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Indonesia, Asia. Los hombres de los árboles

Indonesia, los hombres de los árboles

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País ubicado en el sureste de Asia.

Está formado por más de 13.000 islas de las cuales solamente están pobladas 6.000, en las que habitan los 239 millones de malasios.

El área total del país es de 1.904.000 kilómetros cuadrados.

Cerca del 50% son grandes islas selváticas ocupadas por varios cientos de tribus indígenas muchas de ellas en estado primitivo.

Su capital es Yakarta.

Los hombres de los árboles

En las espesas selvas de la provincia indonesia de Irian Jaya, la mitad occidental de la inmensa isla de Nueva Guinea, habitan más de 250 tribus, entre ellas los korowais y los kombais, ‘los hombres de los árboles’. Los llaman así porque viven, como sus antepasados, en casas construidas en las copas de los árboles. Algunas están a 45 metros de altura. De esta forma, dicen ellos, se protegen de sus enemigos, de los insectos y los animales. Las mujeres no pueden entrar a las casas de los hombres; viven con los niños en una casa alejada y ubicada en el suelo. En esta selva viven también los danis, los asmats y los papúas o ‘pelo rizado’…

Todos son guerreros. Defienden su territorio, permanecen vigilando sus límites y atacan con ferocidad a cualquier intruso. Los korowais y los kombais, a pesar de ser vecinos y de tener culturas casi idénticas, son enemigos acérrimos. Viven enfrentados en sangrientas batallas.

Mientras los hombres se ocupan de la vigilancia y de la guerra, las mujeres cuidan los huertos, los animales y construyen las chozas. Los hombres procuran no frecuentar a las mujeres; creen que las relaciones sexuales los debilitan para la guerra.

Los danis se visten sólo con el horim –calabazo alargado donde guardan el pene–, atado por un extremo a los testículos y por el otro a la cintura. Los kombais se cubren el pene con el pico del casuario, un ave de gran tamaño. Usan además adornos y collares de huesos.

Las mujeres danis tienen hijos cada cinco o seis años y no pueden tener más de dos. Luego del nacimiento de un hijo, viene un largo periodo de abstinencia sexual.

Para la caza usan arco y flecha y cerbatanas con los dardos envenenados. Además, pescan y recogen frutos silvestres. Es muy poco lo que siembran.

La tribu asmat es ‘la gente de madera’, como los llaman por su habilidad para tallar. En un poste –el bisj– tallan figuras para recordar a aquéllos que aún no han sido vengados. Para ellos no existe la muerte, sino que la persona deja este mundo y pasa a otro cuerpo.

No son las únicas tribus primitivas de Indonesia, en el Pacífico Sur. En total, en el país hay más de 700 tribus que mantienen sus costumbres y tradiciones. Unos son agricultores, otros son nómadas que no cultivan el suelo y habitan en chozas de ramas, hojas y palos.

Hay grupos que forjan herramientas metálicas, mientras otros utilizan palos, piedras y huesos. Los más aislados aún practican el canibalismo, como castigo a los que violan las normas o en venganza contra un enemigo, y el corte de cabezas como trofeos de guerra o por creencias religiosas.

Habitantes de la isla de Borneo

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Los dayaks es uno de los pueblos aborígenes de la isla de Borneo, otra de las grandes islas del Pacífico Sur. Viven en las orillas de los ríos y en las zonas pantanosas. Son una mezcla muy antigua de pueblos chinos, malayos y pigmeos. Su físico es imponente: son altos y corpulentos, con tatuajes en todo el cuerpo, que los transforma en obras de arte vivas.

Cultivan arroz, crían búfalos y cerdos. La cacería la realizan con cerbatanas y dardos envenenados; la pesca, con arpón. Además, son recolectores de frutos silvestres. Son célebres por los puentes colgantes, de hasta 100 metros de largo, que construyen con cañas de bambú, ensambla-das con bejucos de la selva.

Habitan las llamadas ‘casas largas’, edificaciones de madera sobre pilares altos clavados a orilla de los ríos o de los pantanos. Pueden medir hasta 300 metros de largo y albergar 100 familias. Aunque cada una tiene un espacio independiente –cada puerta significa una familia– la mayor parte del tiempo la pasan en el largo corredor frontal construido en tablas y varas de bambú. Este corredor es, en la realidad, la calle de la aldea; allí cada familia mantiene siempre encendido su fogón, un mesón construido en madera forrada en barro. En las noches, las ancianas y los ancianos sentados al lado de los fogones cuentan a los niños historias sobre los misterios de su origen …

Los pisos están cubiertos con esteras. No hay asientos ni mesas ni alacenas. De los travesaños y columnas, cuelgan múltiples objetos de uso cotidiano. En la parte baja de la casa encierran cerdos, perros, aves, cabras…

Otras tribus construyen sus casas separadas –tokangs–, una por familia. Hechas con madera y levantadas también sobre enormes pilares, están decoradas con esqueletos de animales, mandíbulas, cornamentas de búfalos, pinturas y motivos tallados en madera. Los tejados tienen la forma del casco de una embarcación. Según cuentan, cuando este pueblo, hace miles de años, llegó del continente, utilizaron los cascos como tejados de sus nuevas viviendas. Todas están dirigidas hacia el norte, desde donde suponen que vinieron.

Los dayaks más avanzados son herreros. El hierro que encuentran en las minas de las montañas o el que les llega de otros lados lo funden en hornos sencillos para elaborar herramientas y armas. 

Vida y costumbres

La cría y el engorde de búfalos tiene para ‘los hombres de los árboles’ un significado muy especial: da prestigio y riqueza. Por eso, su cuidado y alimentación son la prioridad. Para que no gasten energías y engorden más, los inmovilizan con sogas. Obtienen así más carne, y es más blanda.

La isla Sulawesi, vecina a Borneo, es conocida también como la isla de Hierro o de la Orquídea, por su forma parecida a la de esta flor. Es el territorio de la tribu toraja. Sus aldeas están formadas por edificaciones familiares, todas iguales, perfectamente alineadas y con forma de embarcación. Sus fachadas simulan la proa de antiguos veleros.

Al frente, también en fila, se encuentran los graneros. Las casas también están montadas sobre pilotes, y la parte baja sirve de establo para los búfalos. Se sube por una escalera empinada. El piso va tapizado con una alfombra tejida con hojas de esparto. En las paredes cuelgan los utensilios y no utilizan ningún tipo de mueble.

El cerdo ocupa un lugar importante en la vida de los danis. Es un animal respetado y venerado: sólo se come en ocasiones muy especiales, como los matrimonios colectivos, que se celebran cada cinco años, o los funerales. Incluso este animal es tratado como miembro de la familia; vive en las cabañas con las mujeres y los niños y, a veces, es amamantado por ellas.

Los danis guardan en la alcoba los cuerpos momificados de sus abuelos.

La cerbatana

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Las tribus del Pacífico Sur son hábiles en el manejo de dardos envenenados disparados con la cerbatana. Esta arma es una larga vara hueca de madera, de 2.5 a 3 metros. Con un fuerte soplo, el cazador dispara dardos a una distancia de 60 metros.

Se fabrica con una rama recta del árbol yayang, de madera dura. Con una herramienta cortante, de hierro o de hueso o piedra, se adelgaza la vara hasta dejarla de 5 ó 6 centímetros de diámetro. Luego se construye un andamio lo suficientemente alto para encaramarse a perforar la vara a todo lo largo, con un orificio bien recto, si se quiere una cacería exitosa. Con golpes suaves se va introduciendo, centrada, una varilla metálica, elaborada por las tribus que forjan el hierro. Se gira mientras un ayudante le va echando adentro agua, para sacar la viruta y ablandar la madera.

Con el cuero seco de la raya —pez que sube hasta las cabeceras de algunos ríos— se pule por fuera la cerbatana. Para el acabado final, se usan hojas de un árbol especial. El orificio se lija con un junco fi broso que se pasa varias veces de arriba a abajo.

Los dardos se fabrican con madera de la palma de sagú. Son de más o menos 22 centímetros de largo y la punta se afila con cuidado. Para envenenarlos, se usa la savia lechosa del ipoh. Se calienta hasta lograr una pasta oscura con la que se unta la punta de los dardos. En el otro extremo se les amarra una mota de algodón silvestre, para asegurar el balance y la dirección del proyectil.

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