Este cuento nos habla de la importancia de la unión familiar y de la necesidad de ser creativos y prácticos cuando estamos en la búsqueda de soluciones a nuestros problemas.
Rubén y Berenice eran cuñados por lado y lado. Uno de esos enredos que no son tan enredados: Berenice estaba casada con Alfonso, que era hermano de Rubén; y Rubén estaba casado con Natividad, la hermana de Berenice. Así que Rubén era el cuñado de Berenice, y Berenice, la cuñada de Rubén. Como quien dice, dos hermanos se casaron con dos hermanas. Y así como el parentesco era cercano, también lo era la vida, porque ambas parejas tenían sus casas una al lado de la otra en la parte alta de una montaña de bosques y cafetales, desde donde se divisaba un valle fértil y bien cuidado.
Aunque se conocían desde chiquitos y habían pasado prácticamente toda la vida juntos porque estudiaron en la misma escuela, sabemos que entre humanos los problemas nunca faltan. Y es el caso que un día Berenice, muy adolorida de la espalda, se puso a barrer el patio de su casa. La escoba iba y venía, iba y venía, barriendo las flores de los guayacanes que Rubén sembró en el lindero que separaba ambas casas. Pero como los guayacanes no entienden los límites de los humanos, o no les importan, pues botaban las flores para ambos lados. Por esto cada vez que había floración de guayacanes, a Berenice se le llenaban el patio y la huerta con las bellas flores amarillas; y aunque eran bonitas, la belleza solo les duraba un día, pues se marchitaban con rapidez y cuando se mojaban se volvían muy resbaladizas. Entonces Berenice se ponía a barrer, pero no lo hacía con alegría, sino refunfuñando, porque sufría mucho de la espalda y esa barredera no le ayudaba.
Medidas desesperadas
En el día del que hablamos, Berenice llevaba barriendo muchos años las flores de su patio, pero nunca había tenido tanto dolor de espalda, por lo que estaba más ofuscada de lo normal. Mientras llevaba la escoba de un lado al otro se le ocurrió una idea que podía aliviarla de tantos trabajos innecesarios: iba a mandar a cortar esos palos. La idea le pareció genial y se preguntó cómo no se le había ocurrido antes. Se fue para el corredor de su casa y atisbó loma abajo. Uno de los muchachos que recogía café estaba a la sombra de un matarratón, comiéndose el desayuno que su esposa le empacó en una coca. Berenice gritó su nombre. El muchacho la miró y ella le hizo señas para que subiera a la casa. Cuando llegó, Berenice le entregó un hacha.
—Túmbeme esos guayacanes de ahí —le dijo, mientras le señalaba la hilera de árboles ya casi pelados de flores. Eran ocho. El muchacho la miró sorprendido y le contestó:
—Pero esos guayacanes son de don Rubén, están del lado de él. Si los tumbo, se me enoja.
—Hágame caso que yo me encargo de Rubén.
Color de hormiga
El muchacho cogió el hacha con desgano y se acercó al tronco de uno de los guayacanes. Tiró el hacha hacia atrás y, cuando ya le iba a dar el primer golpe al tronco, escuchó la voz de Rubén que le gritaba desde el corredor de su casa:
—¡Qué hubo, pelao! ¿Qué va a hacer? Suelte el hacha, no sea pendejo, y se me quita ya mismo de ahí.
El muchacho miró a Berenice mientras ponía el hacha en el suelo. Berenice y Rubén caminaron hacia los árboles y se encontraron en el lindero. Rubén estaba colorado de la rabia.
—¿Qué pasó Berenice? ¿Usted mandó a ese muchacho a darle hacha a mi guayacán?
—No solo a un guayacán. Quería que los tumbara todos. Me tienen harta esos benditos palos —contestó Berenice, desilusionada porque Rubén había aparecido.
—Pero ¿cómo así? Usted no tiene ningún derecho a talarme los guayacanes. ¿No ve que están sembrados en mi propiedad?
—Pues estarán sembrados en su propiedad, pero a mí me tiran toda la basura y me toca pasarme los días barriendo… y con este dolor de espalda. No sea tan desconsiderado, Rubén.
—¡Cuál desconsiderado! Esos palos son míos, no suyos. Desconsiderada usted que me los quiere tumbar.
Y en este talante estuvieron alegando por un buen rato. Los ánimos se fueron subiendo y subiendo. Se estaba armando la de Troya entre los dos cuñados, que se amenazaban mutuamente y es probable que, si no hubieran sido tan cercanos durante toda la vida, se hubieran ido a los golpes hacía rato.
Mientras se retiraba hacia su casa, cansada de discutir con su vecino y familiar, Berenice soltó al aire:
—Espere y verá Rubén, que el domingo, cuando vuelva del pueblo con el mercado, no va a encontrar si no los zocos de esos palos.
—Donde usted me haga eso, Berenice, yo le meto la vaca y las gallinas a la huerta para que no le quede sino un lodazal.
Familia es familia
Cada uno se entró para su casa a rumiar sus rabias y a pensar qué mal le podría hacer al otro. En este punto es importante decir que ese día, por esas casualidades de la vida, ni Alfonso ni Natividad estaban en casa. Habían bajado ambos al pueblo: ella, a una cita médica; él, a comprar unos alambres de púas para reponer un cercado que ya estaba muy viejo.
Y aunque se habían dicho hasta de qué se iban a morir, Berenice y Rubén se quedaron pensando que esa pelea por los guayacanes se podría ir a mayores, dañar los matrimonios, dividir a los hijos y hasta podría significar una separación definitiva de las familias, distanciadas en el mismo terruño que había sido su vida por varias generaciones. Y también hay que decir la verdad, Rubén y Berenice se querían mucho, porque habían compartido alegrías y tristezas, esperanzas y desilusiones, durante toda la vida.
Así fue como por la tarde Rubén escuchó la voz de Berenice que lo llamaba desde el patio de su casa. Más sereno que en la mañana, Rubén se acercó caminando despacio, respirando profundo y sin mirar a su cuñada a los ojos.
—Cuente qué quiere, Berenice —dijo en voz baja.
—Ay, Rubén. Es que me quedé pensando y estoy muy triste con esa discusión de esta mañana y quiero que hablemos.
—Pues yo también quedé como aburrido. Es que nosotros somos familia y amigos, llevamos toda una vida juntos y unos palos no nos pueden dañar la relación.
—Eso mismo es lo que yo estaba pensando, Rubén. Pero escúcheme una cosa que quiero que entienda muy bien. A mí me está doliendo mucho la espalda y hay días, como hoy, en que no me aguanto el dolor. Y me toca salir a barrer todas esas flores que son hasta peligrosas, porque uno se puede resbalar si las pisa mal pisadas. ¿Y usted se imagina donde yo me caiga? Quedo patas arriba como una cucaracha y, con mis dolores, seguro que no soy capaz de pararme.
—Yo la entiendo, Bere. Créame que su salud siempre me ha preocupado. Mejor dicho, si quiere cortar los palos, corte los que necesite, pero me deja alguno; primero es la familia.
—Pero es que me da pesar. No le voy a negar que cuando esos árboles florecen me alegran la vista y nuestras casas se ven bonitas hasta de lejos.
—Y no solo lo bonitos que se ven, también refrescan el ambiente. Pero hay otra cosa que es muy importante para mí. ¿Sabe qué es?
—Cuente a ver.
—Usted sabe que yo tengo unas colmenas de abejas de esas que llaman angelitas, y esas abejas se alimentan del polen y del néctar de las flores. Así que cuando los guayacanes florecen, ellas encuentran mucho alimento y producen más miel, la misma que yo bajo a vender en el pueblo. Esa plata me sirve muchísimo porque esa miel la pagan bien.
—Ya entiendo por qué los quiere tanto. Venga entonces le propongo: ¿y qué tal si solo cortamos estos dos que son los que más me tiran basura?
—Pero Bere, déjeme primero le explico una cosa que aprendí de mi papá: las plantas no hacen basura. Todo lo que cae de esos árboles, si uno lo va poniendo en un mismo lugar, se descompone y es un abono buenísimo que le puede servir para la huerta. Así como usted hace con las cáscaras de las frutas, que las composta y después las usa de abono en la huerta, eso mismo puede hacer con lo que sueltan los guayacanes.
—La verdad es que eso no se me había ocurrido, Rubencho. Pero igual me toca barrerlas y llevarlas para allá.
—Para eso es que estamos conversando, Bere. Venga ahora yo le propongo una cosa. ¿Y qué tal si en vez de cortar esos dos palos que le friegan tanto la vida, yo mando a uno de mis hijos a que le barra y le acumule toda esa hojarasca allá en el rincón donde usted echa las cáscaras? Y si no es alguno de los muchachos, pues lo hago yo mismo, o le decimos a Natividad que nos ayude.
—Me suena, me suena. Pero tiene que ser un compromiso serio. Es decir, no puede ser temporal, tiene que ser permanente.
—Si quiere escribimos los compromisos para que quede constancia. Y para que vea que tengo buena voluntad, le propongo una ñapa.
—¿Una ñapa? Cuente a ver.
—Yo le regalo una colmena de angelitas. No pican, prácticamente no hay que cuidarlas y son una belleza. Ayudan a que las plantas den más frutos porque polinizan las flores de la huerta también, no solo las de los guayacanes. Y dan una miel muy sabrosa.
A Berenice se le dibujó una sonrisa en el rostro. Le gustó la idea de tener miel en casa.
—Acepto —dijo Berenice, e invitó a Rubén a pasar a su casa.
Póngale la firma
Se sentaron en la mesa del comedor y Berenice sirvió un par de tintos. Luego sacó una hoja de un cuaderno y se pusieron, entre ambos, a escribir el acuerdo. Lo escribieron despacio y sopesando cada una de las palabras, para que quedara bien claro para los dos cuáles eran los compromisos que asumían: Rubén quedó encargado de mantener limpio el patio de Berenice y ella se comprometió a echarle abono regularmente a los guayacanes para que estuvieran saludables y pudieran dar alimento a las abejas de ambos. Cada uno puso su firma en la parte inferior del acta y se abrazaron con cariño. Rubén, para honrar el acuerdo recién firmado, cogió una escoba y se puso a barrer el patio de Berenice. Luego, con un rastrillo barrió la huerta y amontonó todo en la compostera donde ella echaba las cáscaras de frutas y verduras. Berenice se quedó mirándolo barrer y le hizo bromas sobre el meneado de cintura y su falta de pericia. Rubén, animoso, se las celebraba.
Al final de la tarde fueron a ver las colmenas de abejas angelitas y Rubén le explicó los cuidados que debía tener con ellas y cómo se hacía para cosechar la miel. El traslado de la colmena lo harían por la noche, cuando ya todas hubieran entrado al panal.
Cuando Alfredo y Natividad volvieron del pueblo, los encontraron tomando aguapanela en el corredor de Rubén, haciendo bromas y mirando cómo el sol se escondía tras las montañas lejanas, en medio de nubes rojas, naranjas y amarillas, como flores de guayacán.
(Ilustraciones: Ana María López)