(Aracataca, Magdalena, 1927 – Ciudad de México, 2014)
“La ficción es más fácil de hacer creer que la realidad”.
Gabriel García Márquez solo pasó los primeros ocho años de su vida en Aracataca, Magdalena, un pueblo del Caribe colombiano en el que vivió con sus abuelos, pero allí se formó una idea del mundo sobre el que escribiría por el resto de su existencia. “Es difícil que haya una línea, en alguno de mis libros, que no se haya originado en mi infancia”, sostenía. Cuando abandonó su pueblo natal para regresar con sus padres, ya la suerte estaba echada: sería uno de los escritores más reconocidos de la literatura universal.
El primer libro con el que tuvo contacto en su infancia estaba en el estudio de su abuelo Nicolás Márquez, un veterano de la guerra de los Mil Días: era un enorme diccionario en el que tenía una fe ciega. “Lo sabe todo y nunca se equivoca”, decía el coronel. Más tarde García Márquez llegaría a la conclusión de que el lenguaje está vivo, pues son las personas en su día a día quienes lo transforman.
Por el contrario, su abuela, Tranquilina Iguarán, era una mujer de relatos orales en los que vivos y muertos componían una misma realidad. En sus historias, trataba lo irreal y extraño como algo cotidiano y común. Cuando leyó Las mil y una noches, la recopilación de cuentos orientales narrados de la misma manera, García Márquez confirmó que podía escribir empleando ese tono. De aquí surge el término realismo mágico por el cual su obra es reconocida.
A los 14 años obtuvo una beca para estudiar en el Liceo Nacional de Zipaquirá, cerca de Bogotá y lejos de su familia, y a partir de entonces debió recorrer el río Magdalena con frecuencia. Siempre le impresionó la belleza del trayecto en un barco de vapor y luego en un tren que escalaba la cordillera; en contraste con Bogotá, una ciudad fría, donde todo el mundo vestía de negro. Durante los cuatro años que pasó en el colegio y los años posteriores en la capital, donde cursó algunos semestres de Derecho y trabajó para el periódico El Espectador, pudo conocer las diferencias del país y afirmar sin duda: “En Bogotá creen que Colombia es Bogotá”. Su escritura se encargaría de desmentir esa idea mostrando realidades de la costa caribe.
La violencia desatada en la capital tras el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán lo obligó a trasladarse a Cartagena. Para entonces era un lector incansable y agudo, y sabía que quería dedicar su vida a la escritura. Primero trabajó en el periódico El Universal, de Cartagena, y luego como columnista para El Heraldo, un periódico de Barranquilla. Aseguraba que el periodismo era la mejor profesión del mundo, pues exige leer mucho para formarse una amplia base cultural. Hoy, sus textos periodísticos son considerados tan notables como los ficcionales.
En Barranquilla vivió unos años de gran estímulo intelectual. Allí se vinculó a un grupo de jóvenes con los que leyó a autores clásicos y contemporáneos, a quienes estudiaban. También discutían sobre cine, periodismo, política y arte. Los miembros del Grupo de Barranquilla, como se les conocía, fueron responsables de un movimiento que transformó la cultura del país.
En 1954 retornó a la redacción de El Espectador, donde publicó Relato de un náufrago, una crónica que demuestra su habilidad para narrar los acontecimientos. Un tiempo después viajó a Europa como su corresponsal. Allí obtuvo una nueva perspectiva de América Latina, un continente que, en comparación con Europa, consideró lleno de vida. En 1956 el periódico fue clausurado por orden de la dictadura de Rojas Pinilla, y García Márquez se encontró solo en París, desempleado y sin dinero. Lo que pudo ser una desgracia, en realidad se convirtió en la oportunidad perfecta para escribir El coronel no tiene quien le escriba, la cual consideró su obra maestra, en parte porque la situación de precariedad del personaje, un coronel jubilado de la guerra de los Mil Días que espera una pensión de jubilación que nunca llega, era la misma suya mientras escribía; esto le permitió fundir la ficción y la realidad, un tema recurrente en su escritura.
En 1958 se casó con Mercedes Barcha, a quien había conocido cuando él tenía 13 años y ella nueve, y por el resto de su vida conformaron un matrimonio sólido. Mercedes lo apoyó en la empresa más difícil: la escritura de Cien años de soledad, la novela que pensó durante 18 años y en la que trabajó sin descanso durante 18 meses. En aquel tiempo, ella se encargó de hacer rendir el poco dinero que tenían.
La consagración como uno de los mejores escritores de su tiempo no se hizo esperar. El libro no solo fue un éxito en ventas, sino que recibió de la crítica, en la que García Márquez no creía, los mejores comentarios. En Cien años de soledad retrató la realidad exuberante, fértil y diversa de América Latina a través de Macondo, una aldea perdida en la zona bananera del Caribe, símbolo de todo un continente. “Por fortuna”, aseguraba García Márquez, “Macondo no es un lugar, sino un estado de ánimo que le permite a uno ver lo que quiere ver, y verlo como quiere”.
En 1982 recibió el Premio Nobel de Literatura, el máximo honor que puede concederse a un escritor y que tiene en cuenta toda su obra. A la ceremonia de entrega se presentó vestido con un liqui liqui blanco, el traje de gala de la región caribe que usaron sus antepasados, y dio un discurso que es por sí solo una notable pieza literaria. En él denuncia la incomprensión a la que históricamente se ha visto sometida América Latina e invita a encontrar nuevos recursos para expresar su identidad.
Si fuera necesario precisar solo una característica de su personalidad, sería la lealtad. Fue leal a sus amigos, por los que renunció a trabajos a pesar de necesitarlos; a sus convicciones políticas, por las que debió abandonar su país para radicarse en México; a su tierra, que llevaba puesta en estridentes camisas de flores; a su familia, que consideraba su norte, y a su obra, por la que, después de su muerte en 2014 y hasta el fin de los tiempos, será recordado.
(Ilustración: Carolina Bernal C.)