REGIÓN CARIBE
En los albores del siglo XX, dos comerciantes de origen alemán arribaron al puerto de Riohacha, en la antigua provincia de Padilla, con el fin de establecer allí un almacén de artículos importados del viejo continente.
Los dos hombres eran hermanos y andaban por los treinta y tantos años de edad. Al poco tiempo surtían de abundante mercancía europea tanto a los habitantes del puerto como a los de las poblaciones vecinas, y con el paso de las semanas y los meses fueron conquistando un merecido prestigio como prósperos negociantes y personas de bien.
Al atardecer de cada día, los hermanos se sentaban en sus mecedoras de mimbre en la puerta del surtido almacén y uno de ellos ajustaba sobre sus hombros las correas de un instrumento típico de los Alpes bávaros, y hasta bien entrada la noche interpretaba canciones de su lejana Alemania, lo cual atraía a clientes, vecinos y lugareños.
Por esos días apareció en Riohacha un muchacho de unos veinte años, tímido, lampiño, de ojos negros profundos y un aire de ausencia que invitaba a la compasión y a la ternura. El joven se recostaba en la pared de la casa de enfrente del almacén y se quedaba ensimismado escuchando los aires exóticos que brotaban de aquel aparato que parecía un fuelle rodeado de minúsculos botones. Al cabo de varias semanas de silenciosa contemplación, terminó por caerle bien a los alemanes.
Una tarde, al terminar el vals de La viuda alegre, el jubiloso músico le dijo a su hermano:
—Vamos a invitar al hombre a una copita de brandy. Parece ser buena persona.
—Ven, hombre, ven acá —le dijo.
El joven, entre asustado y feliz, se acercó a los extranjeros.
—¿Cómo te llamas? —preguntó el germano en su complicado español.
—Francisco —respondió el muchacho con voz casi imperceptible.
—¿Y qué haces? ¿A qué te dedicas?
—Hago de todo —dijo el hombre—. Lo que aparezca en el día: alzo cajas, vendo frutas, arreo mulas y pregono mercancías y noticias por los pueblos de La provincia.
El alemán lo invitó a que los ayudara en los quehaceres de la tienda, a lo cual Francisco aceptó de inmediato. Con el transcurrir de los días, lo que más llamaba la atención del extranjero era la profunda concentración que el joven ponía en la ejecución del acordeón. De manera que una noche, el alemán le entregó el instrumento a Francisco y lo invitó a que lo manipulara.
—Toma —le dijo—. Prueba a tocarlo.
Francisco no dudó. Tomó el acordeón entusiasmado, ajustó las correas sobre sus hombros con una destreza sorprendente, y ante el asombro de los hermanos y de la gente que allí se agolpaba, comenzó a extraer del mágico aparato unos ritmos desconocidos, entre nostálgicos y jubilosos, que dejaron a todos perplejos.
Desde entonces, cada atardecer el alemán alternaba la interpretación de sus ritmos alpinos con los sones y paseos provincianos que tocaba Francisco, a quien sus generosos patrones llamaban simplemente “El Hombre”.
De esa manera atraían mayor clientela y cuando cerraban el almacén se sorprendían de las enormes ganancias.
Con los años, los comerciantes fueron envejeciendo en medio de gran prosperidad. Un día decidieron vender el almacén y partir las ganancias. El uno retornó a su añorada Alemania y el otro, el del acordeón, se casó con una viuda de Villanueva y se fue a vivir con ella a Aruba, donde estableció otro almacén.
Francisco El Hombre, por su parte, se había obsesionado tanto con el manejo del acordeón, que su dueño decidió regalárselo. Y gracias al acordeón, Francisco se desplazaba de Riohacha a los pueblos vecinos de La provincia, pregonando con aires musicales las noticias del vecindario, informaciones políticas, chismes fami- liares y sucesos de diversa índole.
Durante muchos años, incluso después de cerrado el almacén de los alemanes, Francisco recorría a caballo aquellas extensiones calurosas y lluviosas, alegrando fiestas y parrandas con una espontaneidad y maestría extraordinarias.
Una tarde, Francisco El Hombre se dirigía en burro hacia Fonseca, su tierra natal. Llevaba abundante ron en las alforjas y silbaba solitario canciones de su invención. De pronto, divisó en el horizonte otro jinete, el cual se acercaba apresuradamente adonde él estaba. A los pocos minutos, un fino alazán detuvo bruscamente el paso frente a él. Sobre el caballo, un hombre robusto de rostro aceitunado, cabello negro liso, fina chivera y ojos pícaros, vestido de dril blanco, con un acordeón colgando de sus hombros, le dijo con voz imperativa:
—En toda La provincia tienes fama de ser el mejor acordeonista. Dicen que tus canciones cautivan y embelesan los corazones más sensibles y derriten a los más duros. Pero yo quiero comprobar personalmente si eso es cierto.
Francisco, entre sorprendido y asustado, pensó: “Me está proponiendo un duelo musical. Lástima que no haya testigos”.
El hombre se apeó del caballo y animó a Francisco a tocar algo. Este se bajó del burrito y estimulado por un trago de ron comenzó a tocar, bajo un palo de cañaguate, un son que luego fue convirtiendo en paseo y enseguida en merengue, para rematar en una rauda y acelerada puya. Lo hizo con una destreza sobrenatural, con una magia extraterrenal y una corriente de ensueños totalmente desconocida, que el extraño retador quedó estupefacto. Al cabo de unos segundos despertó de su perplejidad y dijo:
—Está bien. Pero yo puedo hacerlo mejor.
Y diciendo esto comenzó a pulsar el acordeón. Entre el estiramiento y el adelgazamiento del fuelle, el forastero hizo sonar la misma melodía hecha por Francisco, pero de manera contraria: comenzaba con la puya y culminaba con un son. A medida que tocaba, el ritmo se convertía en una danza diabólica y el cielo tornaba a oscurecerse de manera macabra. Solo los ojos del demonio rutilaban como dos tizones.
Francisco miraba y escuchaba al retador un poco sorprendido, pero se rehusó a sentirse asustado. Contempló por un instante de pesadilla la terrorífica escena y esperó a que el retador terminara su morisqueta musical.
—Es el diablo —pensó Francisco—. El mismísimo diablo.
Y sin pensarlo dos veces, tomó de nuevo su acordeón como poseído por un inesperado ángel y comenzó a rezar el Credo al revés, desde el final hasta el principio, acompañándolo con la música legendaria de El amor amor:
Creo en la vida eterna, amén.
Y creo en la resurrección.
Creo en el Espíritu Santo,
y en la iglesia del Señor…
Y a medida que continuaba la letanía de manera regresiva, el cielo recobraba su claridad normal. Francisco El Hombre vio cómo el mismo diablo, su acordeón y su exótico alazán, se iban envolviendo repentinamente en un vibrante tornado de cenizas, en medio de una fétida tufarada de azufre y un aullido de brujas delirantes.
Adaptado por Alberto Quiroga, 2010.
Ilustraciones: Alejandra Higuita.