En el país de los cuentos, había una vez un pequeño duende muy travieso que siempre andaba riendo y saltando de un lado para otro.
Vivía en una casita toda rodeada de montañas. A su lado, un pequeño río discurría plácidamente por la falda de la ladera describiendo un paisaje difícil de imaginar.
Lo que más gustaba al duendecillo era ver cómo cada mañana, con los primeros rayos de sol, todas las flores de su jardín iban abriendo, una por una, sus pétalos.
Uno de aquellos días, como muchos otros, salió a pasear a la montaña, y caminando entre las rocas, encontró una flor preciosa. Nunca había visto otra de igual belleza. Le había cautivado tanto, que pasó toda la tarde mirándola. Era maravilloso verla cuando se contoneaba, cada vez que el viento acariciaba sus hojas.
Al día siguiente y al siguiente y al otro, volvió para estar a su lado y mirarla.
Un día nuestro duendecillo vio cómo de una de sus hojas caía una pequeña lágrima. No entendía cómo la flor más maravillosa del mundo podía estar triste. Se acercó a ella y le preguntó:
—“¿Por que lloras?” —Y contestó la flor: “Me siento triste aquí entre las rocas, sin nadie que me mire, salvo tú. Me gustaría vivir en un jardín como el tuyo y ser una más de entre las flores. Además, te concederé el deseo que más quieras si me llevas allí”. El pequeño duende la tomó entre sus manos y, con todo el cariño del mundo la plantó en el lugar más bonito de su jardín.
Una vez cumplido el deseo, la flor le dijo al duendecillo:
“Y bien, ahora que me has llenado de felicidad al traerme aquí, ¿qué es lo que más deseas en este mundo?”
Y el duendecillo la miró fijamente y contestó:
“Quiero ser flor como tú, para sentirme por siempre a tu lado”.