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Farallones, Bolívar, Antioquia

Farallones, Bolívar, Antioquia

Farallones, Bolívar, Antioquia

Corregimiento de Ciudad Bolívar en el Departamento de Antioquia – Colombia.

Altura: 1.500 metros sobre el nivel del mar. Población: 1.800 habitantes.

Actividad principal: caficultura.

Temperatura: 22°a 24° centígrados.

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Los hijos de la montaña

Caldas, Risaralda, Quindío –el Viejo Caldas- y el suroccidente de Antioquia forman, por tradición y cultura, el llamado Eje Cafetero.

 

La casa de Juan Arcadio Ocampo, en la vereda Los Farallones, de Bolívar, Antioquia, es de bareque y está pintada de rojo y blanco. Así son las casas tradicionales de los cafeteros de Antioquia y del Viejo Caldas. Al frente tiene un corredor donde se sienta, en las tardes, con su mujer a descansar un rato. Es el sitio de la casa con mejor divisa –vista amplia–. Al lado está el ‘beneficiadero’, donde despulpa el café.

 

La casa tiene patio encementado. Es una costumbre, aunque los tiempos han cambiado y no es necesario tenerlo así para secar los granos de café. Y es costumbre también el jardín y las materas adornando los corredores. “Una casa sin jardín es como una casa sin muchacha: aburrida”, dicen las mujeres. 

 

Por agua no se sufre. Todas las fincas tienen agua propia. Viene de un nacimiento, arriba en la montaña, y la recogen en tanques; de ahí, por tubería llega a las casas. En verano escasea un poco, pero no se seca del todo. El agua lluvia sólo es para el jardín y la huerta que crece al lado de la casa. Se siembra cebolla, tomate, repollo, yuca, plátano… El hombre arregla el terreno y siembra la semilla; las mujeres deshierban y venden las maticas que sobren.

 

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Día a día

Para Juan Arcadio es difícil dormir después de las cuatro de la mañana. Se levanta y prepara ‘los tragos’; así llaman en Antioquia la taza de café, chocolate o aguapanela que se bebe antes del desayuno. “¿Cómo sale uno a trabajar sin tomar tragos?”, se preguntan ellos mismos. Las abuelas decían que al que salía de casa sin tomarlos, lo picaba un animal y le hacía daño. Dos horas después es el desayuno con arepa y frijoles recalentados de la noche anterior: “no puede faltar el frijolito”, alegan. 

 

Y sale para el cafetal, trepado en la montaña, a pie o en bestia, con un sombrero viejo y un carriel chiquito, de niño, amarrado al cinturón. Lleva una agujita, un aparejo, el espejo, las pastillas que debe tomar a diario, porque es hipertenso. La mujer se queda y se dedica a los destinos –oficios– de la casa. Cocina en fogón de leña, porque la estufa de gas, para economizarlo, sólo se utiliza para calentar los ‘tragos’. Además, frijoles, mazamorra y arepa saben mejor “con el humito que da la leña”.

 

El orgullo es tener un cafetal ‘bien super bonito’. El secreto es mantenerlo bien administrado: desyerbado, abonado –dos veces al año, así le toque enredarse con el Banco Agrario–; hacerle el ré–ré, es decir, coger los últimos granos de cada cosecha y levantar los que caen al suelo, para que la broca no se propague.

 

En el trabajadero, se entretiene oyendo noticias y las predicciones sobre el tiempo, en un radio grande que carga en una chuspa –talega– terciado a la espalda, para protegerlo de la lluvia. Como el cafetal está en lo alto, a 45 minutos de camino loma arriba, tiene mejor divisa. Cuando está despejado, ve los morros que forman los farallones de Citará, hacia el lado del Chocó.

 

Hacia las cinco de la tarde, regresa a casa. Si trae café, lo echa en la tolva y lo lava. Conoce muy bien los tiempos del café: cuándo hay que lavarlo, cuándo despulparlo, cuándo secarlo. “Le pongo mucho ‘fundamento’, para que no se me avinagre”. Luego pica ‘cuido’ para las bestias. A las siete, luego de comer, cansado de voltear todo el día y con sus 66 años, se acuesta a descansar.

 

Le gusta ser caficultor; le tiene apego a un trabajo que heredó de sus viejos. Es de los que no abandona el grano, esté caro o barato. “Como casi a diario hay cafecito, a lo menos le va dando la comidita y no tiene que estar pegado de un jornal y se trabaja de cuenta de uno. El café es lo único que a la hora que lo llevo me lo pagan”. Además, le gusta vivir en esas montañas, donde hay aire limpio y sosiego y donde, dependiendo de la altura, puede obtener varios alimentos. Pero a veces le atormenta un pensamiento: “los campesinos somos los que más trabajamos, pero a los que menos nos miran bien, los que menos ganamos”. 

El beneficio del café

 

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Aún se les dice chapoleras a las recolectoras de café. Pero ya no usan sus faldas largas cargadas de cintas, ni llevan una flor en la cabeza. Ni usan canasto para recoger el café ni se mantienen en alpargatas. Hoy van de pantalón, camisa, botas y cachucha al cafetal. Llevan su radio y por celular piden complacencias a las emisoras locales. Las ‘cerezas’ de café se recogen en baldes plásticos.

 

Si el cafetal es bajito, de primera cosecha, se recoge el grano arrodillado o sentado; si es alto, parado. Se le va dando la vuelta al palo desgranando ‘maseta por maseta’ –rama por rama–. Un niño puede recoger 55 kilos al día; se paga a 300 pesos el kilo. Sólo se recogen los granos maduros, pues los verdes le dañan el sabor al café. Se beneficia lo más pronto posible, luego de recoger las cerezas. Tradicionalmente, primero el grano se despulpa o ‘descereza’ –se le quita la piel gruesa–, se lava con agua abundante y ahí mismo se pone a secar para producir el café pergamino seco.

 

Hay muchas maneras de secarlo. Una muy común son las ‘casa elbas’. Son planchas de cemento que sirven de cielorraso. Sobre ellas va el techo de zinc corredizo que se mueve dependiendo si hay sol o lluvia. Esta misma técnica se utiliza en el suelo y la llaman ‘carros’. Algunos secan aún en los patios encementados o usan una especie de parihuelas, donde mueven el grano dependiendo del sol. También hay hornos de carbón en los que, en 15 horas, se seca el café.

 

En promedio, se cultivan en el país un millón de hectáreas de café, en la mitad de los 32 departamentos colombianos.

 

De los casi 600 mil caficultores, un 80% son pequeños productores con menos de tres hectáreas.

 

Piensa, como muchos, que el problema grave de los cafeteros es el tiempo: antes era ordenado; ahora, cuando debía ser ‘veranoso’, llueve y viceversa. No cree, como otros, que las cosechas dan menos, porque ahora al árbol se le echa menos ‘comida’, abono.

 

El café necesita el verano, más que todo a finales y comienzos de año. Si en enero hay verano, la cosecha es hermosa. Y lo explican sencillo: en diciembre ya está en último graneo de la cosecha ‘traviesa’ –la cosecha menor, la grande es en septiembre– y el palo está cansado y estresado, porque ya descargó su cosecha. El estrés lo hace florecer, siempre y cuando haya verano. En esa época, el paisaje de los cafetales es blanco: parecen algodonales olorosos… Y cuando le llegan las lluvias de marzo, la mata reacciona y se engruesa el grano. En septiembre, otra vez las lluvias, permiten una buena recolección de la cosecha ‘grande’.

 

Cuando baja al pueblo, los sábados a vender el café, se viste con la ropa buena, “soy viejo pero orgulloso; no con la gente, sino en el vestir y en el modo de ser”. Es una costumbre de los montañeros paisas: bajar ‘bien pinchados’ al pueblo, lucir las mejores galas.

 

Cuando está listo, con su poncho al hombro, se tercia el carriel grande y escoge uno de sus dos sombreros. Si es verano, el blanco de cinta negra; si es invierno, el negro de paño. Con el carriel se siente seguro: “ahí va todo…no se me olvida nada”. Le cabe el porta cédula, con todos los papeles, como los de la cooperativa de caficultores, gafas, libreta, cortaúñas, peinilla, lapiceros, espejo. La platica va bien guardada, porque no le gusta mostrársela a nadie…

 

Hay espacio hasta para esconder, plastificados, los secretos que le enseñó el suegro hace 35 años. Uno es para estancar la sangre cuando alguien se corta. “Si llegaba un trabajador cortado, me clavaba la rodilla y le aplicaba el secreto”. El otro es para componer descomposturas. No los conoce ni su esposa; “secreto es secreto”, afirma. 

Trabajo

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El café se siembra en cualquier época; hay que estarle echando una miguita de abono para que enraíce… A los 18 meses da las primeras pepitas… A los dos años, la primera cosecha. A los seis años hay que tumbar y hacer zocas nuevas. La temperatura ideal para el café son los 22 grados.

 

El campesino cafetero no puede vivir sin las mulas para bajar el grano del cafetal. Una mula macho carga dos costales con 28 cuartillos de café, o sea, unas tres arrobas.

 

La mulera es un poncho más grueso y largo, que se usa además para tapar los ojos a la mula arisca mientras se carga, poniéndosela encima de las orejas. El tapapinche es una especie de delantal –de lona gruesa con correa– que usa el campesino para protegerse el pantalón durante el trabajo.

Vivienda

Las construcciones tradicionales de los pueblos cafeteros tienen paredes blancas, balconadas y ventanas de madera tallada, con ‘calados’ –adornos de madera que parecen encajes–, de colores vivos, al igual que los marcos de las puertas, y engalanadas de macetas repletas de flores. Cuando se abren los inmensos portones de madera, aparecen los corredores, las galerías, los solares. Detrás de todo, las montañas que se esconden unas tras otras…

 

Casas y cultivos cuelgan de filos y faldas de las montañas. En esos terrenos desiguales, las casas tienen de frente uno o dos pisos y por detrás aumentan a tres o cuatro.

 

Al campesino cafetero –el montañero típico– le gusta tener las cosas limpias y en orden. En el cuarto de los aperos está la angarilla para traer el cuido, cajones para echar la herramienta, los cocos –recipientes plásticos para recoger el café–, el ‘pica–cuido’ para las bestias.

 

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Celebraciones

Los jeeps Willys son símbolo de la Zona Cafetera; reemplazan a las mulas en muchos caminos cafeteros. En épocas de cosecha, cuando los pueblos se alborotan con la llegada de los recolectores del grano, en cada jeep –la mayoría modelo ‘54– se acomodan 25 personas y 25 bultos o maletas. Parecen racimos humanos. En Armenia hay una curiosa competencia: el desfile de los ‘yipaos’. Gana el que logre acomodar más carga en su viejo vehículo.

La dieta cafetera

 

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La ‘bandeja paisa’ o ‘plato montañero’ es una forma moderna de vender en los restaurantes la comida tradicional paisa, una muestra con ‘de todo’: fríjoles, tajadas de plátano maduro, chicharrón, chorizo, aguacate, arroz y arepa; acompañada por una taza de mazamorra. 

 

-Frisoles: Se prefiere el fríjol cargamanto rojo, porque da más ‘tinta’. Se ponen a remojar en agua caliente desde el día anterior. Se ‘pitan’ –se cocinan en olla a presión- y cuando están blanditos, se les echa plátano y una zanahoria entera. Luego se licua la zanahoria y se le echa a los fríjoles con el ogao –guiso de cebolla y tomate picados–, se dejan hervir un largo rato, hasta que ‘calen’…

 

-Mazamorra: Se desgrana el maíz, se pone a secar y se pila con pilón de palo. Se lava y, en ese claro, vuelve y se repila el maíz. Se echa a cocinar, se revuelve con mecedor de palo.

 

Cuando los granos estén blandos, se le echa una pizca de soda o bicarbonato y se deja hervir otro rato. Se sirve con los fríjoles o se come de ‘algo’, a la media tarde, con panela o blanquiao –panela blanca y quebradiza, porque se estira varias veces en caliente-. Se le pone un poco de leche fría. El ‘claro’ –el caldo- se toma solo o con leche, para la sed.

 

-Arepa paisa: Se muele el maíz cocinado, se arma la arepa, ya sea la redonda –como una bola pequeña aplastada- o la delgada, que llaman ‘tela’.

El ’algo’ llaman en el Eje Cafetero a las onces y a las medias nueves. Puede ser chocolate o aguepanela con pan o arepa con mantequilla o plátano asado con queso, o mazamorra….

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