermosa en todo el huerto!
—Mil gracias por el cumplido —repuso ella, tímidamente—; pero ¿tendría usted la amabilidad de buscar otra residencia para sus hijitos? Y no es que su amable compañía me disguste —añadió—, solo que, como usted ve, soy aquí algo como una “hija única”. Sus gusanitos cavarán corredores en mi corazón de pera y esto hará que me debilite y me desprenda antes de tiempo de la rama. Y mi anciano padre se avergonzará de no tener ni un solo fruto.
Parecía que una brisa hacía temblar las hojitas del peral, pero eran ellas las que se agitaban diciéndose: “Qué pera tan comprensiva, qué buena hija…”.
Y no sé yo qué más hablaría la pera con la mariposa nocturna, el hecho es que esta última emprendió el vuelo sin haber depositado en la pera sus huevos.
La cosecha de fruta estaba ya por terminar. “De buena manera me voy librando gracias a la altura”, se decía la pera, cuando vio que don Candelario con Pedro, su empleado, se detenía a examinar a su padre. Lo examinaban por un lado y otro, rozaron el tronco, moviendo la cabeza con melancolía. Y ¡cómo se encogió su corazón de pera al escuchar lo que hablaban!
—Mire, Pedro —dijo don Candelario—, este peral está muy viejo, ya no produce. Habrá que derribarlo.
—Como usted diga, don Candelario.
Y sin más, ¡quedó firmada la sentencia de muerte del viejo peral!
Ni qué decir la tembladera de hojitas que se produjo, sin que corriera ni un tanto así de brisa, ya que la sentencia fue firmada a eso del mediodía.
—Ahora sí que me llegó la hora de morir —suspiró el anciano peral—. Y más vale así. Estoy viejo, mis ramas me pesan, las raíces me molestan, la corteza se me está cayendo a pedazos y vivo con temor a que me quiten a mi única y dulce hija.
Pero no era verdad que tuviera deseos de morir: el peral amaba la vida y la pera lo sabía. “Quizá lo dijo”, pensó ella, “para que yo no me aflija”.
Ya se había resignado la pera a ver el fin de su padre cuando, al caer la tarde, un chincol* golpeó con su piquito:
—¿Se puede?
Para una fruta es un honor ser elegida por los pájaros, ya que estos son expertos en distinguir las más sabrosas. La pera repuso con toda cortesía:
—Me honra usted al escogerme, señor chincol. Y apresúrese en probar mi pulpa, porque mañana ya no me encontrará.
—¿Cómo así? —gorjeó el pajarito.
—Mañana, al amanecer, derribarán a mi anciano padre.
—Vaya desgracia —replicó el chincol—. Cuánto lo siento. —Y como le había parecido amable la invitación de la pera a probar su pulpa, le preguntó—: ¿y no hay nada que yo pueda hacer?
La pera tuvo entonces una idea luminosa:
—Pues, sí, creo que hay algo que usted podría hacer…
—¿Qué será? —trinó él.
—Quizá mi padre tenga la posibilidad de renacer… Si usted desea ayudar, por favor, ¡arránqueme el corazón!
—¡Qué horrible favor me pide! —dijo el chincol, angustiado.
—Se equivoca —dijo la pera—. Ya habré cumplido una bella misión si usted me saca el corazón y lo lleva en su piquito hasta la orilla del estanque…
En ese punto, recordó el chincol, con su corta sabiduría de pájaro, que el corazón de una fruta es también semilla…
—¡Ya entiendo, ya entiendo! —gorjeó, animado, sin dejarla terminar—. ¡Quiere usted que su padre reviva de su corazón de pera!
—Así es —repuso contenta la pera.
—Explíqueme, por favor, cómo debo hacerlo —pidió el pajarito.
—Ha de sacar usted con todo cuidado mi corazón, pues él contiene el germen de una nueva vida. Luego lo enterrará a la orilla del estanque, donde la tierra es fértil y no necesita riego. De esa semilla renacerá mi padre joven y hermoso. Pero no lo deje a la vista, porque algún pajarillo se lo puede comer. Luego regrese a probar mi pulpa; será un honor para mí brindársela.
Nuevamente se agitaron las hojitas, esta vez de alegría y de admiración. Y la savia del viejo peral, que es como la sangre para nosotros, corrió con nuevos bríos, diciéndoles a las hojitas:
—Niñas, creceremos junto al estanque, nos veremos reflejadas en sus aguas y trabaremos amistad con los juncos, que siempre se están agitando, contándose entretenidas historias. Y al crecer, sano y frondoso, nuestra sombra cobijará a la hija tan bonita que tiene don Candelario. Vendrá a charlar con su novio, pues, para ese entonces, si no me equivoco, estará en edad casadera…
¡Y qué de cosas no pensó el viejo peral que tanto amaba la vida! Y el chincol, pica que pica, arrancó el corazón de la hermosa pera y luego voló con él hacia el estanque. Allí, pica que pica, lo hundió en la tierra reblandecida, y con sus patitas lo cubrió de tierra. Y partió sin haber probado la pulpa ofrecida, pues la emoción del acto que estaba realizando le hizo olvidar su almuerzo.
En cuanto a la pera, al carecer de firmeza, con el primer soplo de viento se desprendió de la rama y se deslizó suavemente por el tronco hasta quedar sosegada y como dormida sobre la tierra.
Al salir el sol, llegó Pedro con su hacha. Escupió ruidosamente en sus manos, se las restregó y levantó muy alto el hacha. De pronto detuvo su impulso, pues pensó: “Pobre peral. Recuerdo que cuando niño trepé por sus ramas. Perdona”, se disculpó enseguida, “que tenga que derribarte…”.
Al viejo peral no le dolieron los golpes, porque venían de un brazo amigo. Al caer tuvo buen cuidado de no aplastar a su hija que yacía a sus pies, hermosa aún, a pesar de haber perdido su corazón. Al verla, Pedro la tomó y se la llevó a la boca para calmar la sed que le provocó derribar el árbol.
—Vaya —se sorprendió—, ¡qué pera tan deliciosa, qué dulce y abundante jugo!
Al año siguiente, del corazón generoso lleno de pepitas oscuras de la abnegada pera brotó un tierno brote. Luego creció un tallo verde. Los juncos lo ocultaban, y solo al llegar la primavera sus florcitas lo delataron. Y ahí estaba don Candelario y su hija, él rascándose una oreja, intrigado:
—Lo arrancaré —dijo— para replantarlo en el lugar vacío que dejó el viejo peral que derribamos.
—No, papacito, déjalo, déjalo aquí junto al estanque, será mío y yo lo cuidaré —rogó la niña, enternecida ante el tierno arbolillo—. Se ve tan lindo entre los juncos…
Y las filas de perales, que semejaban soldaditos, lo miraron ceñudos: “¿Qué capricho era ese?”. Y todos, en lo íntimo de su ser, lo envidiaron: debía ser bueno acercarse al estanque y refrescarse en los días calurosos con la sola vista al agua.
Creció el peral y las cosas sucedieron tal como las imaginó la sabia pera: pudo contemplar sus flores en el espejo del agua, y con las brisas de la tarde, llenar el estanque de pétalos blancos. Y cuando llegó el verano y se llenó de hojas, tal como también lo imaginó el viejo peral, pudo escuchar los coloquios amorosos de la hija de don Candelario y su novio, que buscaron su sombra.
De nada de esto se enteró don Candelario, que vive intrigado con lo que sucede en su huerta.
(Ilustración: Carolina Bernal C.)