Rafael Arango Villegas (Colombia)
Yo era muy feo cuando estaba chiquito. Mucho más feo que en la actualidad, aunque ello parezca una exageración. Las gentes que me conocieron de niño dicen que no se explican cómo me crie.
Los muchachitos que levantaron en la calle de la Quiebra del Guayabo, entre los años de 1890 y 1900, se volvieron casi todos cardíacos. ¡Claro! Se encontraban conmigo por allí a las seis y media de la tarde, lanzaban un grito, les daba el corazoncito dos o tres voltacanelas y quedaban cardiaquitos para todo el resto de su vida.
En todas las casas del barrio me tenían a mí como coco para espantar a los niños. Jorge y Alberto Arango, que eran neciesísimos y muy berrietas, no se dormían nunca sino cuando, después de amenazarlos con el loco “Cuyabra” y con “Tillo”, les decían que me iban a llamar a mí. En el acto se dormían como dos pericos, sin rezar las oraciones y sin tomar el tetero.
Pero así, feo y todo, tuve la honra de ser exaltado a la más alta dignidad a que puede aspirar sobre la Tierra un hombre: ¡estuve de ángel! Como lo oyen: ¡de ángel! Fue en los Corpus de 1896. Las cosas pasaron de esta manera: las señoras que habían sido comisionadas para arreglar el altar principal acordaron colocar en él dos angelitos, y fueron a casa a solicitar en préstamo una parientica mía, muy crespita, muy rubiecita y muy linda.
Se la prestaron. La víspera enviaron a la casa los angelicales arreos: un par de alas, la coronita de rosas, las sandalias de cartón plateadas y unos rebujos de gasa. Esa noche enfermó la chiquilla, sin duda, de la emoción.
Cuando, al otro día, poco antes de la fiesta, fueron las señoras a casa a vestir a la niña para llevarla al altar, sufrieron una contrariedad extraordinaria. Aquello era un contratiempo enorme, casi un fracaso. ¿Qué hacer, si ya era tarde y la procesión iba a comenzar enseguida? Los angelicales aparejos estaban en un rincón.
—Pues si ustedes quieren —les dijo mi madre, viendo la confusión en que estaban—, yo les puedo prestar este muchachito para que lo pongan de ángel.
Las señoras me miraron, se miraron entre sí y se guiñaron los ojos.
—El muchachito no es bonito —agregó mi madre—, pero es muy robustico. Quiere decir que lo pintamos bien.
Dizque “robustico”, cuando yo parecía uno de esos muchachitos que conservan entre alcohol en frascos.
Las señoras continuaban mirándome y mirándose entre sí, sin acertar a contestar palabra. Y como mi madre notó que me miraban especialmente a los pies, estimó conveniente anticiparse a decir:
—Lo de los piecitos podemos arreglarlo poniéndole unos botines, en lugar de sandalias.
—Pues, bueno —dijo una de las señoras—: así, tapándole los piecitos, sí lo podemos vestir.
Y se procedió a la obra. Me pusieron el vestido bueno, el “uniforme”, que era una blusita de paño, estilo marinero, con un peto blanco y unos calzoncitos, también de paño, que me llegaban hasta una cuarta más abajo de la rodilla. El resto de la canilla, hasta el tope con el botín, lo cubrían unas mediecitas blancas a listas verdes y coloradas, pero no a lo largo, sino de través. Y, por último, unos botines de resorte cerraban el conjunto y servían como de pedestales a aquella magnífica estatua de singular elegancia. No me gustaba que los botines tuvieran esas orejas tan largas, lanzadas hacia afuera en forma horizontal, como las espuelas de un gallo. Por lo demás, me sentía supremamente elegante y no me atrevía a mover un dedo, de miedo a que se formara alguna arruga o se hiciera algún desperfecto. Enseguida las señoras me acomodaron las alas, me pusieron la corona, me pintarrajearon la cara y me ciñeron las gasas.
Nos fuimos para la plaza. Innecesario decir que yo apenas pisaba el suelo de orgullo y que la felicidad me embargaba. Ya sobre el altar se me ocurrió una idea brillante, que causó mucha sensación y dio a la fiesta un realce extraordinario: como yo había visto en los “registros” que los angelitos nunca están parados en los dos pies, sino que apoyan uno en una nube y el otro lo mantienen levantado, como en actitud de volar, levanté una patica con mucha gracia y me estuve en patasola hasta que terminó la fiesta, que duró una hora. Esta idea me valió las más calurosas felicitaciones. Las señoras me abrazaban y el cura me regaló “una casa” de corozos y unos recortes de hostias.
Como en la iglesia me estaban tallando mucho los botines, me los quité y me fui hasta la casa en medias. Por la calle, los muchachos, muertos de la envidia, me jalaban de las puntas de las alas y no me dejaban casi caminar.
Yo no pensaba quitarme en todo el día la celeste indumentaria, y hasta pensaba dormir con ella si no me lo impedían. En la casa resolvieron hacerme retratar así, vestido de ángel, y salimos todos para la fotografía. Entonces sí yo estaba en el colmo de la vanidad y del orgullo. Pero… ¡oh, miseria!, en la primera esquina había un grupo como de diez muchachos.
Cuando íbamos pasando cerca, uno de ellos dijo a los demás:
—Este muchacho estaba parado en el altar, dizque de ángel, y parecía un gallinazo parado en un entejado.
¡El símil se me fue hasta el alma! ¡Fue una estocada!, ¡una puntilla!, ¡un cañonazo! Allí mismo me emperré, solté a llorar a todo pulmón y, en vez de seguir para la fotografía, me fui corriendo a la casa, me quité las alas, las volví pedazos y me metí debajo de la cama.
No salí hasta por la noche y, como estaba todavía bravísimo, no quise tomar la aguapanela y me acosté sin rezar…
(Ilustración: Carolina Bernal C.)