(Medellín, Antioquia, 1932 – Mónaco, 2023)
“El arte es espiritual, un respiro de las dificultades de la vida”.
Fernando Botero tenía cuatro años cuando su padre, David, les entregó a él y a sus dos hermanos un paquete envuelto en hojas de periódico. “¿Qué creen que es?”, les preguntó. Después de varias respuestas fallidas, lo destapó: adentro había un perrito blanco, la mejor sorpresa que podían recibir.
Sin embargo, la felicidad de ese día duró poco. En la tarde, su padre se sintió mal, salió al patio de la casa y allí murió de un infarto. Su madre, Flora Angulo, quien siempre había hecho los vestidos para toda la familia, tuvo que empezar a hacer vestidos para otros, y con ese oficio mantener a sus hijos. “Mi madre se ganó la vida cosiendo, por eso la dibujé con una máquina de coser”, contaba Botero, quien inició su acercamiento al arte desde muy joven, y casi por casualidad.
“No puedo precisar el motivo por el que empecé a pintar; quizás fue porque tuve dos vecinos que estudiaban en Bellas Artes y los domingos salían a caminar y a pintar paisajes; yo iba con ellos y hacía lo mismo”, afirmaba el maestro, quien por esa época pintaba acuarelas, técnica no muy costosa, pues solo requería de hojas de papel, pinceles y una caja con pocos colores.
En sus primeras pinturas retrató a la Naturaleza y a sus amigos; posteriormente copió los carteles que anunciaban las corridas de toros, otra de sus grandes pasiones. Aprendía con gran facilidad por sí mismo y a los 19 años no tenía ni una duda de que quería ser pintor.
Esa misma determinación lo llevó a las oficinas del periódico El Colombiano, porque también había decidido que quería ilustrar la publicación dominical. Una vez sentado al frente del director, le dijo: “Mire, yo soy pintor, y quiero ser ilustrador del suplemento”. El hombre, intrigado con lo que podía hacer el joven, le dio un poema. “Tome esto y píntelo”. Botero lo ilustró, al director le gustó y le siguió haciendo encargos para complementar las páginas de los domingos.
Simultáneamente iba preparando su primera exposición individual en Bogotá, en la que exhibió varias acuarelas y un óleo. Con el dinero que obtuvo por la venta de sus cuadros se fue para Tolú, un municipio de la costa caribe colombiana, donde se dedicó a pintar con tranquilidad durante nueve meses. Allí vivió en una choza de paja con piso de tierra; pintaba todo el día y en la noche descansaba en una hamaca. Este lugar le inspiró el cuadro Frente al mar, con el que obtuvo el segundo puesto en el Concurso Nacional de Pintura, y cuyo premio le permitió, nuevamente, buscar otro destino.
Se fue para Europa, donde tuvo acceso a las creaciones de los artistas más reconocidos de la historia. En Madrid, París y Florencia visitó museos, contempló sus cuadros y aprendió de ellos. Poco a poco empezó a sentir afinidad por las obras monumentales, en las cuales primaba el volumen de las personas y de los objetos retratados. Y comprendió algo aún más importante: pintar es crear un estilo.
De hecho, no dudaba en afirmar que el mayor logro artístico de su vida fue construir un estilo personal, aquel que hace que un Botero sea inconfundible. Insistir por tantos años en conservar su estilo figurativo y de volumen generoso, que él consideraba como manifestación de sensualidad y belleza, no abandonarlo y, por el contrario, trabajar más para pulirlo tuvo como resultado un universo de pinturas y esculturas que hoy se pueden apreciar en muchos lugares del mundo. Hasta a la China han llegado los famosos gordos y gordas del maestro, quien insistía: “Todo lo he hecho por intuición, por trabajo, por lecturas, por ver arte en muchas partes. Por pura pasión”.
Su fuente de inspiración fue, mayoritariamente, Colombia, de donde provenían los recuerdos de su infancia. Asimismo, las corridas de toros, el circo, la religión y la política fueron protagonistas de sus obras, y estos temas le ayudaron a explorar el color como a él le gustaba: en grande.
El amor que sentía por su tierra lo motivó a donar 195 obras, las cuales están repartidas entre el Museo de Antioquia y la Plaza de Botero; esta podría catalogarse como la primera exposición permanente al aire libre de todo el mundo. Allí, en pleno corazón de Medellín, se encuentran 23 de sus esculturas de bronce.
También donó obras a la ciudad de Bogotá, hoy repartidas en tres museos: el Museo del Banco de la República, el Museo Nacional y el Museo de Arte Moderno de Bogotá.
El maestro, que falleció en el año 2023 a los 91 años, trabajaba más de ocho horas diarias, de lunes a domingo; decía que es necesario hacerlo, “pues no se sabe si allá arriba lo dejan a uno pintar”. Y así lo hizo hasta el final, sin agacharse, ya que tenía la teoría de que cada trazo debe estar a la altura de los ojos; por eso ideó un sistema de poleas que subía el cuadro a medida que avanzaba.
Así como fue fiel a su técnica, también lo fue a sus gafas de marco redondo y, por supuesto, a la ciudad de Medellín, donde están sus raíces y a la que regresaba cada que tenía oportunidad. A pesar de haber vivido en tantos lugares, sostenía que no cambiaba los fríjoles por ningún otro plato y que pocos placeres se comparan con tomarse un aguardiente en la plaza de un pueblo antioqueño. Al respecto decía: “Que mi alma vaya a una tienda donde vendan aguardiente”.
Esto último, en efecto, lo hacía en compañía de su esposa, la artista griega Sophia Vari, con quien estuvo casado más de 40 años, pero cada salida con ella era como una primera cita cuya conversación no terminaba. El maestro era un hombre muy familiar y de pocos, pero muy buenos, amigos, y ellos destacan su inmensa generosidad.
Definitivamente, lo que más le gustaba era pintar, y por eso lo único que le pedía a la vida era poder hacerlo hasta el último de sus días, y así ocurrió.
(Ilustración: Carolina Bernal C.)