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Guillermo Zuluaga “Montecristo”

Guillermo Zuluaga “Montecristo”

Medio siglo haciendo reír a Colombia

(Medellín, Antioquia, 1924 – Medellín, 1997)

“El humor es una cosa delicada, pues uno está muy cerca de hacer el ridículo si no se lo toma en serio”.

Guillermo Zuluaga Azuero fue el sexto de los 10 hijos que tuvieron el médico Baudilio Zuluaga y Carolina Azuero. Aunque nació en Medellín, siempre se reconoció como un santuariano, pues su padre era de ese municipio del Oriente antioqueño, al que visitaban en familia con mucha frecuencia. El ambiente pueblerino fue el que lo inspiró para crear los personajes cómicos que lo volverían tan popular, por cuanto las personas reconocían en ellos rasgos y costumbres cercanas, como el caso de Montoño, el típico bobo de pueblo.

Antes de convertirse en humorista profesional, Montecristo quiso ser médico como su padre, pero le faltaba mucha disciplina para el estudio y no terminó siquiera el bachillerato. A los 16 años ingresó como voluntario al Ejército, prestó servicio en el municipio de Rionegro, cerca de su querido pueblo El Santuario, y luego formó parte de la Guardia Presidencial, gracias a que fue miembro de los Scouts, una organización mundial que promueve el aprendizaje de destrezas y conocimientos en niños y jóvenes, y donde aprendió a tocar tambor y cornetas.

En el Ejército empezó a mostrar sus dotes cómicas: imitaba con precisión a compañeros y superiores, provocando risas en el Batallón Codazzi de Palmira, Valle del Cauca, departamento en el que se quedó viviendo por un tiempo, pues consiguió trabajo en una empresa, donde siguió contando chistes a los demás obreros. También les cantaba y por eso lo animaron a participar en un programa de radioaficionados de la emisora Radio Cultural de Cali. La presentación, según contaba él mismo, fue un desastre, pero no quería quedar como un fracasado y pidió permiso para contar un chiste. “Vuelva, pero a contar chistes”, le dijeron.

Así lo hizo durante algún tiempo; entonces, ganó fama y las invitaciones a presentarse en vivo en otros lugares no se hicieron esperar, por lo que tuvo que cambiar de trabajo y volverse vendedor de productos dentales para poder viajar y hacer sus shows. Aprovechaba las cantinas de los pueblos, donde observaba el comportamiento de los borrachos y hasta les ofrecía más licor, mientras aprendía sus gestos y la pronunciación enredada de las palabras. Igualmente, paraba oreja en las calles a ver con qué chistes se encontraba y luego los ensayaba ante el espejo.

En una de las presentaciones conoció a uno de los fundadores de Caracol Radio, quien lo invitó a participar en un programa de La Voz de Antioquia; fue allí donde se ganó su particular apodo: Montecristo, puesto por un amigo de la emisora, quien, al verlo llegar todas las tardes con un saco verde, lo llamó Conde de Montecristo, pues asociaba su extravagante vestimenta con la del personaje de la novela del escritor Alejandro Dumas.

Sus apariciones tuvieron tanta acogida que al poco tiempo tuvo un espacio radial propio, El café de Montecristo, que se transmitía a la 1:30 de la tarde y llegaban a repetir hasta cuatro veces el mismo día por petición de la audiencia. Las transmisiones empezaban con una frase tan conocida como él mismo: “Se abren las puertas del buen humor”.

Algunos años después, el programa pasó a la cadena de radio RCN bajo el nombre Las aventuras de Montecristo; a las grabaciones asistían estudiantes fugados de clase, parejas de enamorados sin un peso en el bolsillo y vendedores ambulantes de los alrededores que hacían una pausa al mediodía para entregarle sus risas y aplausos a quien por entonces ya se presentaba, oficialmente, como Montecristo Santuario y Zuluaga.

El público gozó, por más de 50 años, con las ocurrencias de personajes creados e interpretados por él, como Montecristico, un niño malicioso que ponía en aprietos a los mayores con sus preguntas y comentarios; con la forma de hablar de Montecrisñato, el tartamudo de la familia; y con Montecristeso y Montecrispucho, los primos descarriados y de malas mañas. Todos estos personajes fueron creados e interpretados por él.

Pese a que su humor era costumbrista, y por lo tanto local, fue invitado a eventos internacionales. Una de las presentaciones que más recordaba fue en 1966, en la Plaza de Toros La Caletilla de Acapulco, en México, donde 35.000 personas esperaban impacientes al comediante mexicano Cantinflas, uno de los más famosos del mundo en esa época.

Montecristo era el encargado de abrir el show, estaba muy nervioso y se puso aún más cuando el público empezó a silbarlo; sin embargo, continuó con sus chistes y poco a poco las personas fueron riendo a carcajadas, tanto así que antes de retirarse les repitió el primer chiste, el que no habían escuchado. “Si no me dejan contar este chiste, me hace daño”, les dijo emocionado. El reconocimiento no fue solo del público y de regreso al camerino Cantinflas le dijo: “¡Qué difícil es su trabajo, creo que usted es el mejor humorista de América!”.

El éxito de este comediante tuvo que ver, casi de manera irónica, con la seriedad con que asumió su trabajo, pues sabía que la posibilidad de hacer el ridículo era inmensa. Por eso era un observador atento, que combinaba con naturalidad burlas directas, ironías y expresiones con toques picantes. En los ensayos previos a las grabaciones radiales permanecía en silencio mientras sus compañeros representaban las voces de otros personajes: lo hacía para darse cuenta de los chistes que funcionaban y de los que debía reemplazar.

Quienes trabajaron con él lo recuerdan por su exigencia y su gran capacidad de trabajo. También porque al abandonar el personaje era un hombre sencillo y delicado. Además del halago de Cantinflas, recibió cerca de 200 condecoraciones y reconocimientos, los cuales entregó al museo que se construyó en su honor en El Santuario.

En sus últimos años dijo que ya no le importaba no haber sido médico, pues de cierta manera él también curaba: con la risa que provocaba desaparecían las tristezas. Su capacidad de encontrarle el lado cómico a la vida llegó incluso hasta su muerte, que lo sorprendió a los 73 años: “No es que tenga miedo a morirme, es que tengo miedo a estar ahí cuando suceda”.

 

(Ilustración: María Luisa Isaza G.)

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